‘Puro vicio’: jinetes en la tormenta
Antes de que todo quede a oscuras en la última película de Paul Thomas Anderson, se escucha el mar. Era una corazonada cinéfila, como si las películas que importan tuviesen que incluir forzosamente algún regalito tras los títulos de crédito. Y a manera de coda, también nos encontramos con un lema del mayo de 68 francés; aquél que aseguraba que bajo los adoquines estaba la playa. O la arena. O algo muy fino sobre lo que poder caminar descalzos.
A principios de los setenta todavía se podía soñar con el verano del amor. En doce meses estarían muertos Jimi Hendrix, Janis Joplin y Jim Morrison. Y media Norteamérica despertaría en mitad de una pesadilla –que curiosamente pasaba por ser el paraíso terrenal para la otra media-: el desgobierno de Richard Nixon, resaca monumental de la que también emergían, visiblemente tocados, los protagonistas de La tormenta de hielo (Ang Lee, 1997).
Larry ‘Doc’ Sportello es un investigador privado que tiene su oficina en un consultorio médico del vecindario. Allí “pasa visita”: recibe a potenciales clientes, se coloca, elucubra, alucina y se vuelve a colocar. Un cruce entre el gran Lebowski y el Philip Marlowe de El sueño eterno (Howard Hawks, 1946), substituyendo la gabardina y el sombrero por las camisas de estampados estridentes y las sandalias.
Si Humphrey Bogart se las llevaba de calle sin que supiésemos cómo ni por qué (entraba en una tienda y ligaba, esperaba bajo una marquesina a que le diesen la siguiente paliza y ligaba), aquí tampoco acabamos de entender cómo se lo logra montar tan bien un extraordinario Joaquin Phoenix. Aunque el seductor ande ya de capa caída, sin acabar de reponerse de su última ruptura.
Ella, Shasha –magnética Katherine Waterston-, sigue ahí, sin querer salir de su vida. Como buena mujer fatal, no se presentará en su “oficina”: irá directamente a su casa, apareciéndosele al héroe flipado en el mismísimo comedor. Y esta vez no tendrá la libreta a mano para poder dilucidar si está alucinando o no.
El cine negro clásico nos enseñó que cuando un personaje del pasado irrumpe inopinadamente en el presente es para meter en algún brete al ídolo tocado. Porque el detective de la marihuana es incapaz de “leer” ya nada en ella: lo mismo puede estar siendo sincera –por primera vez en mucho tiempo- que tendiéndole el cebo definitivo. Tendrá que adivinarlo. Aunque malditas sean las ganas que tiene de conocer la verdad.
Si en Chinatown (Roman Polanski, 1974) era una cuestión de naranjos y agua, mucha agua, aquí es un tema de ladrillos, veleros, hermandades arias, cunilingus para mirones y clínicas de rehabilitación. Demasiadas casualidades, demasiados desconocidos apareciendo de la nada y pidiéndole cuentas al mismo tipo: Michael Z. Wolfmann, un magnate inmobiliario a punto de sufrir las ventajas de la “doble indemnización” del también muy socarrón Billy Wilder (Perdición (1944)).
¿Alguien fue capaz de seguir sin perderse la trama de El sueño eterno (y no vale escudarse en los delirium tremens de uno de los guionistas, el futuro Nobel de Literatura William Faulkner)? ¿Os salieron las cuentas de quién mataba a quién y por qué? No, aquello no importaba. El género provocaba tal inmersión en las tinieblas –calles mal iluminadas, matones esperando en la penumbra, faros deslumbrantes al final del callejón- que uno olvidaba cualquier fantasía de verosimilitud.
Del mismo modo, Thomas Anderson logra meternos en ese juego de policías machotes (aunque ligeramente corruptos y sospechosamente apasionados por los postres fálicos), abogados de ultramar y náufragos del kharma. La atmósfera lo es todo: sabemos que el mar está siempre cerca –aunque sólo descendemos a la playa en un par de flashbacks-, que hay demasiados consumidores habituales pretendiendo controlar, que cuando las cosas se ponen feas… quizás la mejor táctica sea la adoptada por nuestro porreta: hacerse un ovillo y optar por la resistencia pasiva. Y como en Rebeca (Alfred Hitchcock, 1940), La mujer del cuadro (Fritz Lang, 1944) o Laura (Otto Preminger, 1944) no paramos de preguntarnos… ¿dónde estará ella, esa presencia/ausencia que vicia el aire y obnubila el entendimiento de nuestro ya muy disperso ‘Doc’?
Shasha vuelve. Pero lo hace sólo para confesarse: los sueños de grandeza de la chica mona acabaron en la cubierta de otro barco, haciendo de acompañante de los invitados del supuesto amante. Quizás no fue la primera vez. Quizás le bastaría con saber que es la última. Shasha ya no busca el amor ni la seguridad: le basta con el castigo. Por su parte, Sportello terminará atando cabos –o creyendo que lo hace- y redimiéndose a través del amor de otros, el de Owen Wilson y su descalcificada mujer. Porque por sórdidos que sean los comienzos, las grandes historias logran imponerse a la mismísima heroína.
La recreación de un tiempo no consiste en la acumulación de coches de época, en el despliegue de modelitos vintage o en la indispensable banda sonora atmosférica (más bien sicotrópica, en nuestro caso). El marco histórico lo dan las actitudes, los gestos, las conversaciones. En ese sentido, el filme de Paul Thomas Anderson es uno de los que mejor ha sabido apostillar los 70, superando incluso acercamientos contemporáneos (pienso en la convulsa sordidez de Hardcore: un mundo oculto (Paul Schrader, 1979) o en la huída poética –y algo desubicada- del Antonioni de Zabriskie Point (1970), por mentar dos cintas que enmarcan la década). El juicio del californiano (nacido, por cierto, el verano de 1970) es inmisericorde, por mucho que trate de suavizarlo a base de comedia esperpéntica.
Sus juguetes rotos transitan por ese espacio costero, paraíso perdido donde se acumulan cascos de naves que se fueron a pique: un carca que lo único que quería era hacer películas y que compensa su frustración “violando derechos civiles”, una musa que se especializó en lascivia para ricachones y nuestro ‘Doc’, al que no nos cuesta imaginar frecuentando en un par de años los templos de la desintoxicación que mezclan pabellones de reposo a lo Thomas Mann con terapias “punteras” a base de espiritualidad exótica.
El poder y el dinero no fueron la respuesta para Daniel Day-Lewis en Pozos de ambición (2007). Tampoco le sirvió de nada enrolarse en una cruzada a favor de otra fe equívoca al Joaquin Phoenix de The master (2012). ¿Encontró acaso el amor Adam Sandler en Punch Drunk-Love (2002)? ¿Le sirvieron de algo las maratones epicúreas a Mark Wahlberg en Boogie Nights (1997) o el despliegue de empatía, la abnegación, la inteligencia o la lucrativa maldad a Philip Seymour Hoffman, Julianne Moore, William H. Macy y Tom Cruise en Magnolia (1999)? Seguimos sumándole páginas a la enciclopedia andersoniana de la decepción y las oportunidades perdidas, esta vez de la mano de un protagonista que tiene serias dificultades para saber si todo lo malo que le pasa… está ocurriéndole de verdad.
El espectador saldrá del cine sin saber tampoco si le han regalado un happy end. Como en Taxi Driver (Martin Scorsese, 1976), nos tememos que son sólo ensoñaciones de un protagonista a punto de sufrir una desconexión definitiva con eso que hasta entonces ha conocido bajo el nombre de realidad.
Los últimos aleteos sobre el nido del cuco de todo un país.