Hacia un cine sin cines
La fiesta del cine. Ya sabéis, ese contubernio anual pergeñado con la loable intención de llenar las salas siquiera una vez por temporada (o de “festejar” la cosa cinematográfica si compráis la versión naif). Este año las proyecciones -programadas entre el lunes 3 y el jueves 6 de junio- iban precedidas de un comercial elaborado ad hoc. En el anuncio se veían calles vacías (escenario apocalíptico a lo 28 días después), un alma cándida buscando algún vestigio de vida humana, un chico atribulado salido del imaginario de Chicho Ibáñez Serrador corriendo calle arriba… la broma infinita terminaba asegurando que si la ciudad se había vaciado era porque todos estábamos en las salas, imbuidos del espíritu de los Lumière.
No, la cosa no fue tal que así. A pesar de poner las entradas a 3,5 euros, el patio de butacas siguió plagado de extensos claros, hubo contadas colas y sobreabundancia de habituales. Esa curva de afines que va amortiguándose año tras año, entre la caída libre y el lento declinar estadístico.
Aunque Godard anunciase machaconamente la muerte del cine, lo hizo siempre desde una perspectiva creativa (en su ingenuidad de comulgante creía que se acabaría antes el ingenio que las ganas de disfrutar del mismo). Lo cierto es que estamos entrando en una etapa de estertores agonizantes que no tienen pinta de prolongarse más allá de un par de generaciones… y no, no será por falta de buenas películas.
Primer lugar común: el público le ha dado la espalda al séptimo arte porque “ya no se hacen pelis como las de antes”. Niego la mayor, excepto en el caso de un espectador abducido por la fórmula masiva estadounidense, apenas ya una escudería de franquicias (como el sistema de estudios, pero sin rubor por la fotocopia) que no sobrevive ni a la comparación con el cine que se hacía en la década de los 90 del siglo pasado… y que ya nos parecía entonces cansino e hipertrofiado.
No se trata de entonar réquiem por clasicismo alguno: el “gran cine” ha pasado a ser, sencillamente, sinónimo de exceso formal y temporal. El pulso contra el streaming ha quedado reducido a la pugna por ver quien prolonga por más tiempo el secuestro del espectador: quédate con nosotros (en el sofá o en la butaca) todo el tiempo posible, aunque sea para ver cómo juegan otros sus partidas (sí, el espectador tiene cada vez más la sensación de estar viendo heroicidades que le son ajenas, sin más mérito que la acumulación, la pericia y el comentario gracioso en off).
Pero no, la verdad responde a los principios de la navaja de Ockham: la que prevalece siempre es la explicación más sencilla. ¿Y cuál es esta? Pues que nos hemos vuelto comodones, sedentarios, solitarios. Sin ganas de interactuar con nadie, sin ganas de someter nuestra opinión a ningún refrendo que no sea el de nuestro círculo más íntimo (y ni eso). Acudir a una proyección pública es entendido como algo innecesario, engorroso: por razones tecnológicas (“¡mirad qué pantallote tengo en casa por 400 napos!”) y sociales (¿falta de educación de aquellos con los que se comparte sala, demasiado acostumbrados al salón de sus casas y con una preocupante tendencia a trasladar esa sensación cañí al abigarrado cubículo del multicine?).
Multicine, blockbuster, mirar la pantalla de reojo mientras se merienda o se cena… diréis que no es el espectador más glamouroso del mundo, pero era el que mantenía vivo el negocio. Ese que ahora ni está ni se le espera.
Vamos, que acá viene mi tesis: el cine no ha muerto. El que ha pasado a mejor vida ha sido su espectador más impenitente.
¿Razones? Las que prefiráis en función de vuestro background emocional: que si la masa ha enterrado la rebelión gassetiana, que si se halla cada vez más cohesionada en sus gustos (adivinables por unos algoritmos sorprendentemente efectivos), que si se trata de una mayoría que busca, sin más, otros estímulos…
Cualquier cambio en el gusto mayoritario es asumido como una debacle poco menos que intelectual por la(s) generación(es) anteriores, cuyas preferencias quedan así puestas en entredicho. Pero eso no frena en modo alguno lo inevitable; en nuestro caso que los cines se van a vaciar de espectadores a menos que se produzca un cambio de paradigma que, como tal, no se vislumbrará en el horizonte hasta que acontezca (si lo hace).
A veces olvidamos que, en esencia, eso significó ir al cine para el espectador antaño (irremisiblemente) seducido: ir al encuentro de sensaciones fuertes. El bagaje emocional (para muchos todavía “emotivo”) nos retrotrae a un enganche de origen cuasi infantil: cosas enormes les pasaban a gentes sobredimensionadas. Eso, ahora, se obtiene claramente por otras vías, en un entorno de consolas, competición grupal o individualista, gadgets que fomentan la privación mental (a través del exacerbo sensorial) y, en suma, el enganche dopamínico. No puedo establecer comparaciones, porque esta era -que muchos aseguran que arrancó hace ya más de un cuarto de siglo, con la llegada del Final Fantasy VII– me es por completo ajena.
Dicen los amantes de los videojuegos (la mía fue precisamente la primera generación en la que esta “nueva forma” de ocio empezó a ganar adeptos y restarle seguidores al cine) que la experiencia cinematográfica -aquel escalofrío primigenio, por entendernos- ha sido perfectamente reinventado por unos escenarios-experiencia en los que uno disfruta de los privilegios que antes eran territorio exclusivo del protagonista; como si la cualidad de espectador fuese ahora sinónimo de laxitud, de pasividad, de rendición. Hasta de falta de imaginación.
Quizás para algunos el cine nunca fuese más que eso: una forma como otra cualquiera de ocio. Quizás una amplia mayoría le negó siempre ninguna posibilidad de legitimización intelectual. Quizás -si solo se trataba de “pasar el tiempo”– hayan hecho pero que muy bien en transicionar a una experiencia más agradecida, más plena, más alienante.
El cine que importa no pasa por la cesación de labor mental alguna (esa “omisión de actividad” con la que la RAE define precisamente el ocio), aunque uno sea un gran reivindicador del cine de evasión, del placer inmediato que no proviene forzosamente de guiones excelsos, actores soberbios o puestas en escena milimétricas.
Liberado quizás de ese lastre -el de la lógica de un negocio convencido de saber qué darle a un público al que siempre trató de “poco sofisticado”-, el cine sin cines puede que no acabe resultando tan mala idea (más allá de su inevitabilidad). Y no porque uno apueste por convertir lo minoritario (eso en lo que va camino de convertirse) en elitista, sino porque va siendo hora de reivindicar los espacios de reflexión, de debate, incluso de confrontación ideológica.
Y eso el cine todavía lo es. Un espacio próximamente virtual donde unos hablan -sí, a veces demasiado, a veces sin tener nada que decir, a veces por pura imitación- y otros escuchamos. Donde la tan cacareada “interacción” se produce a posteriori (sí, para elaborarse una opinión de cualquier cosa el silencio previo sigue siendo una condición sine qua non).
Sigamos o no pudiendo ir a esos coliseos a los que nos une una relación sentimental, el cine sobrevivirá gracias a los que quieran seguir mirando, escuchando, criticando. Es en esa búsqueda del otro -sí, también del que opina diferente- en la que nos reencontraremos, reconociéndonos fácilmente entre la abigarrada multitud ausente.