‘Paterson’, de Jim Jarmusch: ejercicio fallido de poética de lo cotidiano
Un poeta con algo de asceta (no, no es condición sine qua non. De hecho, siempre he preferido a los inveterados practicantes del exceso). Pues un trovador de lo cotidiano, pongamos. Desarrollando a su vez una tarea común, repetitiva, casi antipoética (la lírica no surge de la práctica de un “estilo de vida” (¡malditos románticos!) sino de una actitud, de una tendencia natural, de una búsqueda).
¿Sus temas? El aquí y el ahora; lo cercano, lo común, lo que puede asirse y lo que no. Desde una caja de cerillas con fósforos azulados al embeleso que suscita una frase ajena, cogida al vuelo y contextualizada a voluntad. ¡Ah, plasmar en imágenes ese proceso, ese camino! Esa disciplina.
¿Acaso fracasa en su intento Jim Jarmusch? No. Hace lo que se supone que tiene que hacer: seguir al peripatético personaje, tratar de involucrarnos en su dinámica de la repetición (ni más ni menos alienante que la nuestra: sólo cambia el callejero, los hitos, los secundarios). Por todo ello, es necesario conocer ese súbito despertarse a una hora concreta, sin que medie despertador alguno. Esa carantoña ritual a una compañera adormilada, antes de recoger la ropa de trabajo cuidadosamente doblada en la silla más cercana. Y luego los cereales. Y esa curva de ladrillos y sombras hasta el hangar donde duerme el autobús que conduce (¿o le conduce a él?). O esa pausa a la hora de comer, momento idóneo para sacar el cuaderno y volver a reordenar un par de versos que nunca han necesitado rimar; añadir dos palabras, quitar tres. Mirar, mirar y creer entenderlo todo.
No sabría explicar muy bien de donde surge mi ligera –pero innegable- sensación de… de molestia. De ligera irritación por esta especie de mistificación del proceso, por cierto “buenismo” creativo (¡tan socorrido!). Ese poso de “afectación metafísica” que ya me dejaron sus vampiros (poseros, cultivados, fatales, malditos) de Sólo los amantes sobreviven (2013) y que ya había alcanzado extremos preocupantes en la solipsista Los límites del control (2009). De Flores rotas (2005) para adelante hay otro Jarmusch. A veces fascinante, sí. Pero sobretodo, fascinado él mismo por el hieratismo de sus propias criaturas (aclaro: quizás no tenga que ver con sus personajes. Quizás tenga que ver conmigo. O con la relación que creía haber establecido con su cine anterior).
Aunque no tire de recursos magnificados, de “gran narrativa” hollywoodiense, en Paterson se busca igualmente la entronización de las dichosas musas, vengan a verte en persona o tirando de intermediario. La descripción (si no anatómica, sí geográfica; si no emotiva, sí emocional) de la inspiración misma, esa que llega con el volante entre las manos o frente a una catarata que canaliza el interminable flujo de ese inglés coloquial reclamando su derecho a ser materia poética (vía William Carlos Williams o el tendero de la esquina). Ese estado de flujo, de realidad paralela, de vivir fuera del mundo –aún teniendo que sufrirlo- que históricamente ha significado para el cine la figura del artista. Superhombre, incomprendido, particularísimo, impermeable a la gloria post–portem.
Y para mí, en Paterson, esa búsqueda no me resulta lo suficientemente estimulante. Ni significativa. Ni definitoria. No vislumbro la epifanía, la gran revelación, el gran sentido (que está claro que aquí consistiría en el reconocimiento de que nada lo tiene. Quizás porque se puede –y se debe- hacer poesía alejada de lo sublime, anclada en lo efímero y lo aparentemente intrascendente).
Habíamos dejado a Paterson camino de su hogar. Enderezando el buzón de la entrada, saludando y preguntándole a su compañera cómo le había ido el día. Y es que su chica ha tenido un día muy intenso, porque es… es muy creativa. Pero que mucho. Tanto, tanto, que… resulta insoportable. E inverosímil. Un compendio de candidez, modernez (que no modernidad) y new age tan redondo que resulta anacrónico. ¡Pero si hasta hace cupcakes! Le dejas un bote de pintura blanco y otro negro y la tienes entretenida todo el día, porque ella (¿lo he dicho ya?) es creativa. Pero que mucho (¿y por qué, sin embargo, su búsqueda se nos presenta como algo más bien caprichoso comparado con “el método” de su pareja?).
Por supuesto que Jarmusch cuenta con que este “mundo aparte” en el que ella vive nos pueda llegar a desquiciar. Hasta al mismo Paterson –todavía enamorado, todavía incapaz de verbalizar el estupor- le trastoca tanta ingenuidad. Y eso, quizás, explique la parte que más me interesa de la historia: sus paseos nocturnos (¿sus huidas?). Su cerveza en ese salón de la fama patersoniana: el mausoleo (enciclopedista y popular a un tiempo) que se merece toda ciudad de provincias norteamericana. La glorificación de los tocayos que tuvieron la suerte de irse bien lejos del lugar que les vio nacer (disfrazado, como es habitual en el cine yanqui, de preservación del espíritu y los valores de una colectividad).
Es allí donde conocemos al Paterson más alejado (siquiera tímidamente) de su bucle melancólico. Aunque frecuente a los mismos parroquianos, cada noche depara sorpresas bien distintas: desde un ajedrecista solitario a un amante despechado y teatrero. Un paréntesis que se abre con el amarrado del perro y se cierra con la jarra medio llena (sí, medio llena: Paterson es de los optimistas, a buen seguro).
Las delicias nocturnas, empero, dejan paso a un nuevo día. Y la llegada del fin de semana marcará la tragedia de su vida –o así debería de serlo-. Un suceso del que resurgirá merced a un encuentro exótico (otro japonés enamorado de la mitología USA, en la línea de los mitómanos protagonistas de Lejos de Yokohama, una de las tres historias que componían su Mistery Train (1989)). El eterno retorno, tan socorrido, también sirve aquí para mirar al cielo y empuñar otra vez el bolígrafo. Como si nada hubiese pasado. Como si nada importase, en armonía con el tipo de poesía que profesa y cultiva.
Y esa es, por desgracia, la postrera sensación que me deja Paterson. Independientemente de la simpatía o de la animadversión que me suscite la pareja protagonista (tan naif, tan romántica, tan envidiable, tan imposible). Ese intento de hacer trascendente la intrascendencia, de invitar al espectador a mecerse al ritmo dormilón de las curvas que traza el ómnibus, siguiendo el itinerario de esas vidas sin comedia ni tragedia… confía demasiado en el principal recurso que parece querer negar machaconamente: conmover.
Y conmigo no lo logra. Lo cuál no es un fracaso de la poesía, ni siquiera de algunos poetas. Tan solo, la constatación de mi creciente y preocupante cinismo.
[…] sobre la última película de Jim Jarmusch. Hace unos meses, Jorge-Mauro de Pedro nos contaba aquí su gran decepción, no exenta de cinismo. Entre otras cosas, decía que “en Paterson, esa […]