‘La vida de Adèle’: el amor no conoce de sexos

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No, La vida de Adèle no es esa obra maestra incontestable que nos habían vendido, encumbrada en una edición de Cannes que a medida que pasa el tiempo –y nos llegan las películas que más dieron que hablar- más poco memorable se nos antoja, por mucho que Steven Spielberg aprovechase para demostrar… ¿qué? ¿Lo progre que era? ¿O lo impresionable que es la crítica internacional cuando pones un poco de carne trémula sobre la mesa? No, por no ser, La vida de Adèle ni tan siquiera es una película extraordinaria dentro de la larga tradición del cine galo. Veamos por qué.

El cine francófono nos tiene acostumbrados a relatos femeninos potentes, a hablar de mujeres sin una vida particularmente ejemplar –Mouchette, Vivir su vida, El rayo verde, Rosetta, La vida soñada de los ángeles, Un amour de jeunesse, Camille Claudel 1915– convertidas en protagonistas absolutas de un “vivir cada día” agobiante y desalentador. La conexión profunda que el espectador acaba estableciendo con este cine (no necesariamente radical en sus postulados formales) parte de la propia identificación con la, llamémosla por su nombre, “víctima” y del reconocimiento de un universo simbólico no necesariamente encriptado.

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Siguiendo esta tradición desgarradora del peso acumulativo de las circunstancias (uséase, de la repetición de un periplo diario), La vida de Adèle comienza describiéndonos una jornada cualquiera en el devenir de esta adolescente a punto de alcanzar la mayoría de edad. Salir de casa, subirse unos pantalones que siempre imagina caídos, perder el autobús, la cháchara con las amigas, las clases interminables y sus pasiones privadas (comer con indisimuladas ansias, devorar libros hasta la medianoche). Todo esto para acabar donde empezamos, de vuelta a la cama, exhausta y con la boquita entreabierta, respiración queda y… otra vez el despertador, otra carrera hasta el colectivo.

La enseñanza (el aprendizaje, la sed de conocimiento) es el alfa y el omega de esta historia, prólogo y epílogo de una aventura vital recién inaugurada. La protagonista comienza en el instituto (en este tramo, el trabajo con los jóvenes actores recuerda al de La clase, la que fuera Palma de Oro hace cinco años) y termina en el parvulario, donde las escenas siempre quedan impregnadas de una frescura que no conoce de imposturas ni ensayos (un Hoy empieza todo donde los niños danzan alrededor de una profesora desmoralizada y al borde de las lágrimas que tiene la delicadeza de esperar hasta que el último alumno abandona el aula antes de derrumbarse).

Cuatro o cinco años son los que transcurren entre la Adèle estudiante –crítica con unos profesores que analizan los libros que más le gustan como si se dedicasen a despiezar electrodomésticos, tratando así de entender sus “secretos”- y la Adèle maestra. En este lapso temporal –narrado con una serie de elipsis hermosas, sí, aunque algo desconcertantes- conocerá una pasión que la marcará de por vida. Su relación –no especialmente tumultuosa, no particularmente desgraciada- con Emma.

Emma será su verdadera guía espiritual, la cicerone que la secundará en el difícil tránsito hacia la edad adulta. Gracias a ella conocerá la plenitud sexual, esa que no obtiene con ningún representante del sexo masculino. El placer las unirá y, curiosamente, el placer será lo que las acaba separando.

Porque La vida de Adèle es, sobretodo, la historia de un cuelgue sexual. Ambas funcionan muy bien en la cama, algo que se empeña en subrayar con bastante torpeza el director Abdellatif Kechiche. Porque aunque nadie pone en duda la necesidad de mostrar de manera explícita qué es lo que hace tan fuerte ese vínculo, lo cierto es que las escenas de sexo lésbico que incluye el filme son rutinarias y poco trabajadas a nivel visual, pareciendo más un catálogo “hetero” de posturas supuestas: piernas entrecruzadas, culos magreados, sonrisas verticales rasuradas y jadeos con sordina.

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La primera parte de la historia (el primer capítulo, atendiendo a la división reconocida en el título original del filme) ilustra esta iluminación, este goce, esta necesidad de plenitud. La recién adquirida libertad de la protagonista vuelve a glosarse con un catálogo de lugares comunes (disputas incluidas con compañeras de instituto reprimidas, sádicas o, sencillamente, imbéciles) y la inevitable toma de conciencia a todos los niveles (¿enumeramos las veces que se ha tratado de contar esto mismo en los últimos 30 años haciendo que la protagonista acuda a una manifestación?).

Apunto desde ya lo que no me puedo callar por más tiempo: La vida de Adèle resulta por momentos un compendio de tópicos narrativos algo irritante. Expuestos, además, con una preocupante torpeza tras las cámaras (véase, a manera de ejemplo, la fiesta que organizan las protagonistas en el jardín de casa a mitad de película, incluyendo la irrupción de un personaje masculino bastante impertinente, un contrapeso sosales a nuestra desubicada Adèle). Diatribas bastante aburridas y superficiales sobre el mundo del arte, entorno familiar fóbico a la homosexualidad vs. entorno familiar guay hasta decir basta. Sin aportaciones novedosas, salvo por el hecho de necesitar tres horas para contarlo.

A cambio, es justo reconocer que el realizador obtiene una actuación de altura de la homónima Adèle Exarchopoulos, logrando mantenerla constantemente en un estado entre alterado, meditabundo y depresivo (uno tiene el presentimiento de que para esta joven actriz de origen griego el rodaje se habrá asemejado bastante al martirio de Björk en Bailar en la oscuridad.) El cine de autor contemporáneo parece confundir la dirección de actores con colocar la cámara a 50 centímetros de la heroína durante todo el metraje y esperar que… que pasen cosas. En el caso que nos ocupa, la fórmula funciona a ratos (la magnífica escena en el bar de lesbianas y la primera conversación entre ellas, una oda al descubrimiento y a la iniciación), pero hay importantes tramos del filme en los que el regodeo en la desgracia de Adèle resulta gratuito y exhibicionista, como si el director disfrutase de la indudable facilidad que tiene esta para llorar frente a sus anteojos de voyeur.

El capítulo 2 se dedica íntegramente al proceso de deconstrucción de la pareja. En un experimento bastante parecido –pero bastante menos logrado- al de la reciente Blue Valentine, asistiremos a la hecatombe de la convivencia y al intento –siempre estéril- de proyectar en el otro nuestras propias necesidades vitales.

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Al principio, Adèle disfruta de su rol de ama de casa a la sombra –creativa y emocionalmente hablando- de su pareja, licenciada en Bellas Artes y con una prometedora carrera en ciernes. Tiene un trabajo que le gusta, pero que Emma entiende que “no le realiza”. Y es aquí donde se vislumbra el conflicto, manifestado definitivamente en un guateque donde los amigos de la artista parecen tratar con infinita condescendencia a “la que ha hecho toda la comida”. Adèle sigue oyendo sin escuchar: ha cambiado los cotilleos de las aulas por el parloteo intelectualoide igualmente anestesiante, trufado de polémicas que enfrentan a pintores que no conoce. ¿Falta de luces, falta de inteligencia? No, Adèle es como es, tiene otras pasiones distintas a las de Emma, que seguramente las tacharía de “poco elevadas”. Porque esta última ya no se conforma con follar divinamente. Busca a la compañera, no a la pupila servil. Pero… ¿y qué hay de lo que Adèle quiere?

Las dos, de alguna manera, se engañan la una a la otra al mismo tiempo. Emma es más sibilina, más cauta. Pero algo nos invita a pensar que también le es infiel a Adèle con alguien del pasado. Nuestra Adèle, por el contrario, es más naif, menos elegante en sus justificaciones emocionales. Su réplica al distanciamiento se nos antoja vulgar y poco elaborada, cayendo con excesiva facilidad en los brazos de un compañero de trabajo, incapaz de reconocer todavía su verdadera identidad sexual.

El azul es sinónimo de rebeldía en La vida de Adèle. En el capítulo 1, es el color del pelo de la Emma más cautivadora, ese con el que seduce a la Adèle soñadora e inexperta, incapaz de salir del armario o reconocer ante sus padres que la chica que viene a cenar no es su refuerzo para la asignatura de filosofía, sino su pareja. Al final, poco resta del afán contestatario de Emma, nada queda –quizás- de su inconformismo. Ha logrado exponer con el patrocinio del marchante de sus sueños, ha alcanzado la muy burguesa –y por todos anhelada- estabilidad junto a otra mujer y su hijo. La Emma exitosa es también la Emma derrotada moralmente. Ha bajado los brazos; vivirá junto a alguien que quizás responda a sus standards culturales, pero que… que no, que en la cama no podrá borrar el recuerdo de la verdadera pasión, la que experimentó junto a Adèle.

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Una Adèle que ahora viste de azul y se aburre soberanamente en un entorno social que nunca fue el suyo. Y que ya no se preocupa demasiado en tratar de disimularlo. Que se reconoce como musa de unos cuadros pintados hace mucho tiempo, cuando todo tenía un sentido, cuando todo parecía ir hacia algún sitio. Una Adèle destrozada que se pierde calle abajo sin haberle gritado al mundo que le gustan las mujeres, sí, ¿¡pasa algo!?

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