Oscars 2019: cine grande y cine que quiere pasar por pequeño
No, podéis estar tranquilos: este año no hay ninguna obra maestra en liza. Así que no nos sentiremos especialmente dolidos porque ignoren a El hilo invisible del curso. Aún así, nos atreveríamos a afirmar que el nivel medio de las seleccionadas es francamente bueno, con una inusual variedad temática: biografías filmadas de varones poco santos, machotes del tebeo, bandas de rock mistificadas, fugas poéticas al país vecino, perdedores in love y una corte británica en la que bailan con coreografías a lo Georgie Dann.
De las ocho nominadas a mejor película, tres quedarían descartadas de partida. Por una parte, esa cuota al cine de superhéroes que representa Black Panther (Ryan Coogler, 2018), en reconocimiento a un universo franquiciado que está salvando a la Industria del descalabro definitivo. Roma -ejem, la otra Roma… ya me entendéis- paga bien a traidores y si algo demuestran las sagas de personajes originales Marvel y DC es la quintaesencia de Hollywood: ciertas cosas sólo pueden hacerse con mucho, mucho dinero. Aunque artísticamente no valgan nada.
Bohemian Rhapsody (Bryan Singer, 2018) también quedaría desterrada del premio gordo, con evidentes posibilidades en los apartados de mejor actor y montaje y mezcla de sonido. Y Green Book (Peter Farrelly, 2019) -esa parábola de sermón de iglesia presbiteriana- tampoco puede llevarse el máximo galardón, salvo severa alteración cognitiva por parte de los señores académicos.
De las restantes resulta bien interesante la dupla formada por Infiltrado en el KKK (Spike Lee, 2018) y El blues de Beale Street (Barry Jenkins, 2019), aunque esta última (del director de Moonlight) no haya sido nominada a mejor película. Interesantes por sus parecidos y evidentes diferencias: años 70, racismo institucional, vínculo indisoluble entre pasado y presente… y sin embargo, decía, tan diferentes.
Mientras El blues de Beale Street vuelve a apostar por el amor en entorno sórdido, la cinta de Spike Lee va mucho más allá, insertando un mensaje igualmente militante en una cinta con un enfoque más cercano a la comedia que al drama. Y mientras Beale Street vuelve a ser otro ejercicio manierista (Wong Kar-Wai hizo mucho daño) con arrebatos azucarados, Infiltrado en el KKK se muestra desesperanzadora sin necesidad de tener que quintaesenciar nada. Precisamente por eso… no ganará.
El caso de El vicio del poder (Adam McKay, 2019) es también paradigmático, enmarcable dentro de ese apartado de nominaciones “obligadas”. A los americanos -tan amantes de los facts y de las cintas pedagógicas alrededor de sucesos infames- les gustan las películas políticas siempre y cuando sean entretenidas, ejemplarizantes y… poco trascendentes. “Te dejo que me sermonees siempre y cuando no te tomes muy en serio a tí mismo”.
Y este es el caso del biopic alrededor de la figura de Dick Cheney, ex-vice-todo de los EEUU. Dirigida como si de una comedia de situación se tratase por Adam Mckay (que ya nos dejó claro lo divertida que podía llegar a ser una crisis mundial en La gran apuesta (2015)), propone un recorrido lúdico por un cuarto de siglo de un republicanismo cada vez más desacomplejado. O, dicho de otra manera, cómo los poderosos empezaron a entender los enormes beneficios de tener una mayoría silenciosa tan bien adoctrinada que terminase votando lo mismo que ellos.
En el tercer cajón de entre las merecedoras de cierto reconocimiento estaría (sí, agarraos fuerte) Ha nacido una estrella (2018), del actor y ahora también director Bradley Cooper. No, no os llevéis las manos a la cabeza: lo cierto es que esta revisitación del clásico romance entre la promesa a punto de consolidarse y el ídolo en caída libre ha acabado siendo una de las propuestas más honestas de la temporada.
Y no porque le falten ambiciones -lady Gagá mediante- al proyecto, sino por lo sinceramente triste que le ha salido la película al señor Cooper. Hay química entre ambos protagonistas, genuina autodestrucción y una banda sonora repleta de temazos. Buscadle los peros que queráis en función de vuestras fobias, pero el primer tercio de esta ópera prima roza la excelencia. El encuentro fortuito, la oportunidad, el compromiso del artista con su propia obra, el legado, sus demonios y hasta la muerte. Y todo ello abordado con una sorprendente veracidad.
Pero todos sabemos que el pulso por el oro se librará entre Roma (Alfonso Cuarón, 2018) y La favorita (Yorgos Lanthimos, 2019). Una dupla notable que enfrentaría dos tendencias: la manierista (personificada en Cuarón, pero también en la nominación a mejor director para el Pawel Pawlikowsky de Cold War (2018) o el poco riesgo formal de las nominadas a mejor película extranjera, todas ellas exudando realismo de telediario concienciado) y el imposible encaje de ese cine de autor “premiable” o, dicho de otro modo, tolerado y con cierta posibilidad de encaje dentro del juego de Hollywood.
Y es que no debemos llevarnos a engaño: si La favorita no estuviese protagonizada por actrices anglosajonas y no fuese una película de época… Lanthimos hubiese continuado siendo el griego rarito por los siglos de los siglos. Ellos se lo hubiesen perdido.
Sin entrar en el meteórico ascenso del director de Canino (2009) al altar de los “europeos con ínfulas tolerados”, La favorita es gran cine repleto de frivolidades formales y exabruptos marca de la casa. Es una película indudablemente suya, que logra llegar a un público más amplio sin renunciar a su esencia marciana. ¿Os parece poco?
La cortesana consolidada y la advenediza luchan sin cuartel por hacerse con los favores de una Reina que aprenderá de manera dolorosa la diferencia entre la lisonja, el placer y el verdadero amor. ¿Qué tiene esto de novedoso? Pues las langostas, la crueldad, el cinismo y la voluntad de poder sin trasponer de manera cansina el modelo masculino. Como si Barry Lyndon hubiese triunfado en su intentona de promoción social para descubrir, allí en la cumbre, la terrible soledad tanto del que manda como del que cree mandar.
Podríamos decir que a Roma le han llovido piedras por lo contrario: ser una película de gran presupuesto que quiere pasar por cine íntimo y personal, la candidatura definitiva de Netflix al trono de hierro hollywoodense. Se ha acusado a su máximo responsable de cierta “insensibilidad” por ponerse a rememorar su infancia sin contextualizar más explícitamente la situación política de su país. Incluso de ausencia de conciencia social (¿?), por exonerar a la burguesa explotadora y mostrar el desamparo (que termina casi en síndrome de Estocolmo) de la criada.
Si dejamos -por una vez- de proyectar, nos encontraremos ante una película que vuelve a ser una proeza técnica (ya lo fueron Gravity (2013) e Hijos de los hombres (2006)). Una cinta que busca que empaticemos con la heroína sin utilizar mecanismos triviales, reivindicando la figura del director-controlador, obsesionado aquí por la factura visual, el tempo y la memoria. Roma no va sobre la historia de México ni trata de dar explicaciones sobre las desigualdades que moldean y malean el país. Se conforma con la remembranza sin coartadas nostalgias.
El triunfo de cualquiera de las dos sería una buena noticia para el cine. Una apuesta -insincera, como todas las de la Academia- por las historias originales, los demiurgos chuletas y los mercenarios con el talento suficiente como para salir indemnes tras sus sacrificios públicos al dios pagano de la Industria.