Rosa Peral y la perversidad (del audiovisual)
Pocas veces en la historia reciente de este país una criminal (condenada, no confesa) ha despertado tantas (bajas) pasiones como Rosa Peral, la ex–guardia urbana de Barcelona que junto a su… no sé… ¿amante? Albert López mató a su otro compañero sentimental de por aquél entonces (Pedro Rodríguez). Los hechos fueron juzgados, la hipótesis de partida del fiscal triunfó y un jurado popular condenó a 25 años de prisión a la una y a 20 años al otro.
Hasta aquí, digamos que… los hechos (y cada uno es cada cuál a la hora de apreciar si dichos hechos quedaron probados o no. Dependiendo del programa de tarde, podcast o influencer que sigáis. Si, amigos, a esto hemos llegado). Porque lo cierto es que desde 2017 a esta parte Rosa Peral se ha convertido en materia de (re)creación, de obsesión, de ficción. Ha devenido un personaje más allá de la persona (perversa cualidad del audiovisual), alimentando un amarillismo revivido y unas ansias de carnaza a destajo consustanciales al ser humano. Rosa lo tenía todo: enemiga acérrima de la monogamia, tergiversadora, cuentista, princesa de barrio con placa…
Su primera aparición como genuina star en este gran guiñol de la telerrealidad con ínfulas sería en la cuádruple entrega que le dedicó el true crime del canal autonómico catalán, Crims. Un planteamiento inteligente -contrastando la versión policial y la de los dos principales acusados- y ese tratamiento tan pretendidamente aséptico que ha tenido este programa en sus tres primeras -y magníficamente producidas- temporadas (un intento de dignificar la crónica negra, de intelectualizar el morbo).
Aquél fue nuestro primer encuentro con la persona y el inminente personaje: a través de los ojos de quienes llevaron la investigación policial. Grabaciones de video efectuadas en su casa durante las diligencias, el famoso juicio… aquella Rosa se nos antojaba una actriz mediocre, manejando una versión de los hechos inverosímil, con tintes que rondaban lo ridículo. Pero no olvidemos de donde salían aquellas imágenes: la reconstrucción de un crimen de la mano de los principales involucrados para cimentar una acusación. El montaje de todo lo dicho y sucedido en el tribunal también nos conducían a una única conclusión: el fiscal había vapuleado a los abogados defensores, erigiéndose en héroe desfacedor de entuertos (ojo, no digo que no lo fuese. Me refiero a lo que se colide del material audiovisual recolectado y de la forma en que se nos presenta).
En este otoño de 2023 el remate final corrió a cargo de Netflix y en forma de dupla: una serie recreando lo acontecido (y echándole un poco de imaginación a lo “probado”) y una entrevista-monólogo desde la cárcel con la susodicha (Las cintas de Rosa Peral), que sonaba más bien a pago en “especias” por derechos de imagen.
Empecemos por esta última. A nivel audiovisual -más allá de las consabidas entrevistas con periodistas de sucesos encantados de haberse conocido- la principal aportación consistió en grabaciones caseras de una Rosa menor de edad. No olvidemos que la intención de esta pieza era sembrar dudas sobre el veredicto, sin aportar ninguna novedad más allá de un montaje tendencioso. Así pues, tiene toda la lógica del mundo retrotraernos en el tiempo y tratar de humanizar a Rosa Peral: imágenes de ella en la piscina, en fiestas y comuniones… recopilando ese material amateur que todo padre acostumbra a tener de sus vástagos.
Recordemos que esta fabulación a través de la imagen la permite, en cierta medida, el resultado del propio juicio. La labor de un fiscal brillante logró que sin tener evidencias impepinables (testimonios directos, arma del crimen, etc) Rosa Peral y Albert López fuesen condenados. ¿El error de ambos? Dejar por el camino todo un reguero de sospechas razonables, de casualidades improbables, de coartadas elaboradas con escuadra y cartabón.
Llegamos así a El cuerpo en llamas (2023), la consagración del mito Rosa Peral encarnado para la ocasión por una voluntariosa Úrsula Corberó, responsable de un riguroso trabajo imitativo (¡la de sesiones del juicio que se debió de ver en bucle!).
Empecemos por el sutilísimo título de la serie, que hace referencia al modo como se deshicieron del cadáver (calcinándolo post mortem en su propio vehículo). Pero claro, el doble sentido es más que evidente… ¿también está en llamas el cuerpo de Rosa Peral? La pulsión carnal de la protagonista -principal “argumento” de los medios para auparla a las primeras páginas de sus periódicos– queda también subrayada en la entradilla: adivinamos a la protagonista embutida en un traje ceñido, siempre sobre fondo rojo (pasión o sangre, vos diréis). El arranque concluye con un flash mínimo -tanto de Albert como de ella- transmutados en esqueletos (¿por qué no en jinetes del Apocalipsis, ya puestos?).
Lo conocido del caso desaconseja una narración lineal, en la que el espectador se aburriría esperando los ‘hits’, esos momentazos (mensajes de voz, encuentros poco meditados, pasado premonitorio) que nutrieron los telediarios pre y post-pandémicos. Así que El cuerpo en llamas apuesta por saltos en el tiempo, por parlamentos a cámara (para representar intercambios de WhatsApps), por contraponer la lógica criminal a la policial. Y eso acaba siendo lo más destacado de las ocho entregas, que concluyen todas con grandes éxitos de la copla que pretenden ilustrar el momento dramático cumbre (muy videoclipero, con letras alegóricas que hacen las veces de subrayados tendenciosos).
Esa necesidad de concluir en todo lo alto (cliffhangers que le llaman ahora) obliga a adaptar la realidad a las necesidades del serial. Aunque Rosa Peral no fue arrestada en su casa… ¿cómo renunciar a ver entrar a las fuerzas del orden en su chalet ante la mirada alucinada de su hija? A veces la realidad necesita de ciertas “ayuditas” quintaesenciadas en una puesta en escena de tercer acto de ópera italiana.
Rosa Peral (y es así desde la mismísima elección de la Corberó para interpretarla) pasa así a ser una sex symbol de coche patrulla y fantasía de oasis en urbanización del área metropolitana, que no es ni más ni menos que la imagen estandarizada, la que ya se encargaron de cincelar los medios. No hay una verdadera indagación en sus motivos (la ficción no se atreve a ficcionar) y a Rosa la conocemos a través de los calificativos que le dedican los hombres de su vida: aquellos que tuvieron relaciones sentimentales con ella, los que la investigan, los que la juzgan (“infiel”, “manipuladora”, “puta”…).
Otro ejemplo de simpleza simbólica (por decir algo) que hubiese causado un rubor infinito al bueno de Sergei Eisenstein: Rosa Peral delante de un asador de pollos a l’ast horas antes de llevar a cabo su plan de ruptura sentimental (con gasolina de por medio). El pollo girando sobre el eje acerado, lentamente. Encadenamos con un primer plano de Rosa con mirada pérfida, rollo Joan Bennett en La mujer del cuadro (Fritz Lang, 1944) o Kathleen Turner en Fuego en el cuerpo (Lawrence Kasdan, 1981). Y vuelta al pollo chamuscado, por si no lo habíais pillado.
Tres acercamientos a un crimen a través del docudrama o del tendencioso “basado en un hecho real”. Crims, la versión canónica, sentó las bases del tratamiento del personaje: como una femme fatale coleccionistas de amantes. El cuerpo del delito, por su parte, no se atreve a explorar las posibles causas de este comportamiento “caprichoso” (¿sobreprotección en la infancia?, ¿complejo de superioridad?, ¿poliamorosa sin el match adecuado?), prefiriendo apostar por la forma en la que se cuentan unos hechos de dominio público. Por último, Las cintas de Rosa Peral entra directamente en el territorio de la cochambre, dando pábulo a los desvaríos de la Peral y haciendo un ejercicio pueril de montaje adhoc.
¿Y la verdad, os preguntareis? No os equivoquéis. That’s entertainment!