‘La noche que Logan despertó’, de Xavier Dolan. Papá, mamá y otros enemigos amados

“Hayao Miyazaki dice que hacer cine sólo te da sufrimiento. Lo confirmo”. Xavier Dolan
Dolan anyways. Y en todas partes y al mismo tiempo: director, actor, productor, guionista, montador. El mocoso ya va camino de los 35. Y nada parece haber cambiado: igual de ambicioso, igual de operístico, igual de catártico.
Para su primera incursión en el medio televisivo (videoclips musicales aparte), nos devuelve a la familia finisecular, odiada y amada a partes iguales. El seno de todo trauma, de toda impostura, de todo disimulo. Ese lugar (in)seguro donde quedamos parcial (o totalmente) anulados, eclipsados tras la arrebatadora figura de un hermano, de una madre autoritaria, de una relación de poder y sumisión que no necesita verbalizarse… de un adulto que tampoco tiene muy claro cómo interpretar su papel entre cigarrillos, mucho alcohol y odio indisimulado hacia sí mismo.

El chico que empezó en esto del cine matando a su madre, nos ha demostrado en sobradas ocasiones (Tom en la granja (2013), Mommy (2014), Matthias & Maxime (2019)) que las familias -más o menos numerosas- y las comunidades cerradas (y casi siempre cerriles) son el germen de prejuicios exportables e infelicidad manifiesta. ¿Y dónde escenificarla? Pues allí donde todos puedan vernos y escuchar nuestras razones: reuniones para conmemorar aniversarios, fiestas, autohomenajes, bodas o, ya puestos, entierros. Y es que encerrar entre cuatro paredes a esta jauría consanguínea nunca es buena idea.
La imprescindible Anne Dorval vuelve a hacer de maestra de ceremonias, aquí como matriarca con ambiciones políticas (Madeleine Larouche). Sus cuatro vástagos (Mireille, Julien, Denis y Elliot) llevan media vida sin dar pie con bola, todo a raíz de un suceso acaecido en el lejano 1991. Fuesen adolescentes o simples infantes, los cuatro se verán consumidos por el pacto de silencio con el que se sellará “el incidente”.
Mireille desapareció de sus vidas -¿o fue directamente condenada al ostracismo?-, Julien se aferró al secreto como si en ello le fuese la vida (y algo de eso hay), Denis se dejó zarandear por los vaivenes emocionales de su hermano mayor y Elliot, el pequeño… pues entrará y saldrá de rehabilitación sin mucha voluntad real de sanación. Es este papel -como benjamín de la familia- el que se reserva Xavier Dolan, que parece sentirse muy cómodo haciendo de Marlon Brando torturado, con el habla entrecortada, el cuerpo lacerado y cierta tendencia masoquista acentuada por una parentela pasivo-agresiva.
Año 2019. Madeleine agoniza y su hija Mireille retorna para embalsamarla (las vueltas que da la vida) y asistir al acto de justicia restaurativa que lleva 28 años postpuesto. Como en todo film del canadiense, el deceso coincide con una mascletá de crisis personales: Elliot y su primer permiso sin estar realmente curado, Julien dispuesto a recobrar sus viejas adicciones, Denis en pleno bache matrimonial (y creciente abandono personal) y Mireille haciendo gala de una sexualidad culposa, sometida (en un claro mecanismo de compensación freudiana) y obligándose a la humillación y la vergüenza… a revivir una y otra vez el trauma inarticulado.
Todo está a punto para el festival de reproches. Tres momentos en el tiempo con algo de primigenio, de substancial: aquél lejano otoño de 1991, la fiesta de graduación de Elliot (que coincide con un mal viaje de Julien) y los preparativos del sepelio de quien tanto los quiso, de quien tan poco los entendió.

Cinco episodios con un aire a Qué fue de los Mulvaney, el libro de Joyce Carol Oates que describía el auge y caída de una familia víctima de su incapacidad para expresar lo verdaderamente importante… por mucho que se quisiesen. Allí el secreto no era tal (al contrario: era vox populi entre una comunidad demasiado aficionada a los juicios sumarios), pero el espectáculo era idéntico: la desintegración progresiva de los vínculos emocionales, el abandono a un individualismo (durante tantas décadas, orgulloso patrimonio norteamericano) que no era sino el resultado de la incomunicación y los melindros morales.
En el cine de Dolan la culpa nunca desaparece. Aunque haga años desde el suceso que la desencadenase: cuál embravecido boomerang retorna tras una trayectoria aparentemente caprichosa y rebota contra las molleras de quienes aseguraban “haberlo superado”, tenerlo todo controlado. Porque aquí se viene a sufrir y nadie podrá empezar a vivir plenamente hasta haber voceado, sacudido y ultrajado la memoria ajena. El trauma colectivo solo se cura con sangre: el cine del canadiense es físico, brutal. Cuerpos que se atraen y se repelen, comuniones espirituales y sexuales, necesidad y repulsión en la misma figura: la del Otro, salvador y verdugo.
Por eso da la sensación de que nadie se conoce ya en estas amplísimas familias diseminadas al viento que barre las grandes llanuras. Tras el apogeo -más bien la ficción- de la felicidad (o aquello que el vecino, desde el ventanal de su casa pareada, podía llegar a entender y envidiar como tal), la diáspora del mal querer. Siempre hay una figura que no se entera de nada (aclaro: que prefiere hacer ver que nada malo pasó, que el paraíso en la Tierra es esto que ha construido con sus manos para uso y disfrute de su ingrata descendencia), que está dispuesto a sacrificar la Verdad en aras de… ¿la armonía? Pero no lo logrará, porque también ha sido invitado a la función su opuesto; alguien que no quiere callar ni debajo del agua, que necesita gritarlo bien alto, escupir sus razones ante una audiencia aburguesada y distante, ajena a los dramas del diferente, de quien “se lo ha buscado”.
En La noche que Logan despertó, la intolerancia hacia la comunidad homosexual está reflejada de manera muy tangencial, sin subrayados… y quizás por eso resulta todavía más efectiva la revelación, sin ánimo ya de denuncia. El propio Dolan asume un rol heterosexual y las pistas que nos da la narración son muy sucintas…
…pero ahí están: arrancamos la historia con una mujer mayor como única testigo de la agresión que tiene lugar al pie de las banderas que ondean en el Ayuntamiento. Antes de ello la cámara se ha demorado en el mobiliario de la susodicha (se podría reconstruir el “grotesco” norteamericano con esos interiores abigarrados de sus películas, esos altares repletos de figuras de porcelana, souvenirs y pasado ordenadamente dispuesto en aparadores polvorientos), pero sobre todo se exploran las fotografías, los rostros anónimos para cualquiera que no formase parte del cuadro o estuviese pidiendo una sonrisa con el dedo en el disparador.
De ahí pasamos a una noticia breve de un telediario cualquiera, escuchada de fondo mientras tiene lugar una conversación en la cocina. No es la geografía abiertamente hostil que debían de enfrentar los protagonistas de Brokeback Mountain (Ang Lee, 2005), pero ni en la civilizada Canadá de la actualidad la orientación sexual es un tema superado, absolutamente normalizado. Hasta el muy reprimido Julien se da cuenta de ello, experimentando -y sólo al final sabremos hasta qué punto debe de ser doloroso para él- el prejuicio más descarnado en la actitud y comentarios de su propia hija.

Porque el despertar de Logan termina siendo el despertar de todos los Larouche. Julien estará en condiciones de concederse una segunda oportunidad, de restañar una herida que se había prohibido a sí mismo cicatrizar. La frágil y sufriente Mireille podrá intentar amar sin creer que es sinónimo de dolor y de merecido castigo. Denis quizás entienda la diferencia entre pretender y sentir. Y Elliot tendrá una razón de peso para hacer que todo vuelva a importar.
Cinco horas de pasado cauterizado, de caídas sobre la lona, de súbitas resurrecciones dos segundos antes de que se escuche la campana. Un Dolan extraordinario cuyo esfuerzo -espiritual, económico- lo ha fundido hasta el punto de anunciar prematuramente su retiro, harto de una industria que depara una distribución minoritaria a la que debería de ser una de las sensaciones de este 2023.