Oscars 2017: Tres tristes traumas

Trauma: choque o impresión emocional muy intensos causados por algún hecho o acontecimiento negativo que produce en el subconsciente de una persona una huella duradera que no puede o tarda en superar.

Las que posiblemente sean las tres películas más interesantes en el bombo de los Oscars de este año abordan el trauma y su compleja (si no imposible) superación. En Jackie (Pablo Larraín, 2016), el protagonista es uno de los shocks colectivos periódicos a los que se ve sometida la sociedad norteamericana, multitudinaria probeta de la resiliencia del capitalismo. Manchester frente al mar (Kenneth Lonergan, 2016) nos habla de esa fatalidad que tuerce sin remedio el curso de unas cuántas vidas. Y Moonlight (Barry Jenkins, 2016), en un improbable ejercicio acumulativo –negro, gay, víctima del bullying, madre drogadicta-, apuesta también por el dolor como confusa forma de crecimiento personal. La nación, un pueblo, un chico. Del “we, the people” al ‘yo’ más circunspecto.

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El dolor marca, de principio a fin, ese primoroso réquiem rodado por Pablo Larraín. El personalísimo realizador chileno se vale de los códigos del cine yanqui más mainstream –entrevista incluida a la star caída-, para llevar al siguiente nivel el cine de la memoria, de lo vivido y de lo (pretendidamente) visto. Obvia lo más trillado del imaginario visual que convirtió en mítico el magnicidio cometido un siempre cercano –es el poder de las imágenes- 22 de noviembre de 1963, para ofrecernos el retrato de la primera primera dama que osó competir en popularidad con su presidencial marido. No escatima en sombras. No cree tampoco en propósitos loables.

Para rememorar todo aquello no le hacen falta recreaciones innecesarias a base de grandes derroches presupuestarios. Porque para los amantes de los hechos, ahí está el video Zapruder, la muerte en directo de Lee Harvey Oswald en el concurrido pasillo, el entierro imperial, las veleidades (¿o son realmente inquietudes?) de una Jackie Kennedy transfigurada en animal catódico. Para entender a la heroína de este biopic –y he dicho biopic porque, por mucho que se le trate de negar esta condición, también lo es… ¿o acaso alguien considera este un subgénero vergonzante?- hay que fijarse en los detalles, los mismos que inmortalizaron su porte y banalizaron su legado. Cómo mira a la intrusa que osa pensar en el nuevo color de las cortinas de “su” Casa Blanca, con el cadáver de John todavía caliente. Ese paseo por unas estancias solitarias donde aún resuenan los sones del último baile. Y ese disco de Camelot, banda sonora prestada a la utopía de unos caballeros que vieron disuelta su orden antes siquiera de sentarse por vez primera alrededor de la mesa.

El trauma se manifiesta a través de la mirada de una mujer que no puede sino encontrar grotesco todo lo que está ocurriendo a su alrededor. Aunque poco de lo que sucede escape a su obsesivo control, empeñada como está en dejar marcada a fuego a toda una nación con su propio dolor.

Manchester frente al mar nos cuenta también un suceso luctuoso que conmociona, en este caso, a una idílica población costera. Frente a la noticia a cinco columnas y la portada de periódico coleccionable que representó el asesinato de JFK, he aquí el apunte sobrecogedor, el recorte lateral de una crónica de sucesos. Dos cosas terribles acontecen y en ambas los supervivientes son juzgados con dureza, casi con resentimiento. Basándose, todo el mundo, en opiniones de terceros.

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El día a día de un responsable de mantenimiento retraído y gris se ve interrumpido por la muerte del hermano. Entre sus últimas voluntades, la inesperada elección del susodicho como tutor del hijo adolescente. La tarea encomendada a partir de aquí al espectador –no especialmente compleja- consiste en relacionar este presente malogrado y triste con flashes de un pasado con regusto a felicidad y mar abierto.

Las consecuencias de lo que quiera que aconteciera las tenemos claras: nuestro protagonista padece una depresión de caballo. La huella de aquella noche –con el denostado adagio de Albinoni como manido testigo- perdura en un tiempo presente que no existe, congelado el reloj de la existencia a petición propia. Largos silencios, nieve ahí fuera y un hombre bebiendo sólo, a la espera de estallar y vengar sus desdichas en los sorprendidos morros de algún desconocido.

En este contexto de marginalidad –la marginalidad como elección introspectiva o, las más de las veces, consecuencia de un entorno hostil que aboca a la misma- se mueve también Moonlight, la más discutible de las tres propuestas. En el plano visual, Moonlight es deudora de una tradición asiática fácilmente reconocible por el cinéfilo inquieto (Miami nunca se había parecido tanto al Hong Kong de Won Kar-wai). Un homenaje que se complementa con decoración a base de ukiyo-es en espacios más bien insospechados y con un uso envolvente –a veces, hasta abrumador- de la banda sonora como catalizador emocional. ¿El Hollywood más alternativo descubre el cine de autor con quince años de retraso?

Obviemos el “homenaje” y volvamos al trauma. En Moonlight el subconsciente del protagonista se ve bombardeado con tal cantidad de estímulos negativos, que nos resulta imposible creer que salga indemne. “Y no sale”, diréis: sus tres estadios (sus tres nombres o apodos, sus tres crisálidas) narrarían de alguna manera ese proceso de travestismo emocional hasta llegar a ser cualquier cosa menos él mismo. El afroamericano que se supone que debe de ser (heterosexual, triunfador del guetto, hijo amantísimo) termina por lapidar a aquél hermoso proyecto de ser humano.

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El contraste entre sordidez extrema y belleza formal resulta brutal. Toda la sutileza de Jackie –contándonos cómo una viuda inopinada se las arregló para perpetuar en los demás el recuerdo de su marido- deviene tremendismo con moraleja en la pretendidamente indie Moonlight. Dicho de otro modo: el genuinamente independiente Pablo Larraín demuestra que no es una cuestión de dinero, ni de actores… ni tan siquiera importa tanto la elección del tema. En última instancia se puede hacer algo bien distinto trayéndose al terreno propio los tópicos de toda una Industria especializada en la manufactura de imágenes sin alma.

Tres películas personales, sí, pero tres películas con productores de relumbrón, con ganas de afianzarse –todavía más, si cabe- dentro del mundillo. Tras Manchester frente al mar está Matt Damon, sacándole rédito a sus Bournes. Brad Pitt y su inacabable cruzada buenista se hace acreedor de uno de los créditos en Moonlight y Darren Aronofsky (consciente de que la viuda de Kennedy suena a vehículo idóneo para que le den otro premio a la excelsa Natalie Portman, bailarina fou en su Cisne negro) apadrina Jackie.

¿Cine significativo con historias edificantes? ¿O dramas infalibles que se ufanan en su facilidad para acumular candidaturas? Valiéndose de las ansias por obtener galones de sus socios capitalistas, tres directores se las han apañado para entregarnos películas que parecían llevar mucho tiempo rumiando.

Alabados sean pues los Oscars, ese talent show no siempre apto para oportunistas.

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