‘De la nación (y otros dogmas)’, de Zavan Films. Miedo y asco en la aldea global

“En vez de ser un «reflejo estático» de un acontecimiento, con todas las posibilidades de actividad encerradas en los límites de la acción lógica del acontecimiento, avanzamos a un nuevo plano: el libre montaje de atracciones independientes (dentro de la composición determinada y los lazos argumentales que mantienen unidos los actos de influencia) arbitrariamente escogidos; todo con el propósito de establecer ciertos efectos temáticos finales: esto es el montaje de atracciones.” Sergei Eisenstein
Ya está aquí. Su eclosión ha sido coreada por media humanidad, harta de tantos años de sinsentido vital.
¿La revolución? ¡No, qué va! Un potente anestésico a base de selecciones nacionales de fútbol compitiendo entre sí o lo más parecido a una conflagración mundial con control de daños que ha dado la civilización.
Por eso se me antoja más oportuno que nunca el hablar de esta pieza del colectivo Zavan Films. Estamos ante una productora audiovisual que reniega de la autoría estrella, y que, como aclara en www.zavanfilms.com, se ha especializado “en cine-ensayo y documental político (…) alejándose del cine de entretenimiento comercial para ofrecer una experiencia realmente transgresora”.
Y transgresora, lo que se dice transgresora, lo es un rato De la nación (y otros dogmas) (2016). Partiendo de materiales diversos (desde imágenes de campos de concentración recién liberados a eufóricas manifestaciones de éxtasis futbolero) se busca ligar en apenas veinte minutos los tres ejes del desparrame colectivo: la espiritualidad mainstream, el ejército y sus juegos de guerra (quizás la menos sutil de las manifestaciones del Poder) y ese circo balompédico que adopta la forma y hasta la liturgia del ocio trascendental y catártico.
Tres formas de alienación -socialmente toleradas- que se exteriorizan mediante sobredosis de banderas, secuestros de la razón que se prolongan en el tiempo tanto como guste el gobierno de turno y forja de consignas machorras en las que predomina el desprecio para ese sub-hombre conocido como “el enemigo”. Tres abismos a los que nos asomamos mediante un montaje perverso, polémico y, en ocasiones, hasta tendencioso. Toda una novedad en este oasis occidental en el que la parcialidad y “la tendencia hacia un fin determinado” siempre se practica desde el mismo lado; un bando bien pertrechado y con avidez monopolista en lo referente al control y a la transmisión de su mensaje. Ese que acaba constituyendo El mensaje.
La imagen que mejor simboliza este horror del que te será imposible huir el próximo mes tirando de mando a distancia no tiene por qué ser la más explícita de todas. El ensayo arranca con un prólogo digno de Chris Marker (breve, desconcertantemente poético): un neonato desubicado al que le han pintado los colores de “su” país en la frente, aupado y agitado en un contexto que no llegamos a vislumbrar. A este le siguen unos niños danzando en círculos (¿la ronda de los presos?) en el patio del colegio, con el dichoso trozo de tela con simbología nacional en ristre. Por último, el éxtasis pararreligioso de un hincha luso.
El campo se llena de jóvenes con camisetas-insignia, dispuestos a dejar el pabellón bien alto. Un partido de los años 30 puede ser locutado por algún speaker contemporáneo. No hay una gran diferencia, pues lo que define el orgasmo acaba siendo lo mismo: un balón introducido entre tres palos.
“Hicimos lo que tenemos que hacer: ganar”, afirma un aficionado durante las celebraciones por la Copa Mundial de Fútbol del año 2010. “Esto es lo mejor que nos ha podido pasar en la vida, de verdad. Nos sentimos españoles”. El vínculo sagrado se define: victoria y pertenencia.
Este entrenamiento en la alienación nos conduce inevitablemente a Vietnam. Allí hubieron otros “héroes” convencidos de “the beauty of our weapons” (perdón por la cita, Leonard Cohen): la exaltación de la lluvia de napalm purificadora sobre una población civil. Y el orgullo por un “trabajo divertido” que consiste en matar (pero el fútbol, de alguna manera, ya nos había preparado para lidiar con estos estados de ánimo, ¿no?).
Aterrizamos ahora en una guerra que nos suena a todos. De Irak y a vista de pájaro pudimos saberlo casi todo –a posteriori, cuando la confabulación mediática creyó conveniente redefinir los términos de la “guerra justa”-. Incluyendo este rosario de muertes sin sentido jaleadas por unos soldados de gatillo fácil, que no ven necesario demostrar piedad por quienes vienen a socorrer a los heridos. ¿Acaso su euforia no nos suena de algo? ¿Acaso no se les ha entrenado para que tenga algo de juego? Bajo esas normas se puede pedir cualquier cosa, como que no evacuen a hospitales a niños heridos porque “desvelarían su situación”. Hasta la sinrazón acaba presumiendo de tener su propia lógica.
Al otro lado del campo de batalla no hay disfrute ni jogo bonito. Las imágenes son menos sofisticadas, porque hasta la crueldad en blanco y negro de los matarifes norteamericanos ha sido cuidadosamente filtrada; aquí el ojo de halcón se convierte en una angustiosa cámara en mano para dejar constancia de algunas de las entradillas favoritas de los telediarios (menores tiroteados y recién amortajados. Caos, negación y cruce de acusaciones).
Y ya que la materialización de la violencia presenta formas tan recurrentes… ¿cómo no encadenar el levantamiento de un cadáver cualquiera con el escaso registro documental que tenemos de lo ocurrido en los campos de concentración y exterminio? Retrocedemos hasta 1945, pero se intercalan anuncios publicitarios de grandes conglomerados alemanes que utilizaron mano de obra esclava en alguna de sus factorías. ¿Malévolo, panfletario? Yo me quedo fascinado con un anuncio en hebreo cantando las bondades de la tecnología alemana. Demonios.
Soldados en formación. Respeto y obediencia de los nuevos prelados. Botas militares. Poderío chino y Rouco Varela susurrando letanías. Un tótum revolútum final con judíos ortodoxos memorizando su Libro, monjas mussolinianas, travellings con la firma de Leni Riefenstahl, un Papamóvil navegando entre multitudes trastornadas y bufandas, muchas bufandas al viento. Campeones, oé, oé, oé.
A manera de epílogo –y mientras se escuchan de fondo los andares sincronizados de alguna falange disciplinada-, las consecuencias físicas de cualquier fragor de fuego y plomo. Un recordatorio de lo desfigurado que puede llegar a quedar el rostro humano, a manera de antídoto contra la siguiente (siempre cercana, siempre inevitable) guerra.
De la nación (y otros dogmas) es directa y brutal, valiéndose para ello de un “imagenario” colectivo a veces aberrante, a veces desasosegante. Ahora que se acercan días monotemáticos, os invito a que os dejéis zaherir por esta deconstrucción de muchas de las cosas que consideramos intocables… porque sí.