‘Le fils de Joseph’, de Eugène Green. Be barroco, my friend

Cuenta la leyenda que Eugène Green nació en Nueva York (un particular verosímil, así que no disentiremos al respecto). Las someras biografías también lo caracterizan desde el principio como un apasionado del barroco, empeñado en rescatar las técnicas que utilizaba este movimiento cultural y artístico en lo que a la representación teatral se refiere. Ahí es donde se hizo un nombre, mucho antes de arrancar su carrera como cineasta, pasada ya la cincuentena.

En estos últimos quince años a Green le ha dado tiempo a filmar media docena de filmes, un documental y varios cortos. Casi siempre dirigiendo a su actriz fetiche, Christelle Prot, y haciendo un erudito despliegue de conocimientos (formales, musicales, escultóricos, arquitectónicos) alrededor de esa corriente que marcó decisivamente el siglo XVII europeo.

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Pero me estoy pegando un buen farol, señores. Porque de la selecta filmografía de Eugène Green (a priori, tan apasionante) tan solo he podido degustar hasta la fecha La Sapienza (2014), por gentileza del Festival Internacional de Cine de Autor de Barcelona (D’A). Era aquella la crisis peripatética de dos arquitectos en continua formación (el uno joven, el otro, demasiado viejo) dando tumbos por las moles erigidas por el gran Francesco Borromini.

Pues bien, 2017 será el momento de descubrir –y ahora sí de verdad, sin hablar a través de lecturas ajenas- la figura de Eugène Green. Por un lado porque podremos verlo en persona en la Filmoteca de Catalunya, que le dedica ciclo y le cede micrófono. Y por otro porque la gente de Paco Poch Cinema nos trae a la cartelera (apuntaos la fecha: estreno previsto para el próximo 13 de enero) su última historia: Le fils de Joseph.

El cine de Green sólo es ampuloso en las formas –es lo que tiene el barroco- pero ni mucho menos en el fondo. Incluso me atrevería a decir que Le fils de Joseph tiene mucho de comedia inteligente, contestataria, crítica con los emblemas triunfantes de la modernidad. A medio camino entre París y las playas de Normandía, el director nos propone otro recorrido profundo, sí, pero al mismo tiempo ligero y positivo. “Fresco”, parafraseando al joven Vicente.

Aviso para navegantes: Green tiene muy claro lo que quiere obtener de sus actores. Y para ello les hace atenerse a su método, a ese hieratismo (a esa ausencia de sentimentalismos) que aquí debe de practicar hasta el mismísimo Mathieu Amalric, en su papel de padre sin voluntad alguna de ejercer. Al cinéfilo le vendrán a la mente los personajes-recitadores de los filmes de Bresson, los caballeros ausentes del Eric Rohmer de Perceval le Gallois (1978) o, quizás, la acritud –a la postre entrañable- de los desclasados de Aki Kaurismäki. Paciencia. No hay prisa.

De hecho, Le fils de Joseph comienza riéndose precisamente de eso: de lo acelerados de estos tiempos. Y lo hace con un breve repertorio de bobós en acción (esos “burgueses bohemios”, tan a la última, pero tan desfasados). Bicicletas que vuelan sobre las aceras de la capital francesa, tipos perdidos en el refulgir de sus pantallas de mano que chocan entre sí, modernos a la vuelta de su última compra bio-algo… prólogo o declaración de intenciones, lo cierto es que nuestro pausado protagonista se contrapone a este ritmo plagado de exigencias risibles (incluyendo la propuesta de negocio por parte de un compañero de estudios, cuya principal fuente de ingresos pasa a ser la venta de esperma por internet).

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Green nos pide calma, la calma que requiere mirar un cuadro, extasiarse ante la portada de una iglesia, ante los elementos que conforman una fuente ornamental. Frontalidad y simetría, con una puesta en escena que nos remite –aunque no tengamos por qué reconocerlos- a composiciones del barroco francés, italiano o español. Hay una voluntad de acumular planos-tableaux, de imbuirnos de ese espíritu entre pastoral y metafísico.

Por eso sus personajes se permiten algún consejo grandilocuente, alguna frase memorable. Quizás porque desde el mismísimo título se pretende un enfoque fundamentado en lo sacro, uno de los temas primordiales de una iconografía aficionadísima a la vanitas y los lúgubres memento moris. La misma narración se haya segmentada en cinco episodios de resonancias bíblico-mitológicas: el sacrificio de Abraham, el vellocino de oro, el sacrificio de Isaac, el carpintero y la huída a Egipto.

¿Sacrifico del padre o del hijo? Complicado saber quién de los dos lo pasó peor antes de escuchar esa voz –ni más ni menos que “la propia voz”, como apunta uno de los personajes- que le disuadió de la muy discutible demostración de fe. El protagonista del filme está empeñado en buscar al padre, en hacerle rendir cuentas por tantos años de abandono; en revertir los roles de Abraham e Isaac y ser él esta vez el que empuñe el cuchillo, dispuesto a seccionarle la garganta al progenitor desinteresado. En su búsqueda (¿de venganza, de consuelo?) entrará en contacto con el endogámico círculo literario parisino (copado por una crítica de arte, interpretada por María de Medeiros, aficionada a confundir presente y pasado, vivos y muertos a partir del tercer cóctel). Pero sobretodo, entrará en contacto con un hermano (Joseph) del supuesto padre, antítesis del pragmatismo y la banalidad.

Otra vez dos personajes masculinos en crisis. El uno en pos de sus orígenes, el otro buscando financiación para arrancar su nueva vida como granjero. Una amistad espontánea y desinteresada que no tiene edad, pero sí marco “incomparable”: el café del Palais-royal, las estatuas que parecen levitar en los oratorios más solitarios de las basílicas, las salas del Louvre, los cuadros de Caravaggio, Georges de La Tour o Philippe de Champagne y la música de Cavalieri o Mazzocchi. Green logra exactamente lo que perseguía el arte barroco: que nos quedemos extasiados, que creamos que el milagro es posible, que bajemos la mirada y escuchemos en silencio.

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Coproducida por los hermanos Dardenne –este año apostaron también por Los exámenes de Cristian Mungiu, demostrando el mismo arrojo y compromiso que en su faceta como realizadores-, Le fils de Joseph es otra reivindicación modernísima del –para el común de los mortales- más recalcitrante, marmóreo e incomprendido de los estilos artísticos, aquél que debía plasmar en piedra y tenebrismo las conclusiones del Concilio de Trento y hacer de la obra de arte un “catalizador emocional” (1).

Los que os acerquéis liberados de ideas preconcebidas a esta nueva reivindicación de la sensibilidad, el tempo calmado y la búsqueda de padres (espirituales), entenderéis hasta qué punto se puede tener ese subidón a resultas de la simple observación de los logros estéticos de hace cuatro siglos.

(1): Pág. 276. ‘El arte de reconocer los estilos arquitectónicos’, de J.M. Albert de Paco

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