Por qué Antonio Gasset siempre será uno de los nuestros
Para los desubicados, los no alineados, los indiferentes o sencillamente para los que no tienen por qué conocer la historia emocional y reciente de este país, decir que Antonio Gasset (1946-2021) fue ni más ni menos que un periodista que hablaba de cine. Eso era lo más arrebatador de su persona (que no personaje); más allá de su inveterada costumbre de salpicar su periplo festivalero de arrebatos nihilistas, arengas de madrugada o desencanto en vena.
Gasset no daba ante la cámara. ¿Qué hacia aquél tipo esmirriado, ojeroso y cariacontecido cogiéndole el relevo a la tan solvente como insípida Aitana Sánchez-Gijón? Yo siempre lo vi algo envarado, casi asustado, con ganas de soltar atropelladamente lo suyo y volver luego a la invisibilidad. Se le notaba que acababa de memorizar lo que quería decir, quién sabe si lo leía con la premura de un niño travieso que sabe que la está soltando bien gorda. Un pillo extraordinariamente culto, un Quevedo con retruécano y malaje expresado en forma de versos libres.
Gasset, en definitiva, no se podía permitir ir de nada. Y en eso radicó su éxito. Ni crítico estrella, ni destroyer, ni cinéfilo abonado a la melancolía enfermiza de los días pretéritos. En un tiempo en el que comenzaban ya a fallarnos los referentes dirigió un programa capaz de separar el trigo de la paja y decir, alto y claro: “esta sí, esta no, a esta otra ni en broma”. Escampaba la buena nueva de los estrenos silenciosos pero sorpresivos y te invitaba a ahorrarte 400 pesetas que nunca estaban de más.
Días de cine -emitido a deshoras y grabado en aquella cinta de VHS machacada hasta que su figura comenzó a asemejarse a la del lunático de alguna película independiente sobrada de ruido y tamaño de grano- tenía algo del todo inédito en la televisión actual: voluntad de crítica. No era un producto amigable que se regalaba al blockbuster de los viernes patrocinado sin pudor por la major de turno. Para ser merecedor de portada y de análisis en profundidad el director firmante tenía que haber entregado algo que redundase en beneficio del arte (así, tan genérico y generoso), osado, con espíritu de contradicción. A partir de ahí se podía hablar de él, recordar a los popes del cine clásico que iban palmando o aprovechar la coyuntura para marcarse un monográfico sobre lo que de verdad le ponía a él y a su equipo. Sin tiempo para la nostalgia, porque entre los vivos todavía quedaba un fermoso y reivindicable plantel de poetas.
Todos aquellos a los que nos gusta el cine hemos soñado alguna vez con cubrir un festival de clase A, de esos que importan, de esos donde uno ve el primero lo que el mundo verá luego, después, mucho más tarde, quizás nunca. Y nadie ha sido más convincente a la hora de hacernos creer que “cualquiera podría hacerlo” que Antonio Gasset. Y es que siempre tendemos a confundir la cercanía y la sinceridad con la sencillez vergonzante.
Te lo imaginabas con los ojos abiertos de par en par en un rincón cualquiera de La Croisette, levantando acta del final de los tiempos (no tanto en el plano audiovisual como en el vital). Más importante que lo que se veía en pantalla era cuanto se adivinaba; el tiro de cámara ramplón o su careto eclipsando alguna retroproyección no podían negar el efecto devastador de las noches insomnes, las juergas con los de siempre, los recados a algún amor platónico, el cansancio ante las producciones industriales con ínfulas. Con Gasset quedaba claro: muy poco importaba, casi nada trascendería. ¡Pero qué envidia daba verlo allí, desvelando su verdad y obviando la propaganda, el “clásico” impostado que no era más que fórmula y pereza!
Gasset no estaba por el gremialismo ni por la dictadura de la objetividad aséptica. Si alguno de sus colaboradores firmaba alguna crónica con la que no estaba de acuerdo aprovechaba su condición de presentador para desacreditar al amigo y cagarse en los gustos ajenos. Con toda naturalidad, pero sacando galones y dejando claro algo tan mal visto como la propia opinión.
Aquél francotirador pausado se sabía una molestia en la televisión pública. Un engorro indecoroso, un bufón rebelde al que caricaturizaban para no tener que reírle las gracias. Pero disfrutó intensamente de su espejismo de libertad y marcó el camino a una generación falta de guías espirituales whitmanianos, de patriarcas sin voluntad de poder ni benevolencia castrante.
Imaginábamos a Gasset en nuestras tertulias. Era de los que ya no hablan de la Revolución, perdido en sus ensoñaciones. En un rincón, callado, haciendo ver que escuchaba. Rumiando para sus adentros entre quinto de cerveza y zurito, dependiendo de dónde te lo encontrases. Pensando para sus adentros en lo ridículo de cualquier intento de sistematización, cualquier discusión en la que tenga parte la dichosa estética. Levantando con parsimonia el brazo y pidiendo otra de lo mismo, consultando el reloj disimuladamente, encogiéndose de hombros y brindando por algún imbécil que salía en esa televisión de los bares, la que se mira sin ver.
La muerte, mediocridad niveladora, le parecerá un disgusto sobrevalorado, otro chiste privado de Aquél que siempre calla. Se buscará el brazo inerte con la mano opuesta, copiando el gesto de otro que homenajeaba poses ajenas. Y os recordará desde el umbral, a todas las víctimas de la maldición de los Lumière, que la vida se os escapa mientras otros os siguen engatusando con sus ficciones de a tanto el kilo.
Maldición la suya, maldición la nuestra.