‘Joker’, de Todd Phillips. Genealogía de lo amoral
Vaya por delante -que no sé por qué parece que haya que aclararlo, quizás para evitar sesgos freaks– que no consumo cine de superhéroes. Por cuestiones de salud mental o esnobismo recalcitrante. Os dejo elegir.
Curiosamente, muchos acérrimos del cine de superhéroes sostienen que Joker es “otra cosa”, que no es exactamente cine de superhéroes (o sea: algo tan notablemente superior a lo que acostumbran a ver que… que a la fuerza tiene que ser otra cosa). También los hay que la consideran directamente una aberración que atenta contra el supuesto dogma comiquero, como si no fuese obligación de cualquier realizador medianamente creativo adaptar (y sí, por qué no: ¡traicionar!) el dichoso material de partida. Al otro lado del espectro, cómo no, se sitúan los cinéfilos recalcitrantes, que posiblemente obviarán una buena película como esta por sonarles a cosa de malotes y archienemigos, capas, poderes ridículos, romance entre pares y demás infantilismos sublimados.
Joker es una notable muestra de cine para adultos. Quizás sea eso lo que la diferencia de ese media docena de títulos anuales que llevan una década sustentando la industria del cine norteamericana, con la colaboración necesaria de unas audiencias alegremente imbecilizadas. Un cine que tiene la inteligencia de utilizar como reclamo la génesis de un antagonista mítico… para terminar dibujando el perfil clínico de un desequilibrado (como si Darren Aronofsky hiciese un biopic sobre Norman Bates, vamos).
Es innecesario insistir en lo evidente: sí, Joaquin Phoenix está estratosférico y hace suyo el codiciado personaje, marcando el tempo de la película con brazos, andares y hasta omoplatos. Su actuación nos recuerda los pocos actores metódicos y obsesivos en activo; quizás por eso nos sorprenda tanto ver a uno de ellos dispuesto a “perderse” en su creación con todas las consecuencias. Joker deviene así la danza macabra de un don nadie que se apercibe de su sino, un desequilibrado no tan harto de su condición mental como de su condición de perdedor.
Sí, la identificación -simple, directa- es inmediata. Y es que no estoy diciendo ni mucho menos que Joker sea una película sutil (señores: estamos hablando del director de Aquellas juergas universitarias (2003), Starsky y Hutch (2004) o la trilogía de Resacón). Aquí, sin embargo, tiene la inteligencia suficiente como para poner toda la acción en las manos (en el cuerpo) de Joaquin Phoenix, en pantalla el 95% del tiempo.
Tampoco os perdáis en supuestos mensajes antisistema. El “marco” de la acción es una sociedad en descomposición, en caída libre en lo que a la apreciación del Bien y del Mal se refiere. No hay nada más banal que ese “muerte a los ricos”, mantra populista que encontrará en Joker un Mesías a su pesar. Quién se haya escandalizado / maravillado por este decorado pre-apocalíptico -tan similar a nuestra contemporaneidad, para qué negarlo- se ha perdido al conejo, hipnotizado por la chistera.
En lo relativo a la supuesta apología de la violencia que hace una cinta alrededor de la progresiva pérdida de la razón de un hombre politraumatizado… ¿habéis visto Rambo V: Last Blood (Adrian Grunberg, 2019)? Si una salvajada como esa no da pie a ningún debate social sobre la irreversible decadencia de Occidente, no seré yo quién se rasgue las vestiduras por tres o cuatro trallazos de ultraviolencia burgessiana.
Cierto es que el Joker que conocíamos hasta ahora era mucho menos selectivo a la hora de ejecutar a desconocidos y allegados. El “loco” Joker actúa de una manera demasiada cuerda: el espectador sale convencido de que las víctimas de sus crímenes “se lo merecían”, dejando en un tramposo fuera de campo lo que quiera que pase en la casa de la vecina redentora. Pero es que los mecanismos de la identificación a veces son perversos: suavizar las maldades de la estrella absoluta del show, porque a fin de cuentas podrían ser las de ese espectador entusiasmado ya con la cuesta abajo de otro perdedor ingenuo.
Aún permitiéndose alguna que otra trampa, Joker es una película tremendamente incómoda, tabú absoluto del cine masivo. La estructura narrativa se lo juega todo al hastío: presentarnos a un personaje apaleado hasta la saciedad y justificar -por pura acumulación de desgracias- el derecho a la réplica expeditiva de un desvalido que se ríe de antihéroes, salvapatrias y demás próceres de la Humanidad.
Phillips acierta al darle la vuelta a la tortilla: el superhéroe enmascarado e hipersolvente conocido como Batman quizás no sea más que una excrecencia, un daño colateral que ni siquiera hubiese existido sin la explosión de rabia y asco que precede a la coronación de Joker como Emperador del Mal. ¿Y qué nos encontramos en esa genealogía de lo amoral? A un pobre hombre sin mayores motivaciones que vengarse de su perra suerte. A alguien que se reía de cosas que aparentemente no tenían gracia, performance vital que concluye con la carcajada (ahora sí, justificada) que antecede a la desmesura y la barbarie.
Mención aparte merece el homenaje cinéfilo continuado a la inmensa Taxi Driver (Martin Scorsese, 1977). Joker vendría a ser una puesta al día del justiciero alienado, con indudable tirada entre el ciudadano tentado por el caos como única vía de escape al sucederse de días de furia. Aquí van algunos de de los parelelismos evidentes:
- Un gesto: alguien llevándose la mano -esta vez no ensangrentada- a la sien, dejando caer el gatillo y resoplando, liberado. Travis-Joker (que aquí va con la cara pintada pero sin cresta punkera) lo heredará a su vez de una vecina, encerrados ambos en unos pisos de protección oficial sin mantenimiento, reclamos constantes de suicidas y desheredados.
- Una ciudad: la Gotham-Nueva York setentera. Si Travis esperaba la lluvia que limpiase las calles, los habitantes de esta megaurbe desabrida se contentan, para empezar, con que termine la huelga de recogida de basuras. Mientras, romerías de neón y asfalto anuncian en sus marquesinas los últimos estrenos del cine porno.
- Un actor-fetiche: Robert de Niro. Tanto Travis como Joker se enganchan al poder purificador de las armas de fuego, a los monólogos heroicos, al insomnio sin medicación que valga. Veo al Robert de Niro de Joker como un Travis convertido en telepredicador cómico, abandonadas las calles por un plató desde el que desquitarse. Su reencuentro con su alter ego oscuro cierra el círculo (de una manera harto expeditiva).
- Un intento de magnicidio: Reagan-Wayne. Si la cruzada nihilista de Travis fue aprovechada por un desequilibrado mental para intentar matar a un presidente de los EEUU, en la ficción alrededor del personaje de DC el poderoso -un Charles Foster Kane sin veleidades intelectuales- vuelve a convertirse en diana del desaliento y el malestar colectivo.
- Un estilo de montaje: Scorsese’s Gangnam Style. Si algo se le puede echar en cara a la cinta es el uso y abuso de hits musicales que dictan la premura e intención con que se suceden las imágenes, haciendo coincidir el momentazo video-musical con algún arranque megalómano / crisis de su protagonista. Una forma de ver (y escuchar) cine que nos remite al mejor Martin Scorsese.
Joker, en síntesis, es el desacostumbrado estudio de un personaje, el a cappella estremecedor de un actor desatado. La anormalidad de los superhéroes (violentados, mutados, autoproclamados) es normalizada del modo más cruel (sobretodo para los fans parapetados a perpetuidad en sus ficciones): con un baño de realidad. Una madre ida, un compañero de trabajo Judas, unos privilegiados que se enseñorean de una ciudad pestilente, un mundo transformado en enorme Falla clamando por una cerilla misericordiosa.
¿Lo más terrorífico? Que el Bien y el Mal no parezcan guardar ninguna relación con los destinos personales de sus representantes. Roles aleatorios, resultados incomprensibles de una lotería genética y ambiental… esencialmente perversa.