‘The Lobster’, langostas de laboratorio.
Escribo este texto el 2 de Noviembre del año 2015, un par de horas después de haber asistido al pase de prensa de The Lobster. Hoy se cumplen 124 días desde que entró en vigor en España la Ley Orgánica de Protección de la Seguridad Ciudadana, más conocida por todos nosotros como Ley Mordaza. Una ley que acota de modo abusivo la libertad de expresión de los ciudadanos violando sin pudor algunos de los derechos más básicos y asegurando muy poco (o más bien nada) esa seguridad a la que su nombre hace referencia. Una ley que permite la detención de personas bajo la acusación de terrorismo sin necesidad de que pertenezcan a ningún grupo organizado (¿o es que tal vez ahora cualquier reunión de más de dos personas pasa a ser un grupo organizado potencialmente sospechoso?) y convirtiendo en antisistema a todas aquellas personas que osan cuestionarse el funcionamiento de un sistema que, obviamente, no funciona como debería.
Seguramente os preguntaréis respecto a la pertinencia de este apunte en un artículo que en principio debería hablar de cine, pero como confío en la existencia de un lector autosuficiente y de sobra capacitado para extraer sus propias conclusiones, considero innecesario evidenciar la relación entre esta anotación y la historia que plantea Yorgos Lanthimos en The Lobster, su última (y premiada en Cannes) intrepidez fílmica.
Hay, tanto en Canino (Kynodontas, 2009) como en Alps (Alpeis, 2011) –los dos anteriores largometrajes de Lanthimos–, un evidente interés por cuestionar de modo inclemente esa sagrada institución llamada familia y los lazos afectivos que supuestamente desarrollamos en ella. Hay también la marcada intencionalidad de reflexionar sobre el concepto de ausencia a varios niveles. ¿Cómo pueden tres jóvenes hermanos criarse manteniéndose al margen de la sociedad exterior y prescindiendo de ella mientras son manipulados y adiestrados por su progenitor hasta extremos inimaginables? ¿Cómo puede un ser humano superar el trauma que le provoca la pérdida de un ser querido? ¿Cómo puede alguien esquivar las normas e imposiciones de una sociedad restrictiva y con una inevitable tendencia a la dictadura?
Esta última pregunta es la que el director griego nos hace con The Lobster, una distópica alegoría fílmica con una sobria puesta en escena y alguna concesión ¬–la música extradiegética, la historia de amor o la voz en off de la protagonista– que permite al espectador un acercamiento más empático que el que probablemente haya tenido en las películas anteriores. Concesiones mínimas, eso sí, que no restan un ápice de validez a la demoledora afirmación lapidaria que subyace en The Lobster: la humanidad está condenada irrevocablemente a una dictadura eterna que se contradiga y reinvente hasta el final de los tiempos. Porque no lo podemos evitar. Porque no podemos prescindir de las leyes, las normas, las etiquetas, las imposiciones y las jerarquías, por absurdas que estas sean a veces. Porque nos empeñamos en tapar todas las grietas de la sociedad con silicona y normativa, para que nada se pueda colar entre ellas y todo quede bien a la vista, bien tipificado y documentado en los pertinentes formularios. Porque negamos con vehemencia la existencia de la anomalía hasta conseguir de este modo su desaparición (acordémonos de ese Ministerio de la Verdad en el que trabajaba Winston Smith, protagonista de 1984, donde se encargaba de borrar el rastro de esos acontecimientos “que no tenían cabida en la Historia”).
La sociedad que retrata The Lobster considera que todos los seres humanos han de vivir en pareja. La independencia no es una alternativa válida, al igual que tampoco lo es por ejemplo la bisexualidad y, por extensión, cualquier tipo de indefinición o característica al margen de las normas imperantes. Por este motivo, cualquier adulto soltero es forzosamente recluido en un hotel en el que ha de encontrar pareja antes de 45 días y contraer matrimonio en el menor tiempo posible o, de lo contrario, será convertido en un animal (¡¡¡!!!). Eso sí, en el animal que prefiera (al menos en eso, los que tienen el poder de decisión son benevolentes).
Es el hotel de The Lobster un lugar donde la tensión flota en un ambiente enrarecido, un lugar en el que predomina el instinto de supervivencia más primitivo: el que obliga a buscar la compatibilidad a toda costa y forzar los rituales de apareamiento para conseguir así el visto bueno de la sociedad y su beneplácito para habitar el planeta (en pareja, eso sí) durante unos cuántos años más. Dicho instinto de supervivencia se acentúa y encarniza cuando las leyes imperantes recompensan el ataque al otro. La violencia no sólo se permite sino que se alienta mediante la caza, no de zorros o faisanes, sino de seres humanos. El cuestionamiento de dichas leyes está absolutamente prohibido y la única alternativa es huir. ¿O tal vez no? Porque… ¿qué sucede si en el margen de esta sociedad distópica lo único que encontramos es una réplica de dicha sociedad, con las normas opuestas pero los mismos principios dictatoriales? ¿Qué sucede si no hay un margen posible? ¿Qué sucede cuando huir deja de ser una opción?