Knocking on Heaven’s gate. A la memoria de Michael Cimino

Hay muertes que duelen más que otras. Sea por simpatía hacia el personaje o por su corpus creativo, la desaparición de un artista puede dejarnos un hueco en el alma mayor que el de un conocido más próximo. Me apresuro a escribir unas líneas sobre Michael Cimino porque creo que se lo debo, a él y a su cine, aunque vaya a ser parcial, breve y, por esa misma brevedad, injusto.

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La verdad es que no puedo defender toda la filmografía de Cimino, si acaso un tercio de la misma (¡pero qué tercio más grande!). Tampoco puedo alegar gran proximidad hacia la persona, en tanto y cuanto no era especialmente proclive a apariciones o declaraciones públicas. Sin embargo la muerte de Michael Cimino (curiosamente más presente ahora entre nosotros que mientras estaba con vida, como sucediera con Bowie) me toca personalmente. En buena parte, por un factor sentimental, puesto que no muere un nonagenario que iniciara su carrera en los cincuenta, sino un autor que desarrolló su obra más importante en el momento en que yo empezaba a simultanear el goce y el análisis del cine que se estrenaba. En parte también, por la majestuosidad de sus historias. Y, sobre todo, porque los personajes de las mismas, como el propio Cimino (como sucede también con Terry Gilliam y los suyos) se enfrentaban sin temor alguna a enemigos inmensamente más poderosos con aliento épico.

No voy a analizar toda su obra, una obra desmesurada en intenciones y rica en resultados en la que, lamentablemente, abundan los fracasos. Pero sí que quiero destacar, en primer lugar, su capacidad como guionista de crear personajes complejos a los que situará en escenarios aún más complejos. Tipos de leyenda como el Freeman de Naves silenciosas (Silent running, D. Trumbull,1972), el Harry Callahan de Harry el Fuerte (Magnum Force, T. Post, 1973), los Thunderbolt y Lightfoot de Un botin de 500.000 dólares (Thunderbolt and Lightfoot, M. Cimino, 1974), el duo Michael y Nick en El cazador (The deer hunter, M. Cimino, 1978), el sheriff James Averill de Heaven’s Gate (M. Cimino, 1980) o el detective Stanley White de Manhattan Sur (The year of the dragon, M. Cimino, 1985). Un director que no funcionará bajo guiones ajenos como sucedió en el fiasco de El Siciliano (The sicilian, M. Cimino,1987 ), el remake 27 Horas desesperadas (Desperate hours, M. Cimino, 1990) o la irregular Sunchaser (The sunchaser, M. Cimino, 1996).

En segundo lugar, hay que resaltar su habilidad para construir, para buscar los escenarios más adecuados a la trama que contaba. Cimino, procedente de la publicidad, quería realmente ser arquitecto y ello se nota en algunos –brillantes- pasajes. En el contraste entre el penthouse lujoso de Ariane frente a la pobre vivienda de Stanley en Manhattan Sur; en el acogedor bar de El cazador, dónde los amigos se reúnen y se refugian tras el trabajo, tras la caza, enfrentado al pesadillesco espacio de Saigón; y, sobre todo, en La Puerta del Cielo, en el (falso) espacio de redención: salón, salón de reuniones y pista de baile, que acoge a los emigrantes en el Lejano Oeste. Una construcción que le causó su condena, puesto que la fastuosa puesta en escena del prólogo en Harvard fue causante según cuenta una leyenda parcialmente infundada del desequilibrio financiero que hundió a la United Artists

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En tercer lugar, y tal vez por encima de los demás aspectos: su asombrosa capacidad de construir, de definir espacios y movimiento dentro de ellos. Esta habilidad le confería la posibilidad de desarrollar la épica en sus películas. En El cazador tenemos los juegos de miradas de Michael y Nick en la boda de Steven primero, en la secuencia final más tarde, envueltos en ambos casos por un movimiento coral de dos ceremonias, el ritual ortodoxo en el primer caso, el frenesí asesino en el segundo.

En La Puerta del Cielo las secuencias a citar son numerosas: desde los travellings y la grúa que recoge la fuerza, la ilusión, de los recién graduados al travelling que acompaña a la interminable caravana de emigrados, enfrentándose a la idea de progreso que los jóvenes universitarios han remarcado previamente. De los planos tensos, con movimientos suaves, entre la ropa tendida (sábanas a punto de mancharse por la sangre de una víctima más) a la panorámica y al frenesí que siguen la cabalgada del jefe de estación huyendo del recién llegado ejército de mercenarios. Y, sobre todo, de la majestuosidad de la grúa que revela la dimensión de la pequeña capital de Johnson County, sus casas, sus calles abarrotadas, la estación de tren y el local de reuniones, La Puerta del Cielo.

En Manhattan Sur hay tres secuencias de acción antológicas. El tiroteo en el restaurante chino, acribillando la gran pecera, y el asalto al domicilio de White son dos secuencias que permiten admirar la planificación de Cimino. Este confiere al espectador la sensación de violencia y el vértigo de acciones simultáneas sin dejar de narrar parte alguna de la trama, mediante la profundidad de campo o un montaje muy acertado. En el duelo final, con el enfrentamiento seguido por travelling, Cimino consigue elevar a épica la suicida lucha de White contra el crimen organizado.

Y, paradójicamente, pese a que tal grandiosidad las hace únicas, o, tal vez por ello, las más emotivas imágenes de todas sus obras son las más íntimas. Las lágrimas derramadas por los seres amados que se han perdido, en Manhattan Sur y en El Cazador (en una finale coral con todos los personajes tratando de reponerse mientras cantan el himno americano, en una escena no exenta de crítica al patriotismo). En La Puerta del Cielo, las escenas íntimas, como el baile de Ella y Averill en la pista solitaria, una vez el resto de la población ha marchado.

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Y, por encima de todas, necesito destacar la secuencia del bar de El cazador, antes de la marcha a Vietnam, en la que los personajes bromean, beben y juegan para, uno tras otro, empezar a corear y a cantar “I can’t take my eyes off you”. Fue en ese momento de aprendizaje en que Cimino me puso la piel de gallina, lo confieso. Fue en ese instante dónde entendí que el cine puede narrar y emocionar a la par, puede divertir e intrigar, contando las peripecias de los seres corrientes, de tipos no tan lejanos a los que podía encontrar en algún bar de mi ciudad. Entendí entonces que el cine puede ser arte, puede ser reivindicación y puede ser entretenimiento, todo a la par.

Desafortunadamente, Hollywood no lo consideró adecuado y enterró en vida a un gran autor. Durante años esperamos infructuosamente pudiera hacer alguna nueva obra. Ahora lo mejor que podemos hacer es revisitar las secuencias que creó y gozar de ellas.

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