‘Parásitos’, de Bong Joon-ho. Arriba y abajo

Desde el desembarco -literal, tanto en el caso de Corea como en el de Japón- de “lo estadounidense” (donde este ‘lo’ querría incluir tanto lo cultural como lo que acarreaba de prestigioso el adherirse a las nuevas tendencias apadrinadas por el ocupante o inopinado aliado), no han sido pocas las películas asiáticas dispuestas a mofarse de los cambios acometidos con absoluta falta de autocrítica a los que se han entregado alegremente las poblaciones locales.

Estoy pensando en Shohei Imamura (sobretodo en Pigs and Battleships (1961)), pero sin olvidar también la mordaz Eijanaika: qué más da (1981)) o Nagisa Oshima (Historias crueles de juventud (1960) o La ceremonia (1971)), pero también en agudos retratos de sociedades espantadas de sí mismas, tan queridos por el cine de finales de los 60 y principios de los 70 en ambos países. Gánsters nihilistas, políticos corruptos, padres ruines que quieren hacer buenos matrimonios a costa de sus hijas, familias enteras que veneran en sus altares la quimera impuesta por el Nuevo Orden: la de la promoción social por la vía del pelotazo. Que ya está bien de tanta cultura del arroz y tanto esfuerzo, caray.

Un cine en el que ya desde el principio se era consciente de la traición, del abandono de un sistema moral -incluso religioso: véase la substitución de las doctrinas históricas por el catolicismo en Corea del Sur, mucho más acorde con el omnipresente capitalismo- y del coste que estaba teniendo esa recuperación que nunca -por definición y por interés del propio Estado- termina por culminarse.

Que no todo es prosperidad y que las desigualdades empiezan a ser palpables hasta en las economías más pujantes del planeta ya nos lo recalcó la anterior Palma de Oro, la japonesa Un asunto de familia (Hirokazu Koreeda, 2018). Como digo, la tendencia no es nueva: hacer visible la pobreza inconfesable, esa miseria comparativamente anecdótica pero alejada de cualquier discurso oficial, es algo que ya intentó -y a costa de la propia salud- el mismísimo Akira Kurosawa (Dodeskaden, 1970).

Quizás nos sorprenda que aborde esta temática alguien como Bong Joon-ho, uno de los dos o tres realizadores más en forma del actual cine coreano y cuyo nombre tenemos asociado al entretenimiento potente y desacomplejado. Ya había cedido el protagonismo a familias que coqueteaban con el lumpen, pero lo recordábamos por kaijus eigas reinventados (The Host (2006)), distopías sociales ambientadas en el mismísimo apocalipsis (Snowpiercer (2013)), y, sobretodo, por unos de los thrillers más brutales de lo que va de siglo (Memories of Murder (2003)).

Pero es que ese desencanto general que acaba impregnando Parásitos (y otras muchas películas de los últimos 20 años que intentan algo más que subrayar lo evidente: que el capitalismo, en estos términos, no nos deparará nada bueno a la cada vez más depauperada mayoría) es uno de los muchos palos que intenta tocar su director. Porque quiere, porque puede y, sobretodo, porque tiene una pericia incuestionable para hibridar géneros y descolocar al público potencial, ese al que me resultaría imposible explicar brevemente en qué consiste la “experiencia Parásitos”.

La primera parte de la película resulta modélica, no por previsible menos efectiva. Una familia de clase alta coreana ve invadido su hogar por la horda, por una especie de gorrones a perpetuidad demasiado acostumbrados a su invariable precariedad. Poco a poco y por un cúmulo de circunstancias casuales o forzadas, desembarcarán en la casa de diseño un nuevo profesor de inglés con la titulación recién falsificada (el hijo), otra joven profesora que utiliza el arte como supuesta terapia (la hija), un chófer veterano (el padre) y una ama de llaves perfectamente ubicua (la madre).

Un presupuesto perverso que nos remite a El sirviente (Joseph Losey, 1967) o Teorema (Pier Paolo Pasolini, 1968). Un elemento extraño se introduce en un entorno cuyas reglas no domina, que le son totalmente ajenas. Y sin embargo la seducción tosca funciona, inoculando cierto nivel de perversión y curiosidad malsana en el/los amos.

Cambio de tercio. Cuando creías que esto iba a ser una historia de listillos, trepas, y timados que lo son por merecimiento propio, el terror -inseparable del cine de Joon-ho- irrumpe con fuerza. Puede ser una llamada a medianoche, un secreto increíble, un cabo suelto con derecho a venganza. Un mero contratiempo que derriba el castillo de naipes, de base ya de por sí inestable.

Esta es la parte de Parásitos que más me interesa. La identificación, el súbito pavor a que estos indeseables pierdan su leve y pasajera ventaja, dueños por un fin de semana de una choza envidiable. Lo subversivo siempre acaba siendo esto, contentarse con victorias puntuales: beberse el whisky del señorito, gozar de su césped, asentar los reales en su calorifugado trono.

El subsuelo -o todo lo que queda por debajo del nivel de la calle, de los transeúntes, del aire libre- es un personaje más del filme. El insalubre hogar de nuestros adocenados invasores, el rincón oculto en la casa del empleador recalcitrante. Subir, buscar la luz del sol, se va a revelar una labor casi titánica (sí, como símil de la lucha de clases dista mucho de la sutileza y la mala leche de nuestro Luis Buñuel).

Y es ahí, en ese tercio final moralista y universalizador, donde Parásitos se me escapa, incapaz de culminar la indudable brillantez de lo anteriormente expuesto. La necesidad de un grand finale -esa fiesta de cumpleaños en la mansión, ese pijerío desbocado- y la caricaturización del capital convierte una historia retorcida contada magistralmente (¿alguien tiene alguna duda de que es un gran director de cine?) en una parábola demasiado simplona, demasiadas veces vista.

En una noche infernal los detritus emergen a la superficie en los barrios bajos, mientras en las villas con circuito cerrado de televisión -siempre en lo alto, siempre idealizando una naturaleza que queda al otro lado del cristal y cuesta abajo- no pasan de aguaceros vistosos, de velada distinta para un niño que crece de homenaje en homenaje. Y el sistema se mantiene porque los de abajo están dispuestos a matarse por servir en la casa adecuada, por tener acceso a las migas más caras. O dicho a la manera de Leonard Cohen -oh sí, ¿qué esperabas?-: Everybody knows the fight was fixed / The poor stay poor, the rich get rich / That’s how it goes / Everybody knows.

No, no estoy acusando a Parásitos de “falsamente” concienciada. Pero de todos los frentes abiertos por el filme, este era quizás el que menos me interesaba: el arriba y abajo, la delimitación social -cada vez más evidente, con barreras antaño invisibles convertidas en orgullosas alambradas electrificadas-. Como si para compensar la saña con la que trata al principio a sus antihéroes, la cinta necesitase poner el foco sobre unos malos teatrales (ricachones, caprichosos, desconsiderados, clasistas) que en ningún momento contaban con la simpatía del espectador.

Pecado menor -¿ansias festivaleras?- de una excelente película que cambia de género hasta tres veces en dos horas y pico y que ridiculiza la exacerbada ambición de una de las sociedades más competitivas del mundo.

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