‘Monos’, de Alejandro Landes. El origen del planeta de los nadies
La instrucción castrense como sustituto de cualquier tentación pedagógica. La transformación del adolescente en ser exhausto, obediente, falso adulto (porque no hay adulto sin sociedad a la que incorporarse).
En lo alto del cerro, nuestros ocho del patíbulo se entregan a una catarsis continuada, a una exaltación sin pausas ni freno. No hay tiempo para el reposo, para el autoconocimiento. Se les ha encomendado una misión importante: ejercer de carceleros de una norteamericana valorada en cientos de miles de dólares. Porque siempre dicen que no negocian con terroristas… pero acaban pagando, a través de este o de aquél. Sólo hace falta perseverar, enviar pruebas de vida con regularidad y no achantarse.
Su inmediato superior, peón de peones, les impone obligaciones y jerarquías para que sepan cómo funciona el pequeño mundo en el que sirven. Lady, Perro, Rambo, Pitufo, Lobo… apodos poco imaginativos con los que completar el proceso de despersonalización. Y un sustantivo lo suficientemente genérico como para que el colectivo se de por aludido: monos.
Los monos danzan alrededor de su presa. Tiene algo de rito apareatorio, de liturgia repetida para escalar puestos en el organigrama del poder, siempre fluctuante del macho alfa para abajo. Los tiempos muertos conducen al aburrimiento y este último al abandono y el ejercicio de la estupidez. El primate aprieta y el homo sapiens al cuadrado queda relegado a su mera categorización biológica.
Nuevas órdenes, nuevo reparto de atribuciones. Ahora son siete, ahora deben de descender de la atalaya a la selva. Completar el proceso de desmemoria, olvidar el lenguaje hablado, potenciar todavía más su condición animal. Hora de retroceder en la escala evolutiva.
Cazadores, depredadores, crueles con quienes osen atentar contra los intereses de la manada. La disidencia se paga con la muerte; el libre albedrío es el enemigo a batir, espejismo de un yo que no puede existir. Guturan, se rascan compulsivamente, se encaman, retozan y celebran su supervivencia. Siglos de bípedos con sed de historia para llegar de nuevo al punto de partida darwiniano: la ley del más fuerte.
Con una propuesta visual potente (arrebatadora, diría yo), la película del colombiano Alejandro Landes es parábola y documental hiperrealista al mismo tiempo. No le hace falta nombrar países ni delimitar fronteras: Sudamérica, algún río caudaloso, viento, agua y barro, una organización paramilitar, quién sabe si la contra o la contra de la contra. Nos sumergimos, embelesados por la calima de la locura primigenia y el arrebato cavernícola, en un universo de niños-soldado, asesinos con escalafones y vaca dispuestos a repartir daños colaterales por doquier. Salvajismo ideológico, locura de estado autoproclamado y Naturaleza impasible viendo doblegarse lo que queda del Hombre.
El Señor de las moscas sonríe: la civilización en retirada será substituida por una tribu que aspira a nómada, por una leva infinita de bracitos ejecutores del Mal a fuerza de inculcarles la indiferencia moral y el valor legislativo del subfusil de asalto. Lejanamente antropomorfos, bellos pero infinitamente temibles.
Como si los monos de 2001: una odisea del espacio (Stanley Kubrick, 1968) hubiesen decidido ignorar al monolito y seguir abriéndose la cabeza con quijadas y tibias de ancestros por enterrar.