‘House of cards’: érase una vez en Washington
“Intento no ver los telediarios, siempre salen demasiadas caras conocidas” Rachel Posner, prostituta. La primera impresión que me llegó de House of Cards fue telegráfica –es lo que tienen las redes sociales- y decía tal que así: “tío, Kevin Spacey es el nuevo Al Swearengen”. La comparación lo emparejaba certeramente con el carismático “malo” de Deadwood, una serie HBO que incomprensiblemente se quedó en tres temporadas, privándonos de un final catártico. El bueno de Al era bastante aficionado al puterío y a soltar monólogos en mitad de las felaciones que le practicaban sus dóciles empleadas, todo ello sin dejar de urdir enrevesadas estrategias que le permitirían –a su entender- dominar su hediondo pueblucho. House of Cards aspiraba a ser revolucionaria desde el comienzo, a “marcar la diferencia”. Empezando por el formato elegido para su distribución comercial: se estrenó en el servicio de streaming de Netflix, una desconocida en esto de la competencia televisiva (y que acudirá el próximo 22 de septiembre a su primera ceremonia de entrega de los premios Emmys con nueve nominaciones bajo el brazo). Los trece capítulos que conformaban esta primera temporada se subieron el 1 de febrero de 2013, acabando con las agónicas esperas semanales que traían por la calle de la amargura a los teleadictos más ansiosos e irredimibles. Uno podía desconectarse de la vida un fin de semana y verlos todos de una sentada, como si de una película de duración desproporcionada -¿acaso es otra cosa?- se tratara. Con dos capítulos firmados por David Fincher –uno de los productores ejecutivos de la serie junto al propio Kevin Spacey-, el caramelito conjugaba a la perfección un acabado de qualité con intérpretes de altura –la revivida y maléfica Robin Wright, la morbosa pero aquí algo sosita Kate Mara-. Clasificable dentro de esa corriente seriada del descreimiento y la relatividad moral –el “piensa mal y acertarás” que engloba ficciones tan dispares como Roma, Dexter, Californication, Juego de tronos, Breaking Bad o American Horror Story-, House of Cards vendría a ser el reverso tenebroso de aquél buenismo naïf que desprendía El ala oeste de la Casa Blanca. “¿Queréis que os hable de política? Muy bien: pues aquí van tres tazas con todo lo que ya debíais de suponer”. Francis Underwood es un congresista obsesionado por el control de los flujos de información y su consecuencia más cercana y evidente (la acaparación de Poder, con mayúsculas), hasta unos extremos que sólo se atreve a reconocer a cámara (esos apartes en los que se dirige directamente a un espectador enardecido por su maquiavelismo). No está especialmente interesado en el dinero: la suya es una superestructura edificada con esmero y materiales duraderos, llamada a perdurar más allá de un par de generaciones decadentes (aunque uno se pregunta quién se supone que la heredará, dado su nulo interés en dejar descendencia). No, lo que le va a Francis es la partida en sí misma, el fintar al contrincante y preparar celadas donde todo vale. Porque lo suyo no es, precisamente, el juego limpio… Con el tiempo –y no hará falta aguardar muchos episodios- nos iremos percatando del elemento que está hecho. Como él mismo reconoce, las reglas no están hechas para él: en el amor y en la guerra –eso es para él la política- absolutamente todos los medios son legítimos. Su pragmatismo e individualismo –tan americanos, después de todo- cuentan con una única aliada incondicional: su propia mujer. Claire Underwood posee la presencia etérea de los cuadros de John Singer Sargent. Una Madame X que luce e incluso deslumbra en las fiestas de la alta sociedad, con negocio propio a la sombra de los tejemanejes de su marido. ¿Ambiciosa? Hasta extremos inimaginables. Más que un matrimonio, la suya es una Sociedad Anónima con los roles bien repartidos: dos comerciales con indudables habilidades técnicas que se compenetran, se encubren y se animan mutuamente en su imparable escalada hacia los puestos principales en el gobierno de una nación. Una nación donde el mérito y la excelencia han quedado relegados a un segundo término: lo importante es la habilidad que uno tenga para influir en los demás sin decidir directamente, para repartir las cartas sin revelar en ningún momento el signo de la propia mano. Los Underwood son profesionales de la especulación ideológica. Los proyectos de ley que sancionan o auspician pueden tener el marchamo liberal o conservador, meras etiquetas tras las que se esconde una única verdad: ellos tienen de antemano la capacidad de saber de qué lado se va a inclinar la balanza en las votaciones. Las intrigas de Francis –dirigidas, como sabremos a medida que avance la trama, a ocupar la vicepresidencia de los EEUU- vienen adecuadamente disfrazadas de servicio a la patria, de sacrificio, de
actividad propia de hombre de Estado… ¡qué digo! A buen seguro, Underwood acabará siendo eso que la historia bautiza como “un estadista”. En realidad, hay poco de Churchill y mucho de Bismarck en sus apuestas ludópatas: al congresista le va la marcha, el corto plazo, hasta la ruleta rusa. Es un Gollum sin anillo al que le reconcome por dentro la cercanía del premio. Un premio que dice no necesitar, aunque le gusta ser agasajado como al que más. Lo jodido del asunto es que uno acaba sospechando que a los presidentes del así llamado “mundo libre” les gusta rodearse de gente con esta clase de… “talentos”. Tipos sin miedo aparente -¿temerarios, sin más?-, definitorios, delanteros centros natos. Underwood lidia con crisis y las soluciona a su expeditiva manera: una huelga en la enseñanza con un niño muerto, un rival indeseado con un inexistente pecado de juventud, una desavenencia conyugal con un asesinato. Porque esta sociedad aparentemente bien avenida entre Francis y Claire cuenta con un obstáculo que se antoja insalvable: la ambición infinita de ambos. Una ambición que se superpone y se solapa, inevitables conflictos de intereses que aparecen de cuando en vez y que ponen en peligro la relación simbiótica. Llegado el momento, ninguno de los dos podrá substraerse a su condición de escorpión. Está en sus naturalezas y no lo podrán evitar. Los daños colaterales –sembrar el camino al trono de cuántos cadáveres sean necesarios y no sólo en un sentido metafórico- son la especialidad de la casa. Claire no duda en despedir a media empresa, en jugar a la agente doble con los intereses de su marido –cuando chocan con los suyos-, en volver a refugiarse en los brazos de un amante al que utiliza para reafirmarse continuamente en lo acertado –y práctico- de su alianza matrimonial. Ha tenido un buen maestro: Francis hace lo propio con el sexo –creando ataduras en realidad inexistentes con una periodista ambiciosilla-, la lealtad –sacrificando a compañeros de partido, a guardaespaldas ingenuos, a amistades que ya no le pueden reportar beneficios de ningún tipo- y la verdad. Todo acaba siendo relativo, todo acaba enturbiado. Pero… ¿acaso puede ser de otro modo? ¿No es la amoralidad y la laxitud ética una condición sine qua non para acceder y conservar ciertos puestos? La tela de araña de Underwood se hace cada vez más densa, más compleja, más ingobernable. Y no hay símiles ajedrecísticos que valgan, porque nuestro Bobby Fischer no ha requerido nunca de tableros. De hecho, se relaja de la misma manera que cualquier adolescente: sentándose frente a la pantalla plana y decapitando enemigos en videojuegos casi tan sangrientos como la propia política. Mientras tanto uno está cada vez más atrapado y perdido en este castillo de cartas que parece a punto de derrumbarse por las numerosas sacudidas del azar. House of cards resulta terroríficamente verosímil. El compadreo de los poderosos, el orgullo de casta –“dime en qué universidad estudiaste y te diré exactamente hasta dónde podrás llegar en esta vida”-, los lobbies y sus intereses torticeros, las victorias numantinas, las decisiones apresuradas que deben de parecer profundamente meditadas. No nos suena pesimista, no nos parece ciencia ficción. ¿Mayor demostración de lo adulteradas y enfermas que empiezan a estar nuestras democracias? Francis Underwood no es una anomalía del sistema, qué va. Es un hijo de su tiempo y como tal está dispuesto a hacer lo que se espera de su esmerada educación: medrar y eliminar a sus contendientes. Como si del Damien de La profecía se tratase, al espectador sólo le queda asistir consternado a su imparable ascensión. Su Reino, desde luego, no será de este mundo.