‘La vida por delante’ de Loquillo, o ahora que de casi todo hace veinte años
Se ha puesto de moda eso de colgar en las redes, en estos tiempos de confinamiento, una lista con los diez discos que más nos han influido a lo largo de nuestra trayectoria. Y, ahora que de todo hace casi veinte años, he visto la oportunidad de comenzar mi colaboración aquí con un artículo que ya se venía gestando entre la poesía y el rock’n’roll, dos de las grandes pasiones de mi vida.
Quien me conoce sabe que soy un ferviente lector de poesía desde muy temprana edad; afición que se vio interrumpida allá por el 88 cuando por casualidad, o quizá no lo fue, un joven Elvis Presley se colaba en el salón familiar los domingos por la tarde a través del televisor. Y ya que mi segundo poemario Mi último verano con Natalia (Célebre Editorial, 2020) se encuentra en cuarentena, rescataré uno de esos discos, que más allá de los clásicos retroamericanos que me influenciaron, recondujo en parte el camino que abandoné a finales de los ochenta. O los unió. Poesía y rock’n’roll. Pero no solo eso. Poesía, rock’n’roll y… como el propio intérprete sentenció en su segunda incursión lírica, con elegancia. Se trata de La vida por delante (Hispavox, 1994) de Loquillo. A Loquillo se le debe el hecho que, por ejemplo, poco antes de que los besos se acumulasen en el tul de las mascarillas, y yo, que aún mantengo el ojo de águila, el mismo que comparte el drogadicto y el artista, me topase en el metro con la imagen de un joven rocker ataviado con una tejana excesivamente usada llena de parches de banderas sudistas, su tupé novato como el esbozo que el estudiante de arquitectura lanza a la papelera, con el pájaro loco estampado en la camiseta, y leyendo un libro de Luis Alberto de Cuenca. Esto ha conseguido el Loco, que el cuero negro se acerque al verso.
En mi primer libro Rocker. La generación de las hogueras (66Rpm, 2015), detallo cómo la poesía entró en mi vida. Al ser mi hermana bailaora de flamenco la casa se llenaba de libros de Lorca y a los doce añitos un servidor, como pasatiempos, ya interpretaba a solas los personajes de sus obras de teatro en mi habitación. Mi otra hermana, la mayor, independentista, cuando ser independentista tenía cierto romanticismo de aldea, trajo consigo a Lluís Llach, y este a Martí i Pol; “La fábrica”, uno de los primeros poemas reivindicativos que leí. Y, como en casi todos los hogares, Serrat vino acompañado de Machado. Y de Miguel Hernández. Y de tantos otros como Alberti, Felipe, Benedetti, Papasseit etc. Lo deja claro en el documental Aunque tú no lo sepas (Arnaiz/Ortega, 2016) cuando afirma que, todos somos alumnos del poeta. A través de su canción “Señor de la noche” supe de Luis García Montero, acompañado de Benjamín Prado, cuya ascendencia me llevó a José Angel Valente. Al trovador de Úbeda, aunque bastante más tarde que el disco que nos ocupa, le supliqué que no apartara aún el cáliz de España que el gran poeta peruano César Vallejo me mostraba a la cara, con parecido dolor de bolsillo al mío.
Lo primero que me gustó de La vida por delante fue la presencia de Caspar St. Charles, baterista del circuito de jazz barcelonés al que todavía imito desde aquellas noches en La Boite cuando lo veía tocar con los Nellows Fellows de mi estimado Dani Nel·lo. Y que Gabriel Sopeña de Más Birras y autor de la maravillosa Brillar y brillar musicalizara los poemas; en concreto provocó que un servidor, en el disco, a través de su Lisboa derramando versos llegara hasta el final. Pero dejando el detalle a un lado el vinilo me descubrió, uf, aún recuerdo lo que sentí durante la primera audición, al premio Cervantes Gamoneda, al polifacético literato Bernardo Atxaga, y, en la noche más transparente, como titula uno de sus libros, el comunista y filósofo Jose Luis Rodríguez García, a ritmo de shuffle, prometió enseñarme cuadernos donde frágiles aventuras son posibles. Y en estos días de solidaria soledad Cesare Pavese me consuela diciéndome que entre flores y alféizares… ella volverá. También el corte 6 de la cara b “Es la noche”, que musicaliza a Pedro Salinas, provocó que llegara a mis manos uno de los clásicos libros de cabecera en los aficionados a la poesía y, poco a poco, y como reza el título, mi voz, mejor dicho, la voz, cada vez más ajustada a mis inquietudes líricas, es todavía, diciéndoselo al exiliado maestro de gran parte de la brillante generación del 27, a ti debida.
Dos Nobel también dejan en el disco la sombra de leopardo de su exquisitez. Uno es Octavio Paz que abandona el metro de Nueva York vigilado tan solo por su primera luna silvestre para recrear un cuadro de Alechinsky en Central Park. Y el otro… Pablo Neruda. Si se preguntase a cualquier compañero mío de giras, de aquellas interminables que recorrían los clubes más nocturnos de Europa y Estados Unidos, responderían que Marco Antonio se pasaba las horas de viaje siempre con un libro del socialista poeta chileno. Incluso creyendo que se trataba del mismo libro preguntaban cuando lo iba a terminar. El lector de poesía conoce que a diferencia del campo rectangular de la prosa, en la irregular forma del poema no se busca una historia sino avivar el sentimiento desde el olvido a la inventiva y, que, un poemario, va acomodándose según las sucesivas lecturas a las necesidades del lector.
Lo cierto es que durante las miles de horas de trayecto, aquellas horas en que el rock’n’roll descansa, me leí la obra completa de Neruda, incluso la póstuma (Confieso que he vivido; Para nacer he nacido). Y Loquillo cantó, Sopeña musicalizó, a Neruda una década antes que Serrat, Sabina, Bosé, Ana Belén, Morente y Drexler entre otros, hicieran lo propio a través de su “Neruda en el corazón” con motivo del centenario del natalicio del premio Nobel en un Palau Sant Jordi a rebosar. El poema musicalizado es “Niña morena y ágil”; en verdad el poema es el número diecinueve del libro con quizá, según el catedrático de literatura José Carlos Rovira, los más prodigiosos, ahora ya, ochenta y cinco años de vida editorial para la poesía en el siglo XX. Poema que celebra el goce paralelísticamente compuesto, y del que descubrí que el oxímoron sol negro cuando hace las frutas hace su cuerpo, cuando cuaja los trigos sus ojos, y tuerce su boca como tuerce las algas.
Y, ahora que de casi todo hace veinte años, inclinado en el teclado como en un confesionario, la Julia Reis del hasta pintor José Mateos, a ritmo de rock, fue inspirando durante casi dos décadas a la Celia Banda que aparece en mi segundo libro Versos Jugados (66Rpm, 2017). Hasta tal punto el disco tiene que estar en mi lista.
En mayo del 17 tuve el honor de de presenciar desde un madrileño palco del Real una actuación de Loquillo con motivo de su disco Viento del Este (Warner, 2016). En un momento dado el cantante confesó que era un privilegio poder interpretar ante tal teatro el celebradísimo poema “No volveré a ser joven”, escrito por el mayor hallazgo que tuve cuando, cumplida la mayoría de edad no hacía mucho, al leer los créditos del disco que en este artículo homenajeo, supe de Jaime Gil de Biedma. De la generación de los 50, aunque él no hacía caso de los grupos literarios, este abogado barcelonés fallecido al nacer los noventa ha influenciado desde al Premio Nacional de Poesía Luis García Montero, acérrimo defensor de la poesía española de los años cincuenta (léase Mañana no será lo que Dios quiera; que trata sobre la vida de Ángel González), hasta a Carlos Zanón, que sostiene que la poesía de Gil de Biedma es una manera directa de mirarse a los ojos, de ensañarse un poco con el yo. En el recuerdo guardo una de esas veladas nocturnas, en un pub del barrio barcelonés de Gracia, que con el propio Carlos, la poeta mexicana Ale Oseguera y Alfred Crespo, editor de 66Rpm, charlamos hasta las tantas, cada vez vocalizando peor, sobre Jaime Gil de Biedma. Por mi parte, la más canalla, me quedo con lo que el poeta dijo sobre un poema concreto: “…que tenía una finalidad práctica, que era justificar mis infidelidades”.
Y, ahora que de casi todo hace veinte años, el lector habrá reparado en que repito constantemente uno de los más populares versos de Gil de Biedma, y que me proponen confeccionar una lista con los diez discos que más me han influido, celebro al poeta barcelonés cuyos poemas se adaptan a mi entendimiento según transcurren los años. Cada verso busca su edad como incluso el silencio, no entendido por muchos, buscó también a Gil de Biedma. Allá por el 2003, en el mítico Kandela de San Sebastián, también a alguna hora intempestiva, Loquillo ya me advirtió, por ejemplo, que no comprendería a Kris Kristofferson hasta que cumpliera los 35, y… ¡tenía razón! Con Gil de Biedma ocurrió igual, su lírica se adecua a mis años conforme pasan. De hecho todavía lo leo cuando aún mis ojos, como él dice en su poema “Contra Gil de Biedma”, todavía violentos no quiero cerrar y esperaré a que… como en “No volveré a ser joven” y que escuché por vez primera en voz de Loquillo…
…a que la verdad desagradable asome.