Roma, siete horas para la eternidad
Cuando supe que visitaría por primera vez Italia, me entró uno de esos arrebatos de inquietud típicos del viajero curioso. ¡No tendría tiempo de verlo todo! Afortunadamente el buen viajero, el que disfruta del viaje, aprende a reprimir estos indicios de malestar y a disfrutar dejándose llevar. No estoy diciendo que lo dejemos todo al azar y al encuentro fortuito, pero siempre recomiendo no estresarse pensando en todo lo que no te da tiempo a ver, sino disfrutar de lo que si puedes ver. Con Roma me pasó un poco eso. No era mi destino final, las maravillosas Nápoles y Benevento me esperaban (ya tendréis buena cuenta de ello), pero no podía evitar en mi primera visita al país, pasearme por las calles de Roma. Apenas disponía de siete horas, siete preciosas horas que trataría de exprimir al máximo, eso si sin agobios, para descubrir la ciudad eterna.
Si visitáis una ciudad como Roma y disponéis de pocas horas, lo recomendable es ir con un plan establecido de lo que queremos ver. Los esenciales y básicos, un top 5 o un top 10 dependiendo de las horas de las que dispongas y luego dejar algo de tiempo para callejear libremente dejándote guiar por la ciudad, porque así es como se descubren las ciudades dejando que tus pasos se adentren en sus calles, sin rumbo fijo, paseando y embriagándote de su esencia.
Mi plan era claro y contenía unos básicos imprescindibles. Después de dejar mi maleta en la consigna de la estación de Roma Termini (6’90 Euros las siete horas). Cogí el metro y me dirigí a mi primera visita: Piazza di Spagna. Eran las 11 de la mañana aproximadamente.
Escogí Piazza di Spagna porque era la parada de metro que más cerca me dejaba del Panteón, otro de mis objetivos. Así que si vais directos allí, ya sabéis donde bajaros. De la plaza en sí poco diré, estaba plagada de turistas. Subí las escaleras sorteando a los que se apelotonaban a la sombra huyendo del calor sofocante y las volví a bajar tras admirarme de las vistas. Hice algunas fotos y me fui paseando por una calle tranquila por la que no iban todos los turistas en manada. Mi callejuela tenía el encanto de la calle normal de toda la vida, con sus tiendecitas modestas, esas que no son un Zara ni un H&M y que sirven para desnaturalizar la idiosincrasia de las ciudades y por la que se dedican a pasear las hordas de turistas. Ya me entendéis.
Callejeando viendo la ropa extendida en las ventanas o las flores en los balcones empiezas a respirar el ambiente de la ciudad. Entre recovecos y callejuelas se abre la plaza que acoge a la famosa Fontana de Trevi. Tres segundos para observar uno, que está en reparación y permanece vacía de agua, y dos, que los turistas con sus malditos palos de selfies son una plaga a estinguir. La plaza es tan pequeña y deja tan poco espacio para admirar la maravillosa fuente que es mejor salir huyendo cuanto antes. Pasando por Piazza Colonna admiramos la monumental columna de Marco Aurelio. Y siguiendo hacia delante y a la izquierda encaminamos nuestros pasos hacia el Panteón, no sin antes pararnos a admirar la Iglesia de San Ignacio de Loyola con su cúpula en trampantojo. Una maravilla del barroco que me obligaría a permanecer incontables minutos mirando hacia el techo (uno de mis gestos más habituales durante este viaje). Espectaculares frescos. Desde luego, ya no se hacen iglesias así. Lo que me fascina de las iglesias italianas además es la luminosidad que tienen.
Tras la visita a la iglesia, el Panteón de Agripa me esperaba. En una plaza deliciosa con edificios de colores enfrente, descansa esta obra maestra. Inmensa, colosal, perfecta. Cuando lo ves desde fuera no te puedes imaginar la maravilla arquitectónica que oculta en su interior. La luz que entra por la obertura de la cúpula parece casi celestial y me produjo mi primer mini síndrome de Stendhal de este viaje. Impresionante visita obligada si vuestro destino es Roma. Pasearos unos minutos y disfrutad. De nuevo con los ojos mirando hacia el cielo. Como curiosidad, el gran Rafael está enterrado allí. Cuesta abandonar este cielo hecho arte. Precioso.
Mi siguiente parada tenía un nombre: Bernini, Bernini, Bernini. Lo de Piazza Navona es colosal en el mayor sentido de la palabra. A pesar del calor infernal y el sol de justicia que caía sobre la plaza, ni una sombra a la vista (yo iba embadurnada de crema solar factor 50+ de la cabeza a los pies), es imposible no sentirse embelesado por esta maravilla escultórica del gran Bernini. A sus pies, maestro. Es usted un genio, alabado seas Bernini. No tengo palabras. La perfección hecha escultura y fuente. Barroco en todo su esplendor. Emoción a penas contenida.
Como era más o menos la hora de comer y disponía de poco tiempo, me encaminé a Campo dei Fiori donde en el Forno del mismo nombre puedes adquirir trozos de pizza por dos módicos euritos. Comer sobre la marcha y a seguir caminando. Aproveché unas escaleritas de otra de las millones de iglesias que pueblan la ciudad para sentarme a degustar mi manjar. En el mercadillo de Campo dei Fiori también puedes adquirir un poco de fruta para refrescarte del calor inclemente. El tiempo apremia, recordad que solo disponemos de siete horas. Así que tras la comida express, seguimos caminando hacia el Tíber pasando por delante del Palazzo Farnesse para encaminarnos hacia la zona del Coliseo y los Foros Romanos. Descartando museos por falta de tiempo y sin alejarnos del centro ni para ir al Vaticano, otro viaje será.
De camino parada en Piazza Mattei y el Teatro di Marcello, un poco más abajo está la famosa boca de la verdad en Santa Maria in Cosmedin, pero una cola para entrar me disuadió de intentar probar mi suerte con el destino. Desde allí, visita al mastodóntico Altar de la Patria, monumento a la grandiosidad que te proporciona unas excelentes vista del Foro Romano. Una buena opción, cuando tienes tiempo poco, es no entrar dentro y pasearte por la Via dei Fori Imperiali. Al inicio puedes admirar la impresionante columna de Trajano y ambos foros, con el Palatino al fondo. Nos acercábamos al Coliseo, las hordas de turistas lo rodeaban como si planearan un ataque, las colas eran impresionantes. Mi lema es no hacer colas nunca si se pueden evitar y más si dispones de poco tiempo, así que la visita al Coliseo en su interior queda, con todo el dolor de mi alma, para la próxima escapada a Roma. Se merece su tiempo y lo tendrá. Pasear por las ruinas de la antigua Roma es un lujo, imaginarse como sería vivir allí durante el Imperio Romano, como se reunirían los tribunos en el Foro, las discusiones, las conversaciones,… Es simplemente emocionante.
El tiempo se me echaba encima. Mi tren salía de Roma a las 18:30 rumbo a Nápoles y aún me quedaba por visitar una última maravilla. San Pietro in Vincoli es una basílica que está escondida en una placita anodina, uno no se espera algo así teniendo en cuenta lo que alberga en su interior: el mausoleo del papa Julio II con la famosa estatua de Moisés creada por Miguel Ángel. Ya por eso, simplemente por eso, merece la pena la visita a Roma. Si me dijeran, tienes que ver una sola cosa en Roma, solo una, ¿qué verías? El Moisés, sin dudarlo. Voy a reconocer sin pudor que nada más verlo se me saltaron las lágrimas. No hay palabras para describirlo. Ahora entiendo porque Miguel Ángel dijo aquella famosa frase al terminarla, tocándole suavemente el hombro: “Levántate y anda”. Se me quedó grabada en las clases de Historia del Arte. Creo que perdí la noción del tiempo mientras miraba y admiraba la escultura. Desde el frente y desde el lateral, donde la figura parece mirarte fijamente a los ojos. Estremecedora. La pura definición de obra maestra. Miguel Ángel, donde quiera que estés, gracias.
Aún me dio tiempo de acercarme a la Iglesia de San Carlos de las Cuatro Fuentes otra joya del Barroco de Borromini, lástima que sólo puede verla desde el exterior y ya me pareció una maravilla, igual que unos metros más adelante San Andrés del Quirinal de Bernini, también cerrada. Agosto y vacaciones. Iglesias cerradas, me parece increíble pero es así. Borromini y Bernini quedan pendientes. Y encaminés mis pasos hacia la estación de tren.
Habían sido siete horas, miles de pasos, un calor asfixiante y una de las ciudades más maravillosas por las que había paseado. Ya me podía ir tranquila de Roma. No lo había visto todo, ni todos los imprescindibles de las mil listas que se hacen sobre qué visitar. Había visto lo que quería, tranquilamente y disfrutándolo. Con eso bastaba. El viaje continuaba. El tren hacia Nápoles me esperaba y mi particular Cicerone en este viaje también, mi amiga Sílvia. Ella me descubrió las maravillas del sur de Italia. Pero para descubrirlas conmigo tendréis que esperar a mi próximo artículo.
Como último detalle y consejo, preguntad a vuestros amigos y conocidos. Es la mejor manera de hacerse una idea de una ciudad a la que vas de viaje. Recomiendo preguntar siempre a almas afines, personas con las que coincidáis en gustos. No vale preguntarle al compi de curro con el que compartes mesa pero os parecéis en gustos como un huevo a una castaña. Evitaros disgustos y acudid a las fuentes de calidad. Ya lo dice el refrán, quien tiene un amigo tiene un tesoro. Aprovecho para dar las gracias a Fredi y Benito por sus sabios consejos.
Ilustración: Joan Ignasi Guardiet