‘Kin-dza-dza!’, de Georgi Daneliya. Tontuna más allá de Andrómeda
Cuando hablamos de ciencia ficción cinematográfica en los tiempos de la antigua Unión Soviética (aquella U.R.S.S. de la que levantaría acta de defunción Ryszard Kapuscinski en El imperio), acuden a nuestra memoria títulos colosales (también algo colosalistas) a rebufo del indudable tirón que tenían los popes autóctonos de la literatura del género. A este canon pretendidamente sublime deberíais de sumarle desde ya uno de los títulos más lisérgicos que uno recuerda: el de esa galaxia clasista llamada Kin-dza-dza.
Situaos. Mediados de los 80 del siglo pasado: la era del blockbuster norteamericano, del high concept (esa “gran idea” que podía resumirse en una frase y que realmente no contaba con un guión mucho más extenso que eso) y, por supuesto, de la resaca starwarsera. Los rusos también querían decir la suya: la conquista del espacio, los multiversos y los saltos en el tiempo no podían ser patrimonio exclusivo del bloque capitalista. Así que…
Así que Georgi Daneliya se puso a ello. El Georgi Daneliya responsable de títulos clave del cine soviético (sí, hubo vida más allá de Eisenstein, Pudovkin, Dovzhenko y Vertov); desde Maratón de otoño (1979) a Yo paseo por Moscú (1964), aquella en la que un jovencísimo Nikita Mijalkov parecía haberse escapado de Banda aparte (Jean-Luc Godard, 1964), dedicándose a escampar la buena nueva de la nouvelle vague entre el proletariado más voluntarioso. Sí, la mejor película militante del más engolado de los directores franceses vivos quizás fuese la de este georgiano cosmopolita que tiraba de surrealismo, parábola y amago de musical para sortear una censura todavía muy en forma.
La cosa comienza tal que así: nuestro Juan Nadie moscovita, Vladimir Nikolaevich, baja a comprar pan y algo de pasta para la cena. Un encargo sencillo que lo hubiese devuelto a casa en cuestión de minutos de no ser porque un joven, violín en ristre, llama su atención sobre quien parece ser un vagabundo descalzo que no anda muy bien de lo suyo. Afirma este ser un extraterrestre venido del planeta UZM 247 en Tentura, una especia de Páginas amarillas que sirve para referenciar cualquier cuerpo celeste. Sólo necesita que le ayuden a ubicarlo correctamente en su vademécum astral para que pueda accionar un mecanismo portátil que afirma le teletransportará hasta el mismo.
Vladimir no está para chácharas y le dice que si tan claro lo ve que apriete el botón y se deje de… demasiado tarde. Su apuesta contra el absurdo no le funciona y los dos transeúntes accidentales aterrizan en Kin-dza-dza, concretamente en un planeta árido situado vaya usted a saber dónde.
¿Qué caracteriza a esta sociedad asilvestrada? Pues una fuerte estratificación social de carácter dual; a saber: o eres chatlano o eres patsako. Se dividen básicamente en entertainers y en miembros de la casta que disfruta de esas actuaciones y a la cual rinden pleitesía constantemente los primeros. Sobrevolando el desierto en sus cachivaches cilíndricos (que denominan pepelats), los comediantes -siempre enjaulados- deben de amenizar las horas muertas de una audiencia caprichosa de la que depende su sustento e integridad física.
Hasta mediado el filme no se nos aclarará que los habitantes de este planeta apenas cuentan con una docena de palabras para sus intercambios verbales, cantidad más que suficiente para plasmar su también escasa variedad de anhelos y temores. Lo más importante del mundo parecen ser las cerillas (ktse), moneda de intercambio de incalculable valor. Para estar presentable durante sus espectáculos improvisados, los chatlanos deben de llevar en la nariz una campanilla tan ridícula como reveladora de su condición (tsak). Para el resto basta con un insulto polivalente y ubicuo (el palabro ‘kiu’) y la socorrida ‘cu’, que designa… pues todo lo demás. Lo que sea.
Nuestros terrícolas con tarjeta de racionamiento lo petan con un espectáculo tosco pero efectivo; una especie de canción infantil berreada con escaso sentido del ridículo, acompañada de manera resultona por el instrumento de cuerda que atesoran. Su objetivo es sencillo: volver como sea a la Rusia comunista, ese paraíso en la tierra en el que nadie le debe servidumbre a nadie (ejem).
Lo cierto es que estos supervivientes sacados de una secuela de Mad Max aspiran únicamente a acabar siendo patsaks, a formar parte de la clase privilegiada. Y es que una vez entre ellos, se abre un abanico infinito de deleites, como el poder llevar un pantalón amarillo para que las reverencias tengan que ser dobles (¿?). Ser, por fin, uno de los que pueden humillar a los otros, hartos como están de arrastrarse de duna en duna a cambio de la voluntad.
Mientras este pulso ridículo tiene lugar, el planeta sigue desgobernado por P-Zh, un perfecto imbécil que se pasa horas intercambiando ‘cus’ con sus acólitos y remojándose en la piscina. La quintaesencia de la política.
Kin-dza-dza (que tuvo un remake animado rodado más de un cuarto de siglo después de la original y titulado Ku! Kin-dza-dza!) es una locura de cabo a rabo. Como si le ofreciesen filmar Dune a Juan Cavestany o a Carlos Vermut. Una de esas películas que ves diciéndote a ti mismo todo el rato “menuda memez me estoy tragando” pero que termina y te deja con el desconcertante bouquet de lo radicalmente distinto (”no sé qué he visto pero esta marcianada me perseguirá durante mucho tiempo”).
A los grandes presupuestos del cine ochentero, los rusos contrapusieron imaginación y falta de prejuicios. Este Doctor Who en el Karakum no propone ninguna aventura épica, ni tan siquiera el acostumbrado ejercicio neurótico-espiritual a lo Tarkovski. ¿Que alguno la habrá entendido como una denuncia de los últimos años de un sistema agonizante pero todavía efectivo? Allá penas, oigan. Yo os recomiendo que la abordéis con el mismo espíritu que veíais de chicos La bola de cristal o, por ponerme más contemporáneo, como si Rick y Morty amaneciesen en otra de sus odiseas siderales sin objeto ni enseñanza alguna.