Hitoshi Matsumoto: orígenes surrealistas (y II)

A sus 52 años, Hitoshi Matsumoto se revela en las entrevistas como cualquier cosa menos un tipo mundano. Educado y serio, sus personajes-histriones le permiten sobreponerse a una timidez congénita, dando rienda suelta a ese “grotesco japonés” en el que tantos occidentales decidimos refugiarnos. Y es que el país que ha sabido llevar al absurdo la autocontención, no cesa de dar a luz a bufones que son surrealistas porque tendrían demasiado trabajo para ser iconoclastas, rodeados como están de estatuas, lucernarios de piedra y acrisolados símbolos nacionales.

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Sea o no un tipo culto, deje o no algún día de acuñar neologismos, haga incluso gracia o no, Hitoshi Matsumoto es el responsable de uno de los corpus cinemato-cómicos más coherentes desde los tiempos de Jacques Tatí. Cuatro cintas donde habla de superhéroes caídos en desgracia, humanos en pos de trascendencia, samuráis a pecho descubierto y practicantes del sado-maso a tiempo parcial. La vida misma, tú. Hoy y aquí, hablaremos de sus inicios.

Su primera película, Big Man Japan, fue seleccionada para la Quincena de Realizadores del festival de Cannes de 2007. Vendría a ser como… como una película Marvel rodada en plan Werner Herzog.

El Gigante del Japón, el arma secreta del país, resulta ser un tipo marginado, un desecho mediático despreciado por la opinión pública. Sometido a las pertinentes descargas eléctricas, nuestro paladín crece hasta tener las dimensiones godzillianas indispensables para poder enfrentarse a una legión de monstruos que asolan periódicamente las islas. Un trabajo que no está especialmente bien pagado y que no cuenta con la comprensión de sus conciudadanos, hartos de ver su ciudad reducida a escombros en nombre de un bien mayor. Lo tienen claro: el remedio es peor que la enfermedad. Y los ratings televisivos así lo atestiguan: sus épicos combates son menos seguidos que la información meteorológica.

Matsumoto incorpora a este mutante por herencia, funcionario separado acostumbrado a comer solo y verse acosado en su propia casa al retornar a su tamaño normal. El portento es de naturaleza simplona: le gustan las cosas que “pueden hacerse grandes a voluntad”, ya sean paraguas o algas deshidratadas y vive bajo el trauma infantil de una iniciación demasiado temprana en el mundo de los superpoderes.

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La singularidad del filme surge de esa tensión entre la asquerosa normalidad (el día a día de un tipo cuyo único trabajo parece consistir en esperar una nueva llamada del ministerio de defensa informándole de la siguiente hecatombe) y unos combates francamente originales en los que debe de enfrentarse a unos yokais ciclópeos que no tenemos ni idea quién envía ni qué oscuros fines persiguen (más allá de la destrucción por la destrucción).

El final abraza con decisión el surrealismo: nuestro héroe patético se enfrenta a su némesis (un diablo rojo saltarín e hiperactivo), para acabar como invitado especial en una especie de Power Rangers Redux. No se nos ocurre carta de presentación más dadá: Big Man Japan le negaba al hombre la posibilidad misma de ser extraordinario. Podría sonar presuntuoso, pero en su siguiente película (Symbol) Matsumoto iría todavía más allá: del superhéroe al superhombre. Del monstruo al Dios.

Symbol es una gran broma existencialista desde su mismísimo título. Dos historias sin relación aparente, apenas unidas por el vuelo de una pluma: la de un luchador enmascarado mexicano camino del ring y la de un japonés que amanece sin más en un cubículo blanco e impoluto. Aprendizaje y práctica de la vida según Hitoshi Matsumoto, director, guionista y protagonista de la misma.

De los dos relatos, el que realmente nos interesa es el del tipo en pijama de topos azules y rosas que, cuál personaje de Cube, nace a la vida en un entorno controlado y –pronto lo descubriremos- bastante cruel. Y como buen nipón, la primera palabra que sale de su boca es un “sumimasen”, esa expresión-comodín con la que parecen estar disculpándose continuamente por el mero hecho de… existir.

Tras una rápida exploración de las cuatro paredes que lo circundan, nuestro homo antecessor descubrirá una protuberancia que, al ser accionada, le permitirá arrancar el juego. El pinganillo resultará ser el paquete testicular de unos angelotes que se camuflan al otro lado, dejando sólo a la vista el dichoso pitilincho. Presionándolo, uno puede acceder a esos objetos “imprescindibles” en todo hogar en ciernes: un cepillo de dientes, un megáfono, un bonsai, un jarrón, cojines, flexo, taburete, tostadora, manopla, regadera, desatascador, tumbona… el problema es que los objetos se materializan al azar, sin orden ni concierto y sólo en función del pene que remueva.

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¡Ah, la vida, qué jodida! Cuando te puedes pegar un atracón de sushi, resulta que no hay salsa de soja a mano. Cuando estás abstraído leyendo tu manga favorito, se te niega el dichoso tomo seis, yéndose al garete la felicidad misma. Se tiene lo que no se desea, pero lo cierto es que no por eso uno deja de acaparar cosas (en el caso de nuestro protagonista porque tampoco tiene nada mejor que hacer, no nos engañemos). Y de vez en cuando, cuando la fortuna parece sonreírnos… el cielo se abre y unas enormes posaderas descargan ventosidades sobre nuestra persona. ¡Dios!

En definitiva, que estos angelotes de risa fácil –como todos los habitantes del Olimpo- resultan ser bastante caprichosos a la hora de repartir dádivas, sustos o putadas. Pero hete aquí que el tipo del peluquín y los topos descubre una vía de escape: una puerta secreta que, en apariencia, le ha de permitir pasar a un nivel superior, acceder a una vida mejor. Cualquier cosa debe de ser preferible a su triste realidad, ¿no?

Tras mil y una estrategias –tras mil y un planes con los que uno cree poder llegar a satisfacer algún “objetivo vital” irrenunciable-, nuestro explorador de mundos logra traspasar el umbral, para encontrarse con un larguísimo pasillo que va a desembocar… en otra estancia cerrada con ángeles más crecidos que dejan igualmente expuestas sus partes pudendas en una inquietante penumbra. Será así, aupándose sobre ellas y escalando hacia la luz, como nuestro congénere devendrá Dios, si por Dios entendemos a un sujeto capaz de hacer que sucedan cosas –algunas puramente anecdóticas, otras terribles- sin entender siquiera el cómo, el por qué, ni el para qué.

Matsumoto –humorista, por encima de todo- demostró sus ansias de universalidad en sus dos primeras y más memorables películas. Porque si en Scabbard Samurai y R-100 se refugiaba en la comedia de la repetición y el esperpento, en Big Man Japan y Symbol inquiría directamente a los kamis (esas divinidades sintoístas que parecen pulular por todas partes) las razones de una existencia angustiosamente carente de sentido.

¿La respuesta? Pues muy japonesa: vivimos para ver arrasada periódicamente Tokio, coleccionar cosas y soñar con abandonar el dichoso círculo de reencarnaciones.

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