‘Las mil y una noches’ (vol. 1-3), de Miguel Gomes. Paisaje en mitad de la batalla.
Las mil y una noches, como concepto narrativo, es siempre un punto de partida estimulante para machadas sin un claro punto y final. Largar por largar dejando en suspenso a tu interlocutor (“¿qué pasará ahora? ¡Sigue, sigue!”), fórmula magistral que han hecho suya las series televisivas, lugar idóneo en el que desgarrar las tapas y convertir novelas río en fascículos de cuarenta minutos de duración.
Tirando de tradición oral, la buena de Schherezade supo mantener a la expectativa al sultán desflorador durante casi tres años. Un cuentus interruptus tentador: ¿qué creador con verborrea visual sería capaz de sustraerse a tamaño embrujo oriental?
Pues la verdad es que se me hubiesen ocurrido muchos nombres, excepto, quizás, el de Miguel Gomes. Su anterior película, Tabú (2012), discurría por derroteros bien distintos, casi contrapuestos a este cine de guerrilla en tres volúmenes que ahora nos entrega. (¿Aunque no era ya la segunda parte de Tabú una melodía desencadenada –poco dialogada, eso sí- que apelaba al disfrute por el disfrute?)
Las mil y una noches como coartada, como argumento de venta a unos productores pardillos tentados por sus resonancias exóticas. Al espectador, eso sí, Gomes no pretende engañarlo: en todos y cada uno de los prólogos subraya que lo que están a punto de ver no son adaptaciones de aquellos cuentos medievales. El título es tan solo una excusa para hablar de lo que importa. De manera libérrima, eso sí.
Y lo que importa es el aquí y el ahora, muy lejos del ensimismamiento –de la huída- de Tabú. Y sin embargo, la realidad nunca ha resultado más hermosamente ficticia, envuelta en tules, gargantillas, velos… y cartillas del paro. Mucha seda que, como dice el dicho, no cambia la condición de la mona.
Gomes nos presenta la epopeya definitiva sobre el ocaso de los PIGS, esa tétrada de países vilipendiados, escarmentados y humillados por unos mandamases europeos que ligan la condición de ciudadano a la de consumidor. Agotada esta posibilidad –vaciados sus bolsillos tras la “pertinaz crisis” y el choriceo local-, Grecia, Portugal, Italia o España se han convertido en lo que ahora mismo son: un engorro, un lastre, el palo en la rueda del “crecimiento sostenible” y la “franca recuperación”.
En el Volumen I: El inquieto de este drama satírico, el Portugal anóxico recibe la enésima visita de unos Reyes Magos que vienen, precisamente, a llevarse el oro, el incienso y la mirra. La troika europea y su mantra austero enfrentada a unos gobernantes mediocres obsesionados con salvar la cara ante su electorado frustrado. (¡Joder que si nos suena!).
Tanta inquina y estreñimiento crónico tiene para Gomes un origen claro: la ausencia de erecciones duraderas. Un hechicero llegado del continente vecino les ofrecerá a nuestros líderes anónimos y endomingados el remedio infalible para dejarlos palotes perdidos y hacerles rebajar así su nivel de exigencia –esa amargura consustancial al cargo-, extasiados ante el agradecido bulto que mora en sus calzoncillos.
Sólo por este episodio descacharrante –deudor del Berlanga menos sutil, del Nanni Moretti más desatado, hasta de los mejores tiempos de la Nuevo Ola rumana- merece la pena adentrarse en estas 1001 noches de sal gorda, lágrimas y esperpento mediterráneo. Pero esto no es todo: también conoceremos el juicio sumario al que es sometido un gallo madrugador, obligado a oponerse a su propia Naturaleza. Su actitud estará relacionada con un triángulo de amor adolescente y la fiebre pirómana de una amante correspondida a medias.
Los astilleros como símbolo, como realidad obtusa que hace huir corriendo a un director asustado de su propia osadía: ¿logrará fusionar de manera convincente la debacle de un país con el día a día de un neutralizador de avisperos? ¿Se podrá extraer alguna enseñanza de todo ello? ¿Sabrá él lidiar con tanto símbolo, con tanta abstracción? ¿Será un mediocre, como siempre supuso?
El progresivo desmantelamiento de un enorme tinglado industrial que se creía perenne. Un último barco que se va: el del empleo para toda la vida, el de un futuro (ni mejor ni peor, un futuro a secas). Perdidos los referentes –otro sinónimo de la palabra ‘seguridad’-, nos quedan las rutinas, que no deben de confundirse con las tradiciones. Como el tomar un primer baño a primeros de año, olvidándonos de las preguntas insistentes de la pareja, de esa ayuda denegada con mala fe, de esa racha de mala suerte que le devuelve a uno a casa de los padres.
Por momentos desoladora pero francamente optimista y muy, muy divertida, el primer volumen de Las mil y una noches abre un tríptico que veremos concluir de manera algo abrupta… pero no adelantemos acontecimientos.
El Volumen 2: El desolado, posiblemente sea la entrega más melancólica –desoladora, sí, esa es la palabra- de todas. Tres historias que no dejan mucho espacio para la esperanza, por mucho que Gomes siga echando mano del humor para tratar de soportar lo insoportable.
Un furtivo mitad hombre mitad fiera, que lo mismo cohabita con su manada de hembras que sale de caza por los alrededores dispuesto a hacer daño, como hicieron en el pasado su padre y el padre de su padre. Simao, un hijo de puta autoconfeso, trata en realidad de vivir al margen de un sistema que se lanza sobre él a caballo o en dron, una caza del hombre fronterizo con aroma de western. A la postre, este desalmado –este hombre impelido a ejercer el individualismo como última forma de resistencia- se acabará granjeando la admiración de los lugareños, esos a los que tanto a sisado. Como el Kit de Malas tierras (Terrence Malick, 1973), resulta innegable el encanto de los fuera de la ley, aunque sólo sea por el mero hecho de ridiculizar a un cuerpo policial al que todos imaginábamos enfrascado en otras tareas.
En el segundo de los relatos asistiremos al desespero de una jueza, anonadada hasta las lágrimas por una cadena de injusticias en las que se mezcla la idiotez, la irresponsabilidad, la falta de empatía y la renuncia a ejercer la solidaridad de una sociedad toda. Una cadena de favores a la inversa, en la que se demuestra que no hay inocentes en esta quiebra moral que padecemos: desde el banquero alienado al funcionario contemporizador, pasando por el casero faltón o el portugués machistoide.
La entrega termina con la más hermosa de las semblanzas de la trilogía: la de un bloque del extrarradio habitado por parejas jóvenes y maduras que comparten idéntico desespero. Y todo contado desde los ojos de un perro tan solícito como desmemoriado, pero que reparte algo de ánimo entre sus sucesivos e inopinados amos. Conoceremos a la portera, a las vecinas de arriba, las razones poco románticas por las que cenar a la luz de las velas y el por qué ya no funciona –desde aquél fatídico Año Nuevo- cierto ascensor. Nadie hablará de ellos cuando hayan muerto, pero el director portugués les regala una balada digna de Leonard Cohen. Posiblemente los cincuenta minutos de cine más emocionantes que he visto este año.
Sólo con estas dos entregas Las mil y una noches queda como un hito en el cine reciente. Señera por haber sabido mezclar con infinito acierto indignación y fuga poética, la humorada y la patada en la espinilla al stablishment.
En el Volumen 3: El embelesado, Gomes aprovecha para meter con calzador un documental sobre la cría del pinzón en cautividad que deja cojeando un conjunto que hasta entonces rozaba la excelencia. Hora y media del total se la dedica a estos hombres obsesionados porque sus pajarillos lancen trinos sin cesar, con abundante –e innecesario- texto sobreimpresionado en pantalla, como si renunciase a seguir contándonos las cosas con imágenes y adoptase una forma literaria impostada.
Y eso que el Volumen 3 empieza también apuntando maneras, con una Schherezade huída que va rebotando entre hombres-sementales y cacos cultivadores del break dance. Lo mejor, posiblemente, los recuerdos de una china entre brutos portugueses (El bosque caliente), con imágenes de una manifestación de fondo.
Pero lo cierto es que Gomes se podría haber reservado su “embeleso” para otra ocasión, disociándolo de un todo en el que no funciona como coda o estrambote, sino como nota discordante. Y no porque carezca de interés su micromundo de pajareros, competiciones, penumbra y vida de barrio…
En Las mil una noches Gomes se marca su propio Novecento –esta vez, en formato “foto fija” de la sociedad de su tiempo-, con una deliciosa ‘joi de vivre’ –a pesar de la que está cayendo- que la emparenta con el optimismo pasoliniano de La trilogía de la vida. Sus primeras cuatro horas –brutotas, clarividentes, pasmosas- demuestran que la inteligencia, aplicada al pensamiento crítico, puede resultar demoledora.
¡Que vivan los versos libres de este Quevedo luso mofándose de los validos que nos gobiernan!