Jean Epstein, fotogenia triunfante
“El cine me parece comparable a dos hermanos siameses que estuviesen unidos por el vientre, es decir, por las necesidades inferiores de vivir, y separados por el corazón, es decir, por las necesidades superiores de sentir emociones. El primero de estos hermanos es el arte cinematográfico, el segundo es la industria cinematográfica. Haría falta un cirujano que separase a estos hermanos enemigos sin matarlos, o un psicólogo que allanase las incompatibilidades entre los dos corazones”. Jean Epstein
Sobre la figura de Jean Epstein (1897-1953) sobrevuela ese halo de malditismo (el equivalente a la santidad en el argot cinéfilo) común entre los directores que sólo nos suenan de oídas (y que, sin embargo, estamos convencidos de que merecen ser reverenciados… a ciegas, incluso). Una de esas lagunas que uno reconoce y arrastra con dignidad –el desconocimiento generalizado parece siempre… menos desconocimiento- hasta que se le presenta, ¡por fin!, la ocasión propicia para dejar de presumir de ignorancia. Pues bien, entre febrero y marzo de 2015 la Filmoteca de Catalunya programó un ciclo con la práctica totalidad de sus largometrajes, brindándonos así la oportunidad de juzgar por nosotros mismos si la cosa era o no para tanto. En palabras de uno de los habituales de la sala Chomón de Barcelona, Epstein iba a dejar de ser para mí “ese director tan importante que sale en todas las enciclopedias de la cosa y del que nadie ha visto nada”. Jean Epstein hizo cine entre 1922 y 1948, con un parón “obligado” entre 1939 y 1946. Fue autor ante siquiera de que existiese el concepto de autoría, nutriendo de eso que hoy llamaríamos “películas de arte y ensayo” a los primeros cineclubs de Francia. Por el camino le dio tiempo a desarrollar un estilo propio, caracterizado por la fragmentación del relato (“no hay historias –decía-, sólo situaciones sin comienzo, desarrollo ni final”), la elongación del clímax hasta extremos sergioleonescos, superposiciones, distorsiones del sonido… una experimentación que debió de dejar patidifusos a sus contemporáneos. Y sí, también tuvo que hacer cine alimenticio, incluyendo alguna superproducción con ínfulas y documentales pedagógicos sobre la importancia del agua (véase Eau vive (1938), apología sobre el líquido elemento y su papel en la transformación de la economía local. Tan pedagógica como cargante). Epstein nace en la actual Polonia y a los once años comienza un peregrinaje que acabará en la escuela de medicina de Lyon, compaginando sus estudios con una tarea que, a la postre, marcaría su vocación: secretario y traductor del mismísimo padre putativo del cine, Auguste Lumière. Traba contacto por aquél entonces con directores que tratan de trasponer los preceptos de la vanguardia al cine, mentando todas las biografías a tres afines al impresionismo: Abel Gance, Louis Delluc y Marcel L’Herbier. Más conocidos son los integrantes del surrealismo con los que también alterna (André Breton y Luis Buñuel), teniendo a este último como asistente de dirección en dos de sus películas. Antes de rodar su primer filme con 25 años de edad (Pasteur (1922)), ya era conocido como crítico y teórico de ese arte en pañales llamado cine. Os recomiendo que os hagáis con algunos de sus artículos de los años veinte: resultan tan apasionantes como comprensibles (1), con un lenguaje directo y nada ampuloso. (A veces se da un aire entre mesiánico y visionario que será muy del agrado de los lectores de Friedrich Nietzsche). De su filmografía, destacaría especialmente cuatro títulos: La belle nivernaise (1923), El hundimiento de la casa de Usher (1928), La femme du bout du monde (1937) y El domador de tempestades (1947). Cuatro cintas magníficas con mucha fatalidad y mucha agua de por medio y con un estilo a caballo entre dos Jeans más célebres: Vigo y Renoir. Pero como hemos dicho, Epstein fue un realizador que también se supo plegar –en pos de la anhelada independencia- a los designios de la industria de la época. Eso explicaría uno de sus primeros trabajos: El león de Mongolia (1924), a rebufo de la Babilonia exótico-cool de Intolerancia (David W. Griffith, 1915). Una película con ánimo de colossal que por momentos también nos recuerda a la Cabiria (1914) de Giovanni Pastrone, con relación de fidelidad y camaradería “más allá de la razón” entre amo y sirviente incluida. Por avatares varios nuestro héroe mongol acaba haciendo películas en la Vieja Europa, enamorándose de quién parece ser su hermana y dándose cuenta, ya hacia el final, de que quizás lo mejor sea volver a casa a reconquistar a otra chavala a la que dejó incomprensiblemente colgada. Hay choque de culturas, un banquero malo y una noche loca por las calles de París. Un año antes Epstein había rodado L’auberge rouge (1923), una delicia entre salones versallescos con un crimen sin castigo -cometido tiempo atrás- sobrevolándolo todo. Mientras un invitado aficionado a las anécdotas macabras narra la historia –el asesinato de un viajero que pasa la noche en el albergue del título con una carga demasiado valiosa bajo el cogote-, el futuro yerno de la familia comienza a atar cabos y a sospechar de alguien muy, pero que muy próximo. Epstein está más interesado en centrarse en la noche de autos, esa en la que el uno cometió el crimen y el otro cargó con la culpa. Una cuestión de conciencia que halla su histriónica apoteosis bajo la tormenta nocturna, con nuestro protagonista batallando con sus legítimas dudas morales. Finis terrae (1929) y L’Ors des mers (1932) se inscriben en esa tradición marinera característica de la etapa final de su carrera. Dos sucesos que sacuden a comunidades pequeñas, con un afán documental que las emparenta con la mucho más conocida Hombres de Arán (1934), de Robert J. Flaherty. Ambas están montadas alrededores de dos escenas culminantes, con un tratamiento del suspense sostenido, ralentizado. Un accidentado que necesita ser socorrido y para ello, arribar al continente. Y una mujer atorada en mitad de arenas movedizas, con una imparable marea creciente. Mauprat (1926), adaptación de la novela homónima de George Sand, fue una película importante para Epstein: la primera que produjo, la primera genuinamente independiente. Con todo, los resultados no fueron satisfactorios: sin grandes apuestas formales, con una puesta en escena ramplona. Volvemos a los tiempos de la Revolución Francesa y asistimos a la guerra abierta entre dos clanes… hasta que el amor irrumpe en la historia para redimir al cazurro del protagonista. Dos cortometrajes brillantes, dos historias que nos dan la medida del genio de Epstein: El espejo de las tres caras (1927) y Sa tête (1929). Visualmente rompedoras, narrativamente complejas (sí, es posible perderse en una película muda). En la primera, un amante diletante y poco esforzado se dedica a seducir y abandonar. Y el espectador es el que debe de reconstruir qué pasó exactamente en cada ocasión, porque el director galo no nos lo pone fácil: flashbacks sofisticados, relatos dentro del relato. La cinta es recordada por un accidente automovilístico digno del prólogo de Lawrence de Arabia (1962): cielo, velocidad, líneas telefónicas y pájaros kamikazes. Sa tête da un giro detectivesco a una noticia sacada directamente de la crónica de sucesos (y que apunta, en un principio, a un crimen pasional), con continuos saltos en el tiempo y cambios de punto de vista. Una pieza redonda, un engranaje lubricado con los mejores hallazgos de, pongamos,
la etapa inglesa de Alfred Hitchcock. Fatalidad, romanticismo, madre compungida y falso culpable. La belle nivernaise (1923) sería todavía más maravillosa si no existiese l’Atalante (Jean Vigo, 1934). Su primera parte es sensacional, genuinamente lírica, a pesar del chaplinesco recurso del chico huérfano. Una elipsis y vamos a lo que importa: el Sena, una barcaza, un amor incipiente. Lástima que al final irrumpa el pasado folletinesco y la necesidad que tiene Epstein siempre de “escenificar el conflicto”; en este caso, un inminente accidente al pie de las esclusas. El hundimiento de la casa Usher (1928) pasa por ser la película más conocida de Jean Epstein. Es una cinta imprescindible para los aficionados al cine de terror y quizás la muestra más completa de todos sus recursos. De concepción expresionista (sombras alargadas en estancias donde parece estar a punto de irrumpir el doctor Caligari, ondular de cortinas, extraños sonidos y mórbidas obsesiones tan del agrado de Allan Poe), logra contagiar el malestar regodeándose en planos aparentemente inmóviles, pero violentados por la irrupción de la más terrorífica de las fuerzas: el paso del tiempo. Un terror psicológico en la línea de la posterior La bruja vampiro (Carl Theodor Dreyer, 1932) y que se manifiesta a través de armaduras y montoneras de libros cayendo a cámara lenta o de una tétrica comparsa que carga con el ataúd a través de un paisaje yermo. Magistral. Coged el humanismo desbordante de Jean Renoir (con sus desayunos campestres y sus musas en ocasiones terribles) y mezcladlo con el cine más masculino de John Ford (Hombres intrépidos (1940))… pero aderezado con la sombra de una duda que pende sobre cualquier acción humana (el toque Rohmer, si queréis). Eso vendría a ser La femme du bout du monde (1937), un hermoso cuento que parece sacado de siglos de tradición oral. Y no exagero, porque atención al planteamiento inicial: un barco con una misión que se va a prolongar muchos meses en el tiempo recala en una isla inhóspita donde hay… ¡un bar regentado por una mujer! Claro que ella no está sola, eso sería ponerlo demasiado fácil: tiene un hijo muy dócil y un marido traumatizado que sólo sabe tocar el banjo y mirar a las musarañas con cara de horror inminente. Como no os costará suponer, la mayoría de la tripulación caerá bajo el embrujo de esta sirena bretona, “olvidando” con sospechosa rapidez sus compromisos previos en el puerto de salida. Un inquietante tratado que mezcla la fábula y la iniquidad, sin dar ninguna solución alentadora a la enorme distancia existente entre nuestros deseos y nuestras palabras. El domador de tempestades (1947), mediometraje y penúltima película de Epstein, compendia como ninguna otra sus ansias de “otro” cine. La leyenda se mezcla con la superstición, con un Macguffin argumental que se resume en una línea: ¿qué pasaría si un chamán costero pudiese atemperar la furia de los mares y salvar así a unos marineros a merced de los elementos? El resto, un recital de cine mudo a finales de los cuarenta: la espuma de las olas, el viento, la adivinación. Cine sensitivo, cine que apuesta por la libre asociación. Resuenan otra vez sus propias palabras: “el cine es el medio más poderoso de poesía, el medio más real de lo irreal”. El mar, las islas de la Bretaña francesa… Epstein las había descubierto en 1928. Apenas tenía 30 años y tuvo que hacer un viaje de reposo, para desconectar y hacer balance. Acababa de rodar La caída de casa de Usher y descubrió cuál era el único destino posible para los productores solitarios: la ruina. A partir de aquí sólo pudo cultivar el cine comercial y propagandístico… con la finalidad de recaudar dinero para volver a rodar historias sencillas, señalándole el camino a Rossellini y compañía. Epstein hizo películas para “ellos” y películas para sí mismo, parafraseando a John Huston. El aparato teórico que sustenta su cine no resulta apabullante, por la sencilla razón de que conocía la naturaleza de los supuestos gustos mayoritarios (“debo ganarme la confianza de aquellos, aún numerosos, que creen que sólo el melodrama más bajo puede interesar al público”). Su filmografía no es tan redonda como la de Vigo (por la sencilla razón de que vivió más) y no abundan las obras maestras, esas tan queridas por los coleccionistas de fósiles. Y sin embargo, uno tiene el convencimiento de que este hombre intentó algo muy distinto, convirtiéndolo en pionero absoluto de la radicalidad. Me despido de Jean con las atinadas palabras de Robert Farmer para Senses of Cinema: “aunque Epstein y Eisenstein disentían sobre la primacía de la cámara o el montaje, estaban de acuerdo en la existencia de un fenómeno a través del cuál las imágenes dispuestas en la pantalla en un determinado orden podían apelar a ideas abstractas alojadas en las mentes de la audiencia. Epstein tenía un enfoque animista, Eisenstein más intelectual, pero ambos se dieron cuenta de que esta característica cinemática tendría una importancia capital en el nuevo medio” (2). (1): http://www.cinefagos.net/index.php?option=com_content&view=article&id=444:a-proposito-de-algunas-condiciones-de-la-fotogenia&catid=95&Itemid=60 (2): http://sensesofcinema.com/2010/great-directors/jean-epstein/