‘La Commune’ (1999), de Peter Watkins. La revolución intemporal

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¿Qué habría pasado si los hechos acontecidos en París en 1871 hubiesen sido televisados por dos cadenas de televisión de opuestas ideologías? Esta es, grosso modo, la premisa inicial de La Commune, monumental obra (345 minutos) que Peter Watkins dirigió en el año 1999. Mediante una inteligentísima matryoshka que pone en escena varios niveles de representación, Watkins propone una lúcida reflexión sobre el papel que juegan los mass media en una sociedad en la que resulta, más que nunca, imprescindible reflexionar sobre el verdadero valor del trabajo.

Las manifiestas reminiscencias teatrales sirven para situar al espectador en un lugar tan indefinido como sorpresivo. Un único escenario –una fábrica abandonada que se construyó sobre el terreno ocupado en otros tiempos por el estudio de cine de Georges Mélies– le basta y le sobra a Watkins para narrarnos su visión de los hechos en una combinación de magistrales planos secuencia que nos muestran la interpretación de los actores (muchos de ellos no profesionales) y sus propias reflexiones respecto al argumento de la película y la inevitable relación del mismo con el momento presente. Destaca la ausencia absoluta de planos filmados en exteriores, tan solo vemos las paredes de la fábrica y las distintas estancias que reconstruirán de modo simbólico y minimalista el lugar de los hechos, interpretados al alimón por más de doscientas personas.

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Francia, 1871. La clase obrera trabaja mucho a cambio de poco. Los burgueses ostentan con soberbia su posición social y se enorgullecen de su situación de superioridad respecto al proletariado. Las diferencias sociales van en aumento y el descontento de los más desfavorecidos también. La revuelta es inevitable, algo que forma parte de la Historia –de las historias– y que cada cierto tiempo se repite; en un intento, a lo mejor un tanto utópico, de ajustar la balanza de la (des)igualdad social. Es entonces cuando tiene lugar el levantamiento de los llamados comuneros. Durante dos breves meses este movimiento insurreccional gobernó la ciudad de París y promulgó varios decretos revolucionarios como la separación del Estado y la Iglesia, la autogestión de fábricas abandonadas por sus dueños o la abolición de los intereses de las deudas. La esperanza de los obreros se fortaleció durante un efímero espacio de tiempo, la revolución implicaría una inevitable mejora de las condiciones laborales y paliaría las tremendas desigualdades entre las clases sociales… ¿o tal vez no?

Cínica, analítica, feminista y desencantada, la mirada de Watkins se aleja radicalmente del maniqueísmo y la complacencia: ambos lados del espectro político cometen errores, errores similares y puede que inevitables. La tendencia a la dictadura se produce casi por inercia, sea quien sea el rostro que ostente el poder. La Comuna se convierte de este modo en un proyecto condenado al fracaso y posterior disolución. Las dos televisiones que retransmiten los hechos (por un lado la televisión oficialista de Versalles y por otro la televisión comunal) se muestran finalmente incapaces de mostrar una realidad tan compleja como inabarcable. A pesar de sus reiterados intentos por “acercarse al pueblo”, las imágenes retransmitidas a través de las pantallas no son más que una caricatura tergiversada y sensacionalista de aquello que podríamos llamar realidad.

El proyecto frustrado de Peter Watkins de emitir esta ciclópea obra por televisión me lleva a pensar en el pasado, en esa fe ciega que muchos artistas y activistas depositaron en la televisión como herramienta crítica con potencialidad para incidir de modo efectivo en el sistema. Corrían los años 70 y la publicidad y los realities todavía no habían colapsado la programación. Tal vez, ni siquiera existía la expresión “caja tonta” para referirse al cotidiano aparato de tubo de rayos catódicos. En 1999, casi treinta años después, a Watkins se le impide retransmitir La Commune por televisión (a pesar de que ha sido coproducida entre otros por el canal Arte y el Museo de Orsay) argumentando que su metraje es excesivo. Un razonamiento eufemístico y un tanto irrisorio (¿cuánto tiempo dedicamos hoy en día a ver temporadas enteras de series por televisión?) que no hace más que evidenciar las poco sutiles estrategias de control y el pronunciado sesgo de una Historia que ha sido escrita por un puñado de ganadores. Historia que requiere, más que nunca, de una revisión en profundidad.

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