Los conspiradores del placer (I): Ladislas Starewitch
“Durante siglos, el niño educó y formó el cuento: eligió lo que le gustaba y dejó caer en el olvido todo lo que era incomprensible e inútil” Ladislas Starewitch
Hasta el 7 de septiembre el CCCB de Barcelona (y a partir del 2 de octubre, La Casa Encendida de Madrid) nos propone un maridaje increíble y estimulante: el de Starewitch, Svankmajer y los hermanos Quay. Cuatro creadores no estrictamente cinematográficos con obsesiones parejas (los mundos imposibles, el stop-motion, lo naif mezclado con lo bizarro) y que ahora parecen salidos del mismo taller; discípulos de un único maestro que llevase 100 años aterrorizando a niños y nutriendo las fantasías de los adultos que no quieren crecer/creer.
Imposible abordar la exposición Metamorfosis desde otro planteamiento que no sea el entusiástico. El placer de ir a un museo a que te sorprendan (que sí, que todavía es posible), sin apelar a engolados discursos con ánimo totalizador. Una muestra disfrutable partiendo de backgrounds culturales bien diversos: satisfará por igual al coleccionista de rarezas que al freudiano convencido; al ecléctico, al admirador del desconcierto mental del vecino. Reservaos varias tardes para adentrarse en el bosque –un bosque más cercano a los alrededores de Mordor que a las coloristas fantasías de Walt Disney- y acercarse, uno detrás de otro, a los universos paralelos de estos alquimistas que abrazan lo fantástico… con la dedicación, la sistemática y el rigor propios de científicos (o más bien, de doctores Frankenstein dispuestos a insuflarle vida a lo inmaterial, a lo aparentemente muerto).
Empezaremos por el principio, empezaremos por Starewitch. El árbol del que nacen todos los esquejes; el “Meliès de la animación” (no en vano trabajó durante su etapa parisina en uno de sus antiguos estudios) cuya influencia no sólo se manifiesta en sus compañeros de pesadillas infantiles, sino en otros muchos apellidos ilustres imprescindibles para entender la contemporaneidad (Tim Burton, Terry Gilliam, John Lasseter, Wes Anderson…)
Ladislas Starewitch nace en 1882 en la Rusia zarista. Su temprana afición por el cinematógrafo acabará siendo una extensión natural de sus propios intereses: fue director de un Museo de Historia Natural en Lituania, dedicándose él mismo a la entomología y la taxidermia (cuenta François Martin que le pirraba lo de cazar mariposas). Los bichejos que acabaron poblando sus vitrinas se convertirían en sus primeros protagonistas (¡alabado sea el formol!). Pero está claro que eso por sí solo no bastaría: Ladislas llega al cine tras una formación autodidacta que comprende “las bellas artes (siguió un curso de pintura y escultura en Vilna), el periodismo, la caricatura, el teatro (recibió varios premios por sus vestuarios) y la fotografía (…) de manera que posee una sólida práctica artística polimorfa”. (1)
Desde 1910 y durante los siguientes 50 años se dedicó a hacer cine con las herramientas propias del artesano meticuloso -24 instantes, 24 fotos por cada segundo de proyección-, integrando a sus personajes en un imaginario inédito y extrañamente amenazante. Esa sensación de paz y comunión con la naturaleza… que se troca en acojone y paso apresurado cuando nos salimos de las sendas más transitadas, cuando nos adentramos en la espesura y empezamos a escuchar (¿y ver?) todo tipo de cosas. La bucólica vida campestre –mitificada desde nuestra condición de urbanitas- esconde un recuerdo integrado en nuestro genotipo: el de los misterios, el de los sacerdotes que dormían en los árboles, el de aquellos que apelaban a fuerzas ancestrales. El culto, en definitiva, a lo primero que nos asustó: ¡todo lo que nos rodeaba!
El suyo es también un camino hacia la independencia, hacia el control absoluto de su obra. Hasta la revolución de octubre de 1917 habría rodado una cincuentena de títulos bajo los auspicios del productor Aleksandr Janzhónkov. De ellos se conservan apenas una docena y ninguno de ellos completo (el más largo de ellos, con veinticinco minutos de duración, es Hacia el poder del pueblo (1918)). Luego llegó el peregrinaje europeo (arriba a Francia vía Malta) y la estrecha colaboración con el resto de la familia: su mujer Anna se encargará de la confección de los trajes, su hija Irène se especializará en los fondos de sus filmes.
Las pocas películas que se han conservado de Starewitch (su obra completa apenas supera las 12 horas, a pesar de haber estado trabajado cinco décadas en el negocio) están pobladas de insectos con poses aristocráticas, de roedores dispuestos a representar fábulas ejemplarizantes, de arbustos mimetizados que persiguen a niños extraviados. Muñecos y marionetas elaboradísimos que guarda y reutiliza en otras obras (el zorro que protagoniza esta acaba siendo secundario en aquella).
The cameraman revenge (1912) comenzaba relatando la disipada vida del Sr. Escarabajo, frecuentador de decadentes espectáculos de varietés que terminan con profusión de tocamientos a la Srta. Libélula, reina del music hall. Mientras tanto su señora no pierde el tiempo, cayendo en los brazos de un pintor-saltamontes bohemio… forzado a huir precipitadamente por la chimenea ante la llegada del marido. Este pintor resultará ser un pluriempleado: también es el proyeccionista de un cine y es allí donde consumará su venganza, mostrando a la audiencia insectívora la prueba irrefutable de las infidelidades del pelotero.
En Le rat des villes et le rat des champs (1926) enfrenta al agro y a la urbe, con un accidente de coche –de un bon vivant de ciudad, auxiliado por un servicial campesino- como excusa. En recompensa este último tendrá su noche loca parisina, incluyendo ratas con lentejuelas, música en directo y un gato, cómo no.
En El cuento del zorro (Le Roman de Renard, 1930) –su único trabajo que supera la hora- nos cuenta la formación de un gabinete de crisis para lidiar con la raposa, que parece haber timado a medio reino animal. Liebres, cuervos y demás víctimas –víctimas a veces de su propia avaricia, otras de su incomprensible ego- acuden al rey en busca de justicia. Para que os hagáis una idea, vendría a ser un cruce entre los cuentos de Perrault y El señor de la guerra (Franklin J. Schaffner, 1965).
Fetiche mascotte (1933) quizás represente la culminación de una técnica integrada a la perfección dentro de una narración libérrima, con complejos movimientos de cámara al servicio de un surrealismo casi dadá. Los juguetes cobran vida (¿os suena?) Pues imaginaos todo esto: un muñeco carterista y pendenciero, una bailarina promiscua, un mono sátiro… y un diablo que nace de los efluvios del alcohol y que se monta una rave con tubérculos, osamentas y otros despojos. El héroe de esta chaladura es un perrito de peluche empeñado en hacerse con una naranja para regalársela a una niña, condenado en un principio a ser vil colgante de retrovisor (como los insufribles Elvis articulados que se pusieron de moda hace una década).
Fetiche protagonizaría cuatro aventuras más entre 1934 y 1937. En Fétiche prestidigitateur montaba un circo para alegrar a su dueña y se veía forzado a sacarse un domador de leones… de la chistera. Fétiche en voyage de noces incluía un hermoso naufragio, del que logran salvarse la pareja de recién casados merced a un tiburón que los remolca hasta una isla desierta. Lógico.
https://www.youtube.com/watch?v=N3rESRhOlsg
En su última película acabada (Carrousel Boréal (1958)), Starewitch volvía a demostrarnos lo bien que se lo montaban los animalillos del bosque, ya fuese en invierno (cuando aprovechaban para patinar y cortejar a conejas blancas, con un muñeco de nieve empeñado en amenizar el romance antes del fatídico deshielo) o en primavera, cuando tocaba acercarse al lago y prepararse cócteles en el margen de huertos recién labrados. La utilización del color (incluyendo un efecto a lo aurora boreal, con una paleta plagada de rosas y púrpuras) demuestra hasta qué nivel había llevado su arte aquel septuagenario rehén de una técnica tan laboriosa que apenas le permitió rodar más de diez minutos al año durante la década de los cincuenta. Suficiente, porque su obra sirvió para fascinar a Svankmajer y a los hermanos Quay…
…pero esa es otra historia y debe ser contada en otra ocasión.
(1): Ladislas Starewitch, “el hombre fronterizo”. François Martin