Satyajit Ray. Había vida más allá de Apu (I)

Mediaba la década de los 50 cuando Satyajit Ray (1921-1992) filmó su ópera prima y la que acabaría siendo, a la postre, su cinta más recordada. Se titulaba La canción del camino (Pather Panchali, 1955), piedra de toque de una película río en tres actos que le costaría horrores concluir -la trilogía de Apu, nombre del malhadado protagonista- y que sigue siendo, a día de hoy, mi compendio cinematográfico favorito.

Al año siguiente el filme desembarca en Cannes y causa sensación. La edición en la que Jacques Cousteau se llevó la Palma de Oro con un documental acuático, La canción del camino merecía un premio como “mejor documento humano”. Y “humano”, “humanista” y casi hasta “humanitario” se convertirían en los apelativos favoritos a la hora de referirse al cine del realizador indio.

La maldición de la primera película magistral -o quizás lo trascendental del premio, en un Cannes que apenas llevaba un lustro dejando espacio en su programación a maestros y noveles orientales- pesó y de qué manera sobre el resto de la filmografía de Satyajit Ray. Hasta el punto de que solo una de sus películas (rodada ya en los 80) conocería estreno comercial en este nuestro país.

Pero no adelantemos acontecimientos. Os convoco hoy aquí para descubrir en dos entregas lo más granado de una trayectoria que se saldó con excelentes películas repartidas hasta en cinco décadas diferentes. Historias que nos hablan de una India con su aristocracia en declive, pero sobretodo de una clase emergente que aspira a ser bautizada como media; siempre aprendiendo inglés, siempre pendientes del juicio de sus mayores y preocupada por su lugar en el mundo.

El gran centro de la industria cinematográfica india (ese Bombay que se quedó con el Bollywood para los restos) parece tener su reflejo (más verista, sin distorsionar) en la Calcula de Ray. Pero no os creáis: en el cine ensimismado y con acabado europeo del bengalí, también se canta y se baila.

El crédito final de los títulos lo deja claro: la mayoría de las veces Ray firma el guión, la realización y la música. Porque esos ecos populares, esa reivindicación de las figuras patrias -que se lo digan al difunto Ravi Shankar-, esa poesía hecha canción sirve para puntear gran parte de sus filmes. Fijémonos si no y para empezar en El salón de música (Jalsaghar, 1958), una de las dos películas que se colaron entre Aparajito (1956) y El mundo de Apu (1959).

El protagonista de El salón de música vive sobre las ruinas de su grandeza pasada. Del esplendor de antaño solo le queda esa habitación consagrada a la música, a los pequeños placeres que los mejores artistas del país les proporcionaron a los suyos y a su círculo más íntimo. Una audiencia entregada constituida no tanto por allegados como por melómanos y poderes fácticos de la región.

Pero hete aquí que un nuevo rico pretende competir con él en igualdad de condiciones. Tiene el dinero para contratar y convocar también a los mejores, pero le falta la clase, esa sensibilidad que para Ray emana del… del ejercicio continuado de una vida ociosa, la que permite, por qué no, consagrarse al disfrute del arte ajeno. Que si, que Ray nos lo deja claro: el buen gusto está del lado de los que otrora ostentaron el poder y los advenedizos merecen un soplamocos detrás de otro.

Este sibarita sin parné recuerda a aquél caballero venido a menos de las novelas picarescas del Siglo de Oro; porque aún con el sayo raído, el hidalgo había de seguir aparentando. La suya es una huida hacia delante, un último brindis, un vals alocado hacia la bancarrota. Pero la soberbia -esa que Ray muestra de manera descarnada, por mucho que él también entretuviese con su talento a esa clase dirigente en retirada- acaba siendo el único motor de sus acciones.

Y es que Satyajit Ray venía de donde venía. Buena familia, antepasados cultivados. Heredó la anglofilia de Tagore -a quien llegó a conocer- y tuvo la suerte de acceder a la mejor educación posible en aquél entonces (sin salir del país). En su cine existe un cierto sentimiento de noblesse oblige, de orgullo por una tradición cultural que, en su tiempo y en su patria, solo podían cultivar y pasear unos pocos. Hay pocas críticas directas al sistema de castas: los descastados -que acuden prestos cuando se les llama, sin tener ningún papel protagonista en las historias- pueblan sus filmes como parte de un tejido social incuestionable.

Por supuesto que existe conmiseración y una mirada cargada de piedad. Pero el mundo de Ray se encuentra encajonado entre aquella decadencia de los sirvientes directos de los maharajás y la modernidad recién aterrizada (al menos en las principales capitales). Las contempla con expectación, con una mirada en la que hay más de fatalismo y existencialismo que de humanismo propiamente dicho.

Esa India en transformación -más bien en descomposición, una descomposición patrocinada por los patrones británicos- queda también reflejada en La diosa (Devi, 1960). Adaptando el cuento corto de Prabhat Kumar Mukhopadhyay, la cinta resulta una denuncia del fanatismo religioso, ese que lleva al protagonista a tratar de convencer a su propio hijo de que la mujer con la que se va a casar… en realidad es la reencarnación de una divinidad.

Por supuesto que detrás de esta afirmación de orate hay algo más. Desbordado por las atenciones que esta le dedica -y posiblemente enamorado-, el anciano devoto encuentra en su fe una maravillosa excusa para retenerla a su lado, para forzar a los demás a verla como él la ve. La propia y sobrepasada muchacha, abrumada pero también llena de curiosidad por su recién adquirida cualidad metafísica, se deja arrastrar por la vorágine. Pero bien pronto adivinará… qué difícil es ser un Dios.

Expedición (Abhijan, 1962) fue la película de Ray que mejor funcionó en taquilla y la inspiración confesa del Taxi Driver (1976)de Martin Scorsese. El antihéroe era un descendiente de los grupos guerreros otrora gobernantes, todavía dueños y señores en la época en que transcurre el filme de los estados de Rayastán y Saurastra. Pero nuevamente el tipo ha conocido tiempos mejores: ahora se dedica a vivir a salto de mata alquilando su vehículo a viajeros con ínfulas (las que les llevan a evitar codearse con la purria que abarrota los autobuses de linea), mafiosetes locales y alguna que otra mala mujer que clama por ser redimida.

Rivalidades constantes y, sobretodo, un ridículo sentido de superioridad articulan lo que acaba siendo un filme de peripecias gansteriles muy disfrutable. Hay romance inopinado, hay tráfico de opiáceos, persecuciones en coche y hasta una pelea en el saloom. Sentido del espectáculo, pero sabiamente tamizado por unos referentes elevados y magníficamente homenajeados.

La gran ciudad (Mahanagar, 1963) marcó la primera de sus tres colaboraciones consecutivas con la hermosísima Madhabi Mukherjee, que cuenta en sus memorias lo impresionada que se quedó al leer el guión de una película india donde la protagonista era… ¡una mujer!

Ni más ni menos: Arati es una luchadora que decide empezar a trabajar -tabú total en la sociedad india de la época- para echarle una mano al marido (un tal Subatra) con la maltrecha economía familiar. En su día a día va a poder darse cuenta de cuales son las reglas no escritas del juego, de todos los prejuicios a los que debe de enfrentarse quien no quiera depender de la caridad marital.

Cuatro hombres estrictamente tradicionales -aunque alguno vaya de moderno- servirán para glosar este rechazo finisecular a cualquier intento de liberación femenina. El padre del asalariado y atribulado Subatra considera un agravio personal que su nuera tenga que ir a trabajar. El susodicho tampoco se hace a la idea de dejar de ser el macho proveedor (aunque lo que más teme su mente calenturienta es que ella caiga en los vicios de la independencia… y acabe por serle infiel, por supuesto). El hijo también se comporta como un pequeño capullo, echando mano del chantaje emocional, las caritas tristes y las pataletas negociables. Por último, el nuevo jefe, que al principio parece ver en ella una empleada competente y con iniciativa, no le perdonará que ejerza su derecho a opinar en el conflicto suscitado con otra compañera.

Poco a poco nos vamos olvidando de él (el marido abrumado) y nos centramos en ella. Porque la aventura de salir al mundo y demostrarle la propia valía bien lo vale. Arati es sin duda la protagonista, un ensayo de mujer mundana,sin halo celestial que valga. Práctica, sin tiempo para justificarse ante quienes nada hacen excepto lamentarse. Deseamos que su pequeña odisea la lleve fuera de ese hogar que la empequeñece, en el que su potencial queda lapidado bajo la consabida rutina alienante.

La esposa solitaria / La mujer sola (Charulata, 1964) es posiblemente la cumbre esteticista de su cine, amparada en una novela de Rabindranath Tagore. Sí, aquella oda a la pobreza superada que fue la trilogía de Apu también era purita forma, pero es aquí donde la cámara se muestra más desatada, casi acosadora.

Porque es casi en calidad de voyeurs como empezamos conociendo a la protagonista, viéndola divagar de estancia en estancia. Se trata casi una danza: agazapada, silenciosa y sutil, conocedora a la perfección de los los límites de su cárcel de oro. Hasta que aparece ese familiar lejano que despierta su interés por el mundo. Hasta que surge de la nada un salvador anónimo, alguien capaz de retarla en el plano mental y físico.

Ignorada y aparcada en el hogar, es la hora de las pequeñas revoluciones. Escribir, por ejemplo. Decir que una existe, que no forma parte del ajuar. Incluso poder llorar de desamor en el lecho conyugal. ¿Desvalida? No: refortalecida, como atestigua ese majestuoso final con sabor a La jetée (Chris Marker, 1962). Un reencuentro cargado de recriminaciones. Miradas de inteligencia. De respeto sin deseo, quizás ya sin amor. El reconocimiento de dos iguales. Apenas un saludo, sin las gradaciones prefijadas por el sexo.

Este recorrido por el papel de la mujer en la India de los 60 concluye con El cobarde (1965), una historia de falta de coraje que remata con una puntilla digna de La heredera (William Wyler, 1949). Setenta minutos donde Ray despliega un clasicismo mamado de la gran tradición del cine norteamericano: una clase magistral de puesta en escena, narrativa condensada y estudio psicológico de personajes sin muchas ganas ya de vivir.

Tres y solo tres son los arquetipos enfrentados: un guionista de cine falto de ideas (¿el propio Ray y su work in progress hecho filme?), una antigua novia a la que no se atrevió a amar y su actual marido, un capitoste alcoholizado en una región famosa por sus plantaciones de té. Un triángulo de desamor nada bizarro, que Lang lo hubiese hecho acabar en crimen pasional, Bergman en soliloquio doliente y Visconti en tentativa de suicidio.

Fue su último trabajo con la Mukherjee, que se merienda sin guarnición que valga a sus antagonistas masculinos. Ray le regala primeros planos dignos del romance en imágenes Sternberg-Dietrich, pero no hay lugar a dudas de la evolución experimentada por los arquetipos femeninos representados en apenas tres años de colaboración.

En La gran ciudad ella era un una india sumisa que miraba tímidamente al mundo. En La mujer sola, una reclusa dispuesta a amar a alguien más que a un marido desafectado, empecinado en su cruzada supuestamente intelectual. Por último, en El cobarde, ya no queda rastro de la niña: es una mujer plenamente empoderada, superviviente de un desengaño amoroso fatal que la ha endurecido hasta lo indecible. El macho, ahora suplicante, queda abandonado a su merced en la estación de tren. Ni olvido ni perdón.

A manera de coda a este primer capítulo alrededor de su obra más temprana, dejadme volver sobre mis pasos, rompiendo así este frontispicio de socorrido orden cronológico. Porque en 1961 se cumplían dos décadas de la desaparición de su guía intelectual y espiritual (asuntos ambos bastante entretejidos en la India) y para tal ocasión filmó un documental que no llegaba a la hora de duración: Rabidranath Tagore, de clara filiación apologista.

Los paralelismos entre ambos eran más que evidentes. Descendientes de familias cultas, búsqueda de formas alternativas de educación, visión crítica de la sociedad en la que vivieron, espíritu renacentista. Tagore y Ray cultivaron diversas disciplinas artísticas y quisieron quedarse con lo bueno que venía de Occidente (que se imponía, más bien, desde Occidente). El uno murió apenas cinco años antes de la independencia de la India. El otro conoció una constitución que definía al país como una “república soberana, socialista, secular y democrática”… pero hubo de asistir a la separación de aquél conglomerado de etnias y lenguas en dos países -India y Pakistán, de mayoría musulmana-, ruptura por razones religiosas que debió de vivir como un profundo fracaso de aquél ideario tagoriano fundamentado en la tolerancia.

En Rabidranath Tagore (1961) veíamos recreada la vida del joven poeta (entre otras muchas cosas), que se daba un aire al Apu curioso y soñador. El suyo era un periplo de gloria y reconocimiento (premio Nobel de Literatura incluido), de peregrinaje por las principales ciudades del mundo, de mensaje pacifista y reconciliador. Mientras estos llamamientos se repetían de atril en atril, dos Guerras Mundiales tenían lugar.

Satyajit Ray, como veremos más claramente en la siguiente entrega, acabó siendo hijo de la decepción y del descontento. Sus héroes se irían volviendo cínicos, desconsiderados, en cualquier caso vencidos. Aquél siglo de las luces tardío también terminó para la India en crisis: ¿hasta qué punto habíamos sobrevalorado todos el inexorable triunfo de la razón?

Su cine dejaría de dar respuestas hermosas y esperanzadas. Comenzaba el tiempo de las preguntas.

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