La décima carta, o cómo enfrentarse a la titánica y necesaria tarea de reconstruir una historia que crece constantemente

Es un poco contradictorio que uno de los directores de cine español más importantes de este pasado siglo sea también uno de los menos reconocidos en la actualidad. Resulta pues de justicia (poética, si queréis) recuperar el nombre de Basilio Martín Patino: un cineasta a contracorriente, que realizó sus películas a pesar del franquismo, a pesar de la censura y a pesar de la falta de medios. Rodó varias de ellas en la clandestinidad y sufrió también la incomprensión de los productores. Pero también gozó, por extraño que parezca, de una libertad inusual: la de no estar sujeto a los imperativos que marca, a golpe de rentabilidad, la inclemente industria del cine.
Casi cincuenta años después de que Martín Patino dirigiera Nueve Cartas a Berta, su primer largometraje de ficción, la joven directora Virginia García del Pino emprende una encomiable y dificultosa labor: la de realizar el retrato de uno de los cineastas más enigmáticos e innovadores de aquel movimiento que allá por los años 60 se dio por llamar Nuevo Cine Español. Alguien que a día de hoy cuenta ya con 84 años. Alguien que ha estado a punto de dejar el cine varias veces pero que nunca ha llegado a hacerlo. Alguien honesto, humilde y un tanto esquivo. Alguien que, ante todo, no quiere convertirse en el protagonista de la historia.
La décima carta es el primer filme de la serie Cineastas Contados, proyecto que, retomando el espíritu de la ya mítica Cinéastes de Notre Temps, enfrentará a varias parejas de cineastas españoles de diferentes generaciones. Una interesantísima oportunidad para reflexionar sobre cómo evolucionan los distintos modos de hacer cine a lo largo del tiempo.
Pero el retrato en La décima carta se convierte, no en un suceso, sino en un proceso. Un proceso largo y dificultoso. Intentar acceder a lo aparentemente inaccesible conlleva sacrificio, dedicación, tacto, y sobre todo mucha, mucha paciencia. También es necesaria la capacidad del director para adaptarse a las circunstancias, sean estas cuales sean. Tener la flexibilidad que permite renunciar a un guión preestablecido y aprovechar el viento a favor, aunque no llegue cuando se necesita.
Los primeros acercamientos a Martín Patino por parte de la directora son algo tensos, la comunicación no fluye como debiera. Las respuestas, algo escuetas, no invitan a la conversación, y la brecha generacional no simplifica precisamente las cosas. Paradójicamente, esta misma tensión inicial que impide el acercamiento sirve al mismo tiempo para realizar el retrato más fiel. El retrato de alguien que siempre ha circulado por los márgenes realizando un cine que esquiva las etiquetas de modo contundente. Porque Martín Patino considera que lo del documental no es más que “una convención como cualquier otra”, y se considera un artesano manipulador en el mejor sentido del término. Las imágenes, tanto si pertenecen a la ficción como si pertenecen al documental, sirven sobre todo “para construir metáforas, utopías, lo que siempre ha sido el arte.” Tal vez en pleno siglo XXI sea un poco más habitual la consciencia de esta impureza de géneros, de la artificiosidad que se esconde tras aquello que llamamos realidad y de aquello real que se esconde tras el artificio, pero en la España de los años sesenta no era algo frecuente en absoluto. Tal vez por eso Martín Patino se convirtió en uno de los principales renovadores del cine español de la época y tal vez por eso, hoy más que nunca, resulta necesario detener nuestra mirada en su obra.
Hay en La décima carta un inevitable poso de melancolía. Aunque sabemos que no todo tiempo pasado fue mejor (Martín Patino relata sus interminables problemas con la censura o la falta de medios económicos para realizar sus primeras películas), no podemos evitar adentrarnos con tristeza en su casa, atestada de libros y documentos, percibir el inevitable paso del tiempo. Darnos cuenta de que uno de los cineastas que más se ha preocupado en reconstruir y reinterpretar la historia, pierde la memoria a marchas forzadas. Olvida irremediablemente fragmentos de su vida y su obra, aterrándose ante la perspectiva de dejar de recordar el pasado. Es justo en ese momento cuando el cineasta se sincera ante la cámara. Tal vez, porque ha olvidado que está ahí, delante de él. Después de tantos meses de tensión, ha dejado por fin de ser una presencia incómoda para pasar a convertirse en confidente. Las barreras entre la retratista y el retratado empiezan a desaparecer, y las nuevas generaciones contribuyen de algún modo a reconstruir ese pasado que nunca vivieron, ya sea encontrando libros perdidos (El arte de matar, de Daniel Sueiro) o incitando a recordar anécdotas de un pasado remoto.
La película de Virginia García del Pino recupera la estructura por capítulos que Martín Matino utilizó en Nueve cartas a Berta y se convierte en un imprescindible epílogo que llega casi cincuenta años después. En el último capítulo de La décima carta (el número diez), asistimos a la ceremonia de coronación de Felipe VI. Mejor dicho, asistimos a las lúcidas consideraciones de Martín Patino acerca de dicha ceremonia, que es retransmitida por televisión. “¿Qué hay en realidad de España en todo esto? (…) Es una comedia, en eso consiste la historia.” Premonitorias palabras que nos hacen reflexionar y darnos cuenta de que aún queda mucho por reconstruir. Y reinterpretar.