Frikis, nerds, otakus y otros seres distintos y apasionados

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El Día del Orgullo Friki ya está aquí y nosotros calentamos motores la semana pasada acudiendo a una de las noches temáticas organizadas por el Espai Daruma. Su título era Otaku: de parias a héroes cool. Aunque como veremos a continuación… que no, que ni tanto ni tan poco.

Antes que nada, una introducción. ¿Qué demonios es esto del Espai Daruma? A la gente de Daruma (http://www.daruma.es/) ya la conocíamos: tras una década haciendo honor a su lema (respeto, compromiso, profesionalidad y pasión por su trabajo) se han acabado convirtiendo en el buque insignia por acá en lo que a traducción e interpretación de la lengua japonesa se refiere, con más de 3.500 volúmenes en su haber y un sin fin de episodios para cualquier manifestación audiovisual que se os ocurra.

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Pero ahora, además, tienen sede en Barcelona. Un reducto –más bien remanso- de cultura a la altura del número 32 de la calle Secretario Coloma. (Ya, sí, seguro que habéis pasado por delante unas cuántas veces y os habéis preguntado qué hace ese cabezón guiñándoos el ojo… ¡entrad, malditos, entrad!) Una auténtica avanzadilla nipona en nuestras tierras, con unas ganas infinitas de comunicar… pues eso, una pasión. Porque el Espai Daruma (https://www.facebook.com/espaidaruma) aspira a observatorio, a aulario abierto al debate, a punto de encuentro de gentes con pasiones parecidas (o no). Sin maximalismos y prestándole especial atención a la cultura popular, tan ninguneada por estos lares.

El sempai de la velada fue Oriol Estrada, dispuesto a guiarnos por las procelosas aguas del universo otaku. Los amantes de las cronologías estáis de enhorabuena: existe una fecha reconocida mayoritariamente como pistoletazo de salida del movimiento. Aunque propios y extraños estén también de acuerdo en que nunca ha acabado de ser un movimiento como tal… en fin, nos plantamos en el 22 de febrero de 1981. What a lovely day! El evento en cuestión: el estreno de Gundam (la película, ojo, la película compilatoria. Y no, no me preguntéis cuántas llevan ya). Ante una muchedumbre entusiasmada –y un entusiasmo a la japonesa es mucho entusiasmo- Yoshiyuki Tomino –el creador de la criaturita de 18 metros con pistolón- lanza un discurso/apología del anime como entretenimiento adulto. ¡Habemus año cero de la mitología otaku!

¿De donde provenían los popes intelectuales de esta redefinición de la industria del entretenimiento? Pues muchos de ellos fueron hijos del descontento, aquél que se forjó durante las manifestaciones estudiantiles –sí, los japoneses también tuvieron su mayo, incluso antes de 1968-. La beligerante Zengakuren centró sus esfuerzos en tratar de impedir la renovación del tratado de mutua seguridad nipón-americana, que básicamente permitía a Estados Unidos utilizar territorio japonés con objetivos militares.

Pero había más detrás de todo aquello. Había un país que empezaba a estar copado por salaryman y unos universitarios con un indudable vértigo por un futuro tan aparentemente prometedor como… alienante. No debe de olvidarse que a lo largo de la década de los 60, el PNB creció en Japón a un ritmo del once por ciento anual, comparado con el cuatro por cierto de los Estados Unidos (1). Una burrada, vamos.

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Los ideólogos del mundo otaku padecieron aquella frustración y encontraron en esta legítima prolongación de la adolescencia una forma de subversión. Las generaciones futuras iban a tener un derecho que a ellos se les negó: el de la huída, el de poder ser lo que quisieran en otro lugar, en otro tiempo, sin que importase lo más mínimo su virtualidad. ¿Sucedáneo de paraíso perdido? Para sociólogos e investigadores de

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medios como el alemán Volker Grassmuck existe una explicación menos romántica, definiendo al otaku como “mano de obra ideal para el capitalismo japonés contemporáneo (…) los hijos de los medios”.

De entre todos los orígenes posibles de la palabra ‘otaku’, me quedo con uno arrebatador, a medio camino entre lo cruel y lo kawai. En la cada vez menos tumultuosa Akihabara se usaba despectivamente este término (que podríamos traducir, muy libremente, por “vete a casa”) para desanimar a las crecientes hordas de fotógrafos amateurs que pululaban por sus calles.

“Irse a casa”, “estar en casa”… el otaku es un tipo de costumbres, de soledades –a veces compartidas en macroencuentros- y un consumidor al por mayor de todo aquello que le gusta. En un mundo donde cada vez se entienden menos las aficiones alejadas de pragmatismo alguno, era cuestión de tiempo que acabase siendo sospechoso…

No tardó en llegar la demonización. Tsutomu Miyazaki (no, este no tenía por vecino a Totoro… fue el tristemente conocido como “asesino otaku”) y la secta religiosa Aum Shinrikyo, responsable del ataque al metro de Tokio, se bastaron y sobraron para convertir al otaku en sinónimo de disfuncional, de antisocial, de peligro en la sombra para la disciplinada sociedad nipona. Y todo por compartir, supuestamente, gustos.

En realidad y puestos a ponernos tendenciosos, la culpa de la existencia de Aum Shinrikyo debería de achacársele a las perniciosa medicina china o al yoga, dos de las disciplinas practicadas por su líder Matsumoto Shizuo antes de que se le fuese definitivamente la castaña. O quizás a las ingentes cantidades de LSD que producían para “forzar” sus trances místicos…

El resultado, con todo, no tuvo nada de gracioso, convirtiéndose en uno de los traumas recientes –catástrofes naturales al margen- del Japón. 12 muertos, 1300 heridos… aquella mañana de furia (el 20 de marzo de 1995) sólo se necesitaron a cinco colgados equipados con poco más que bolsas llenas de gas sarín para liarla parda en la red de transporte subterráneo más concurrida del planeta. A pesar de todos los pesares (400 detenidos sobre un total de 9.000 miembros que llegó a tener la organización) la secta no fue prohibida y a día de hoy sigue operando con un nombre distinto (2). Y es que esto es Japón, señores.

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Algunos años antes –y sin que por ello tratemos de buscar ninguna relación de causa-efecto- la burbuja inmobiliaria había reventado… ¡y de qué manera! La cosa había llegado a extremos rocambolescos: los terrenos sobre los que se asentaba el palacio imperial de Tokio tenían una tasación equivalente a la de… toda California. La realidad se impuso y fue inmisericorde: las mejores propiedades de Tokio cayeron al diez por ciento del valor máximo que habían alcanzado y el índice Nikkei se desplomó desde los 39.000 puntos hasta los 15.000 (a día de hoy apenas sobrepasa los 20.000).

En este recorrido por la prehistoria nerd en el Extremo Oriente llegamos ahora al controvertido mandato de Taro Aso, el conocido como primer ministro otaku (no lo decimos nosotros: lo decía él mismo). El tío devoraba entre 10 y 20 revistas de manga a la semana y mientras estudiaba en la Universidad de Stanford en vez de pedir el salchichón y la panceta de toda la vida esperaba pacientemente… ¡las remesas de mangas que le enviaba su familia!

Cuando se conoció su elección allá por el otoño de 2008 subieron las acciones de Mandarake, Ghibli, Kodansha, Shueisha, Bandai, Toei animation… aunque tan sólo un año después dimitió. Digamos que el hombre tenía buenas ideas (se empeñó en la construcción de un “hall de la fama del anime”) pero claro, en mitad de la peor crisis económica desde 1929… como que sus propuestas sonaron algo frívolas. Como ocurre en la política japonesa ningún prohombre con buen apellido desaparece realmente, máxime si perteneces al vitalicio Partido Liberal Democrático (PLD): Taro Aso continúa en nuestros días como ministro de Finanzas del gobierno Abe. Por supuesto.

Desde 2002 la iniciativa Cool Japan trata, por fin, de hacer proselitismo sin complejos de la cultura manga, el anime o el J-pop. El gobierno japonés ha tardado mucho tiempo en entender el potencial económico de esta industria y parece haberse subido al carro a destiempo, con mala conciencia. Y queriendo, todavía, “filtrar” las manifestaciones más incómodas de esta subcultura (recuérdese la reciente censura de cierto grupo femenino para la ceremonia inaugural de los Juegos Olímpicos de 2020).

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En nuestros días, las voces críticas abundan. Y algunas provienen de los propios “socios fundadores”, como es el caso de Okada Toshio, el conocido como “otaking” (¡el “rey” de los otakus!). En su desencantada disección de la cultura otaku, señalaba la existencia de tres fases sucesivas y en continuo declive. En los 70-80s existió una aristocracia proselitista que dejó paso a una élite otaku (80-90s) beligerante y dispuesta a saltarle al cuello a quienes rechazasen sus aficiones, para concluir con el moe otaku, un modelo de consumidor onanista, sin mucho interés por dar el salto al otro lado y producir algo, con una especial fijación por el manga/anime centrado en chicas infantiles y con apenas argumento. Con todo, Toshio seguía manteniendo que el otaku no era en modo alguno un perdedor. Al contrario: “entiende eso que podríamos llamar la “alta cultura” pero a pesar de todo insiste en que el anime y el manga… son mejores” (3)

Ah, una matización. ¡Ni se os ocurra confundir al otaku con el hikikomori! Recordad: el hikikomori (algo así como “apartarse”, “estar recluido”) es ese tipo que se aísla del mundo como resultado, muchas veces, de la insoportable presión por obtener éxito en los estudios. La cosa tiene su tratamiento y acostumbra a ser la manifestación de algo más serio (un trastorno mental, ni más ni menos).

La cultura otaku sigue ahí, aunque la mayoría convenga en que su momento de máximo esplendor ya quedó atrás. Los argumentos de los mangas otakus más influyentes de las últimas dos décadas son reivindicativos, a veces autocompasivos… otakus que van de tapadillo, chicas que les hacen tilín y que en el fondo conviven atormentadas con su esquizofrénica condición de otaku, hermanos que comparten pasiones sin saberlo, padres que descubren aterrorizados que quizás tengan una hija con esta innombrable filiación… el camino del otaku, como bien señala Oriol, pasa casi siempre por salir del armario. ¡Como sea!

Para rematar la sesión se habló de frikismo y de la necesidad o no de manifestar ese orgullo, caballo de batalla de todo otaku de pro. Lo cuál nos devuelve a este extraño día en el que más de un telediario concluirá con imágenes de gente disfrazada plantada frente a la cámara con la mirada perdida y expresando, temblorosamente, su arrebatadora monomanía, mientras una voz en off se encargará de subrayar lo ridícula que es su afición.

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Es innegable: el Día del Orgullo Friki va camino de convertirse en algo exactamente contrario a lo que se pretendía. El supuesto elogio de la diferencia se ha trocado en motivo de befa: los medios se afanan en buscar –y en encontrar, no lo dudéis- al más inadaptado del lugar, convirtiendo la curiosidad y el apasionamiento en una parada de los monstruos.

Así pues, de héroe cool nada. El otaku –el “otro” por antonomasia, el que no comparte los gustos de la amplia mayoría- es y será un paria por definición. Eso sí, un paria que acumula conocimiento, que sabe más que nadie de temas que parecen no importar a nadie… hasta que descubres que su interés no se ha detenido únicamente en el anime o el manga: se extiende al idioma, a los usos sociales o a la propia historia.

Lo que en otro tiempo venía siendo un hombre del Renacimiento, vamos.

(1): ‘Breve historia de Japón’, de Mikiso Hane. Pág. 268

(2): Eikyô número 16. ‘Terror en el metro de Tokio (1995)’

(3): ‘The Otaku Encyclopedia’, de Patrick W. Galbraith. Pág. 176

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