La interminable noche estrellada de Djuna Barnes
“No es una prosa fatua, porque trata de lo que algunos seres humanos sienten, piensan y hacen. ‘El bosque de la noche’ de Djuna Barnes es uno de los tres grandes libros en prosa que jamás haya escrito una mujer”. Dylan Thomas
El bosque de la noche, posiblemente el libro más conocido de su autora, nos sumerge en un ambiente alucinado de bohemia, pasión irresoluble, verborrea, madrugadas, engaños e insatisfacción. A los cinco protagonistas de este relato está claro que la noche les confunde: un doctor que no para de largar sobre lo que no tenemos tan claro que conozca, un judío (vienés adoptivo) que busca legitimizarse a través de un falso título nobiliario y un triángulo amoroso compuesto por tres mujeres ansiosas. Nora Flood, Jenny Petherbridge y el némesis personal de ambas: Robin Vote, la aventurera desquiciada, la amante que en realidad no quiere a nadie.
Un libro extrañísimo que fascinó en su momento al mismísimo T.S. Elliot (“es una novela tan buena que sólo una sensibilidad aguzada por la poesía podrá apreciarla plenamente”). Recargado, repleto de frases memorables y exabruptos, un viaje alucinado por el rechazo, la promiscuidad y la libertad (aún a costa del sufrimiento ajeno). Robin, deliciosamente libertina, rebota entre sus dos “amigas especiales”, las únicas que se esfuerzan en prometerle lo que ella más teme: estabilidad y fidelidad sin límites. Y palabra que ella lo intenta…
El estilo de Barnes es pródigo en experimentaciones narrativas, en barroquismos, en disertaciones pomposas alrededor de la escurridiza figura de Robin, omnipresente Rebecca. Félix Volkbein, el hombre al que dejará compuesto y con hijo, buscará, como el resto de protagonistas de la historia, el consuelo y los consejos del charlatán-maestro de ceremonias del libro, el autoproclamado “doctor” Mathew O’Connor. ¿Un mangarrán, un artista del hambre, un timador inmisericorde, un profeta?
¿Quién fue la autora de esta arcada emocional, de esta violenta carta de desamor, de este monólogo de beodo lúcido que vendría a ser como si Charles Bukowski hubiese podido escribir con el alambicado estilo de un Boris Vian? ¿Quién demonios fue Djuna Barnes?
La vida de esta estadounidense resultó larga y apasionada, aunque en realidad su corazón lo ocupó una única mujer. Noventa años que la llevaron a pasar una larga temporada en París, aunque las últimas cuatro décadas de su existencia se enterrase en vida en el anonimato de Nueva York. Su estancia en el viejo continente fue fructífera en amistades relevantes: se codeó con James Joyce, Ezra Pound, Gertrude Stein, Marcel Duchamp, Samuel Beckett, Ernest Hemingway o Charles Chaplin (se le acostumbra a encuadrar en la denominada “generación perdida” de escritores estadounidenses) (1).
Barnes nace en 1892 en una colonia de artistas situada en el condado de Orange, no muy lejos de la gran metrópoli norteamericana. En aquél entorno frecuentado por Jack London o Frank Liszt es educada por su abuela y por su padre, en la que sería una relación -¿una educación sentimental con abusos incluidos?- bastante turbia. Sus ansias de conocimiento la llevaron a huir de su dudosa “tutela”, instalándose en el Greenwich Village.
Publica El libro de las mujeres repulsivas (1915) con apenas 23 años, arrancando así el periodo más productivo de una carrera literaria que incluyó poemas, muchos relatos cortos, obras de teatro y esta El bosque de la noche de 1936. Tras ella, 22 años de silencio.
Había llegado a París como reportera caza-celebrities en 1920 y se tuvo que volver a América en 1940, recién comenzada la Segunda Guerra Mundial y gracias a la intersección de Peggy Guggenheim, su aplicada Mecenas. Djuna Barnes se consideraba a sí misma como “la escritora desconocida más famosa del mundo” y lo cierto es que en el París de los años 20 impartió clases de glamour y ambigüedad, acompañada por su inseparable Thelma Woods (para la mayoría de estudiosos, la futura Robin de El bosque de la noche).
Por lo leído, Djuna y Thelma (que con sus 19 años intentaba hacer sus pinitos como escultora y ya había sido amante de la fotógrafa Berenice Abbot) vivieron una de esas pasiones tan Francis Scott Fitzgerald, con generosas dosis de champaña, tacones lejanos, clubs, escándalos y algún que otro intento de suicidio a posteriori. Tres años le llevó (re)escribir este calvario y sólo pudo hacerlo cuando las aguas ya se habían calmado… aunque entonces su soledad (y su porcentaje de alcohol en sangre) fuesen mayores que nunca. ¿El resultado? Nebuloso, confuso, enajenado. El libro de quién ya no va a poder volver a amar nunca más… y lo sabe.
El bosque de la noche también podría funcionar como una recopilación de aforismos del doctor O’Connor, un iluminado que asiste a la autodestrucción de unas y de otras soltando frases que, muchas veces, ni tan siquiera vienen a cuento. Pero que son indudablemente poderosas: “La vida no es para ser contada y, por más que tú grites, ella no te dará explicaciones. Nadie será mucho ni será poco salvo en la mente de otro”, “la venganza es para los que han amado un poco, para algo más que eso apenas basta la justicia”; “cuando contraes matrimonio endogámico con el sufrimiento, lo que es tanto como decir que has contraído todas las enfermedades y de este modo perdonado a tu carne, eres desmantelada y destruida como desaparece una obra maestra de la pintura bajo el raspador del científico que quiere saber cómo fue pintada. Yo imagino que la muerte será perdonada por el mismo proceso de identificación; todos llevamos en nosotros mismos la casa de la muerte, el esqueleto, pero, a diferencia de la tortuga, tenemos la seguridad dentro y el peligro, fuera. El tiempo es una gran conferencia que proyecta nuestro fin y la juventud no es más que el pasado que adelanta la pierna”. O esta otra: “ninguno de nosotros sufre tanto como debería ni ama tanto como dice. El amor es la primera mentira; la sabiduría, la última”.
Para terminar, una última y poderosa imagen. La de la Barnes recluida, una escena tan de personaje atormentado de Dickens, pero esta vez en su apartamento del Greenwich Village. Y una admiradora que intentó sin éxito que la recibiese: la mismísima Anaïs Nin, otra funambulista de abismos, haciendo guardia delante de su puerta. Quién sabe si en su infructuosa espera no se repitió a sí misma alguno de los versos de Djuna:
¡Ay, Dios mío, qué es lo que amamos!
¿Esta carne puesta en nosotros como un guante arrugado?
Huesos tomados deprisa de alguna lujuriosa cama,
Y por ímpetu, el empujón del diablo.
(1): http://elpais.com/diario/2004/03/27/babelia/1080348623_850215.html