Madrid-Oslo: los silencios y los días

«Subscribo ese espíritu que defiende una forma libre de cine que juega con el lenguaje cinematográfico y que puede ser tan intelectual como emocional» Joaquim Trier

Hoy hablaremos de dos películas que describen periplos vitales oscuros, que transitan carreteras asfaltadas en una única (y fatídica) dirección. Por un lado, una de las películas más interesantes y formalmente honestas del cine español en 2013: La herida, de Fernando Franco. Y por otro, la desoladora –y sin embargo, plagada de momentos luminosos- Oslo, 31 de agosto, de Joachim Trier. Un cine sentido –que no sentimental- concebido a escala reducida (haciendo un uso nos atreveríamos a decir que “racional” de ayudas y subvenciones estatales) y cuyos orgullosos referentes no son negados en ningún momento.

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Por las calles de Madrid transita Ana al volante de su ambulancia y con una cámara adosada al cogote, de esas que no se distancian en ningún momento más de metro y medio del protagonista. Sí, un aire inequívoco a cinta de los hermanos Dardenne, esos cronistas de malditos y desclasados que alcanzaron sus mayores logros –y sendas Palmas de Oro en el festival de Cannes- con Rosetta y El niño. Sensación de angustia creciente, prologada por un comienzo desconcertante en el que todavía no sabemos por qué ella hace lo que hace. Casi una apología del cine de autor en sí misma, partícipe también de algunos de sus vicios (ahorrarse ciertas explicaciones no siempre es sinónimo de “elipsis inteligente”).

A pie por avenidas en las que siempre parece ser domingo por la tarde, despidiendo el efímero verano escandinavo y rebotando de recuerdo en recuerdo, Anders se convence a sí mismo de que no hay ninguna casa a la que volver tras años de dolor y sufrimiento administrados a espuertas a quienes más le querían. El amanecer lo ha sorprendido en cama ajena, toda una novedad que le remite a la que fuera pura rutina en sus “buenos viejos tiempos”. Una mujer, poco importó quién. Elegida prácticamente al azar, con la secreta intención de demostrarse a sí mismo que todavía podía seguir sintiendo. Y que por eso todavía merece la pena seguir estando.

Tras el desencanto, nuestro Sísifo desciende al lago sin la pesada carga que lo lleva acogotando durante años, esa dichosa adicción que frustró su carrera de niño bien con un futuro regalado. Y como se ve tan ligero, decide buscarse lastre en forma de piedras y cantos rodados, como hiciese la Ofelia de Shakespeare o Virginia Woolf en las orillas del río Ouse. El 30 de agosto arranca con un intento de suicidio, antes de que el taxi le devuelva a las calles de la capital de Noruega, esa ciudad-pueblo donde le aguardan las pocas personas que no lo han olvidado (a pesar de haberlo probado).

Ana trata de conectar desesperadamente con los que le rodean. Su cara es un continuo SOS, una llamada que nadie descuelga a ese teléfono de teleasistencia que ella, en cambio, atiende con una dedicación encomiable. La brecha que se abre entre compañeros de trabajo, antiguas amigas del instituto, novio y padres contrasta fuertemente con la cercanía que es capaz de transmitir a los enfermos crónicos que mueve de un lado a otro. ¿A qué se deberá tanta angustia?

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El improbable héroe desintoxicado se reencuentra con antiguos colegas. Mientras él ha estado fuera del tiempo, la vida ha continuado para los demás. Los de su quinta tienen un trabajo más o menos estable, una familia, un atisbo de “seguridad”. Tampoco desean mostrarse particularmente felices ante aquél que parece volver de entre los muertos, con ese corte de pelo al dos que tan poco le favorece. Siempre hay peros: la molicie de la clase media no le resta mérito a unas vidas que ya nunca serán como la suya.

Ana está jodida. Pero que mucho. Ahora lo sabemos. Padece un trastorno serio de la personalidad, un desorden que acrecienta su sensación de exclusión: los comentarios de los demás la hieren continuamente. Su susceptibilidad patológica la lleva a autolesionarse, tratando de purgar un incomprensible –pero permanente- sentimiento de culpa. En el trato cotidiano puede acabar dando la impresión de ser una persona desagradable, seca, con continuos ataques de ansiedad que resuelve violentamente. Sólo tú, espectador atento, has podido corroborar que no siempre es así. Que el cariño se lo reserva para quienes no andan cuestionándola continuamente. Porque del resto sólo puede esperar desilusiones a través de esos usos sociales pródigos en crueldades con una persona tan hipersensible, tan en carne viva.

Nuestro Sigfrido acude derrotado de antemano a una entrevista de trabajo. Podría ser un candidato perfectamente válido para el puesto hasta que le instan a hablar de su pasado reciente y todo se viene abajo. Después, todo va a peor: una hermana que le niega el perdón, una noche que despierta viejos fantasmas. Anders era el rey de la fiesta, el tipo al que había que conocer si uno quería pasárselo bien. Oslo no lo ha olvidado (tampoco cómo acabó: la leyenda del yonqui redimido nunca tuvo muchos simpatizantes). Lo engulle con fruición y vuelve a regurgitarlo a las puertas del garito de moda.

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Anders y Ana pretenden que, por un día, todo vuelva a ser como antes. La una va a visitar al novio como si no hubiese pasado nada. Se inventa un día perfecto en la Sierra, estrenando coche, pisando nieve y comiendo cordero. El otro se deja llevar una vez más y comprueba que la noche sigue confundiéndolo. Tropieza con otra mujer –y quizás podría ser Ella, mirándole sin prejuicios desde una juventud envidiada- y disfruta de otra de esas madrugadas que forjan mitologías adolescentes. Pero ya vuelve a estar fuera del tiempo: es un mero observador de su propia vida, un ensayo general lleno de prólogos estimulantes pero que todavía no ha comenzado como tal. Y eso, a mitad de camino entre los treinta y los cuarenta, da vértigo. Pero que mucho.

Tanto Oslo, 31 de agosto como La herida son apuestas por un cine descarnado, apegado a ese realismo que tan deprimente le resulta a buena parte del público. Personajes tocados, enfermos ambos y con escasas probabilidades de sanar. Un cine sin grandes aportaciones estéticas: el uno parece sacado de las salas de arte y ensayo de los setenta y el otro ilustra un cuadro clínico más propio de heroínas de Polanski o Cassavetes.

Películas prácticamente primerizas (Joaquim Trier contaba con un largometraje en su haber, esa Reprise de la que tan bien se habló hace ya ocho años y Fernando Franco era y es un exitoso montador, desde Polígono Sur a Blancanieves, incluyendo el próximo filme de Ángel Santos, Las altas presiones); películas que confían ciegamente en la capacidad para transmitir (desvalidez, pesadumbre existencial) por parte de sus dos omnipresentes actores. Marian Álvarez y ese Anders Danielsen Lie, el cuál ya había acompañado a Trier en su debut y con una estimulante biografía: compagina la carrera de actor con el ejercicio de la medicina y fue uno de los protagonistas de la espectacular temporada de Koselig Med Peis, seis episodios centrados en los avatares de una familia que parece sacada de Killer Joe o Top of the lake.

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Dos muestras de cine desencantado y hermoso, como ese karaoke en el que se comparte micrófono con alguien de quién no sabes como disculparte. O ese piano abandonado en una mansión en venta, instrumento frente al que interpretar una partitura olvidaba para volver después a la habitación de tu infancia y correr las cortinas una última vez.

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