‘Los odiosos ocho’, de Quentin Tarantino. Con el tamaño adecuado
La grandiosidad del cine es la grandiosidad de Tarantino. O, tal vez, al revés. La grandiosidad de Tarantino es la grandiosidad del Cine. Es la capacidad, la habilidad, la astucia, la intuición (táchese lo que no proceda) de un autor para saber utilizar una herramienta, una estrategia, para conseguir sus fines, para construir un ambiente, para desarrollar un argumento, para narrar, para hacernos sentir…
The hateful eight (digámoslo así, porque suena mucho mejor que Los odiosos ocho y porque, está claro, suena a The magnificent seven) es una obra eminentemente tarantianiana. Para bien, para los que de él gusten. Para mal, para los demás. Puedes ser tarantiniano y discutir sobre Death proof, sobre Django o sobre Malditos bastardos. Pero si eres realmente tarantiniano no puedes discutir sobre The hateful eight. La aceptas y ya está. De hecho, es QT quien así nos lo marca, desde los créditos: “la octava película de Quentin Tarantino”… Y luego el título, en amarillo resaltado. No hay más que discutir.
Y la cinta arranca con unos espectaculares paisajes nevados. Y un Cristo de madera clavado en la cruz, aislado en el páramo, recordándonos a Sam Fuller y el inicio de The big red one. Y luego, la diligencia (¿o debo decir La Diligencia?) y Samuel Jackson en medio del camino, deteniéndola, como hacía Wayne. Sólo que en esta ocasión Quentin está al mando y le carga no con la silla sino con tres cadáveres. Y ya estamos de pleno en la Tarantiniada, por así decirlo. Y hay una estructura en capítulos, con el flash back de rigor, y un narrador en off. Y tendremos los habituales, imprescindibles, largos diálogos, casi monólogos, de personajes diletantes, y la tensión en aumento, y la cuidada puesta en escena, y la banda sonora (que en esta ocasión comparte melodías contemporáneas con un score de Morricone compuesto para la ocasión, en base a alguna composición previa) y, por supuesto, las balas, la violencia, los cuerpos que estallan y el Grand Guignol. Y las referencias a otras películas, claro está. Se ha hablado mucho de El gran silencio de Sergio Corbucci (1968). Pero por los paisajes nevados hay que recordar ciertos pasajes de la caballería según Ford, La última caza (1956) de Richard Brooks o incluso a Infierno de Cobardes (High planes drifter, C. Eastwood, 1973), un western extremadamente violento situado en altas mesetas. Sin embargo, pese a todo, yo vincularía este Tarantino con La cosa (versión Carpenter, 1982) con la que comparte a Kurt Russell y a Morricone) y a un western de interiores como era El póquer de la muerte (Five card stud, H. Hathaway, 1968) por la opresiva encerrona a la que un conjunto de sospechosos es sometido.
Puesto que de eso, ni más ni menos, se trata. Ocho bastardos encerrados en una cabaña durante una tempestad de nieve. Dos cazarecompensas, uno con su presa, condenada a muerte, y otro. un negro exterminador de sudistas; un sheriff novato llegado del Sur, un general de Dixie, un mejicano que miente, un supuesto verdugo y un turbio vaquero. Samuel Jackson se los parece comer a todos, incluso a un muy efectivo Kurt Russell, a un maligno Tim Roth, al veteranísimo Bruce Dern y al memorable (hay que seguirle el rastro) Walton Goggins. Pero se enfrenta con una auténticamente maligna Jennifer Jason Leigh, suerte de Keyser Soze femenino, en una interpretación antológica. Un cóctel dónde todos pueden tener ocultos motivos para matar a cualquiera de los demás. Un melting pot en ebullición que, cocinado por QT, permite saborear el amargo gusto de una guerra mal resuelta y de una paz llena de odios. El director se ha despachado a gusto reivindicando la relación del western con la realidad social en que fue producido. En este caso su visión de los USA nos da una mezcla racial peligrosa en la que no hay respeto por el prójimo, ni escrúpulos ni otro interés salvo el pecuniario.
Ocho hombres sin piedad, encerrados y condenados a vivir la pesadilla que supone estar en una peli de Tarantino… Encerrados, en efecto, puesto que una vez la puerta se cierra tras ellos (mejor dicho, es cerrada, un gag repetido a lo largo de la cinta) ya no volverán a salir durante el metraje. Y, llegados a este punto, cabría plantearse el porqué de los famosos 70 mm UltraPanavision. ¿Qué sentido recurrir a la gran pantalla si no salimos a la calle? ¿Para qué las lentes especiales sino vamos a cabalgar por el paisaje nevado una vez transcurrida ni tan siquiera una hora? ¿Es otra boutade de QT? De entrada, podríamos pensarlo puesto que una vez mostrada la majestuosidad del nevado paisaje de Wyoming (en realidad, Colorado) nos encerramos en un interior. No obstante, a poco que nos fijemos, la caprichosa y muy cara decisión tiene más de un motivo. El tamaño importa pero, como diría Nacho Vidal, importa más saber utilizar la herramienta. Y QT utiliza el pedazo de celuloide para escuadriñar milimétricamente todos los rincones del rostro de los prisioneros de la noche y cada mirada esquiva, cada gesto de dolor, cada mancha de sangre… y, por otro lado, para dar dimensión al limitado espacio, para hacer fluida una situación claustrofóbica que se alarga durante tres horas sin que el metraje pese en absoluto. Si el montaje es habilidoso, como suele ser en toda la obra del autor de Pulp fiction, la planificación, la puesta en escena, la disposición de cámara y actores de los Hateful Eight es impecable. Cierto que puede transformarse en una pieza teatral (en cuyo caso recomiendo al respetable llevar un impermeable de sentarse en las primeras filas) pero en ningún momento peca de teatralizado. El Panavision, el uso que de él se hace en esta película de interiores, es la prueba de la grandiosidad del cine de Tarantino y de la intuición, la habilidad, genial de Quentin y de su dominio de la imagen. Hateful Eight es, justificadamente, cine del grande.
…Y al final, por supuesto, llega el Apocalipsis.
[…] está Walton Goggins (al que vimos como Chris Mannix en The Hateful Eight), que da vida a Lee Russell, un hombre cínico y adulador como pocos, que siempre parece estar a […]