‘Fargo’ (T2). Sólo queda un negocio en el mundo
Finales de los setenta. Década acabada, década perdida. Sensación de haber llegado demasiado tarde a todo: a los sesenta (cómo no), a la inocencia, a los paraísos artificiales, a un verano del amor que no sobrevivió a la caída de Saigón, a la conquista de la luna (real o rodada en estudio), a ese sueño americano consistente en tener un negocio propio, llevar a los hijos a una buena universidad, haber comprado acciones de IBM a su debido tiempo, sobrevivir a un cáncer y… acabar muriendo, claro está. Pero sobrevivir –siempre y de alguna manera- a través de los demás.
1979: la cultura popular busca nuevos referentes y la política nuevos charlatanes. En lo terrenal, somos más bien poco sofisticados: triunfan un tiburón que cambiaría para siempre el concepto de cine masivo y un boxeador imposible de noquear gritando “¡Adrian!” con los ojos hinchados. En lo espiritual, se sigue mirando a los cielos, aunque ahora se espera que de allí baje una nave extraterrestre para hacernos una revelación potente o llevarse a François Truffaut más allá de Andrómeda (sí, de eso también tuvo la culpa Spielberg).
Volvemos a Fargo y alrededores. A algún lugar entre Minnesota y las dos Dakotas. Vuelve a haber supervivientes y muertos a los que respetar relatando las cosas tal y como sucedieron. Y lo que ocurrió fue lo de siempre: el enésimo pulso de poder que se resuelve a través de la violencia; crímenes cometidos sin gracia ni mucho sentido, policías del condado sobrepasados por las circunstancias, ángeles vengadores de naturaleza inmortal y existencialismo de tocinería y edición barata de Camus.
Dos facciones enfrentadas. Emigrantes venidos de la vieja Europa versus corporaciones del crimen en plena fase de expansión. La PYME contra la multinacional, para entendernos. Descendientes poco aptos para heredar el negocio familiar (fanfarrones, impulsivos, traicioneros) y lacayos dispuestos a conquistar nuevos territorios para jefes indeterminados. Será una lucha hasta el último hombre e incluirá tiroteos en la nieve, masacres en moteles, desagradecidas necesitadas de sensaciones fuertes, abuelas kaiser, gemelos silenciosos recortada en ristre e indios rastreadores que tienen epifanías en las traseras de bares de mala muerte.
Y en mitad de todo ello, los efectos colaterales. Encarnados esta vez en el matrimonio norteamericano prototípico, el de toda la vida. Uno de sus integrantes está en crisis perpetua (o en continua búsqueda de si mismo, como forma agónica de sobrevivir a ese “otro” invasor y asquerosamente centrado). Y el otro con las ideas claras y unos objetivos vitales bastante poco exigentes. Una felicidad “alcanzable”, viable. Enfrentada a una felicidad cambiante, en función de los objetivos fijados en el artículo de portada de una revista mensual.
Quizás dos formas de expresar un mismo egoísmo. Esos sueños en los que se hipoteca a la pareja, sin preguntarle en ningún momento si son siquiera los suyos, si son compartidos en parte. Sí, es el prototípico matrimonio norteamericano. Y como tal, se hubiesen divorciado en apenas tres años.
La justicia vuelve a estar representada en esta segunda entrega por una institución familiar utópica, de cuento de hadas, ideal hasta en la forma de sobrellevar el drama de una madre enferma. En comparación con el caos que reina ahí fuera, los coches patrulla volviendo a una casa donde lo mismo aparece el abuelo para hacer de niñera que un vecino preocupado por la salud mental de sus agentes del orden conforman una imagen idílica de lo que a los americanos les gustaría que fuese el medio oeste. Ese lugar donde todavía se puede ir uno de casa sin cerrar la puerta con llave.
Los tiempos han cambiado. Y esos nuevos tiempos se van a caracterizar por la resurrección del enemigo exterior, por la cháchara buenista, por la palabra ‘Dios’ convertida en muletilla republicana. Se acerca la era Reagan y es ese ex-actor (que cree haber estado en la misma guerra que sus conciudadanos por el mero hecho de haber representado el papel en alguna película) el que se pasea por los estados del norte en su autobús de candidato cercano y aleccionador de masas sentimentales. Las fuerzas vivas del pueblo (representadas por un abogado fordiano capaz de emocionarse hasta las lágrimas y beber hasta encadenar discursos que deslumbran a unos contertulios que apenas superaron la primaria) se quieren mostrar escépticas, pero terminan haciendo cola para hincar la rodilla. Un apretón de manos al gran hombre que nos sacará de todo esto, el Travis que limpiará las calles.
Pero esas fuerzas nada ocultas –y que superan ampliamente las posibilidades de ese hombre de la calle, de esa ordinary people– conspiran para que nada tenga sentido. Para que los cadáveres se amontonen sin saber muy bien ya a qué bando pertenecen. Para que emerjan odios fraticidas macerados durante décadas enteras. El bien ha visto demasiadas películas de John Wayne y se cree que puede tenderle una emboscada a los malos usando como cebo a ese carnicero que sólo quiere retomar su vida aburrida, para mayor desazón de una mujer que sólo quiere que pasen cosas.
Ni mito de Sísifo ni abducciones marcianas. Lo espiritual y lo sobrenatural son meros pretextos que en realidad no despiertan la curiosidad del americano medio. Toda la filosofía de Camus se puede despachar alegando que nunca tuvo una hija de seis años. Y los OVNIS no son más que engorrosos fenómenos que es mejor dejar fuera del informe policial, no vayamos a liarla. La vida, cuanto más simple, mejor.
Mientras nuestra madre –posiblemente bajo la influencia del fármaco experimental que toma- se imagina un mundo feliz donde todos vayamos y vengamos del supermercado y soplemos las velas de las tartas que nos traen nuestros nietos… el nuevo orden se impone. Y el abanderado del nuevo orden son organizaciones que buscan sedes con fachadas de cristal donde legitimizar sus negocios sucios. Lugares imponentes donde los soldados son recompensados por los servicios prestados con el aburrimiento de una oficina propia, máquina de escribir y trato directo con el contable. El ascenso resulta, pues, algo decepcionante. Aunque nuestro hitman descubrirá, de boca de su superior, uno de los secretos fundamentales de nuestro tiempo: “sólo queda un negocio en el mundo: el negocio del dinero, los unos y los ceros”. La OPA hostil contra los Gerhardt ha terminado, completándose la absorción. Y sí, han sido sólo negocios.
Llega la era Reagan, el impulso definitivo que afianzará ese capitalismo salvaje que desembarca treinta años después en la Europa del euro sin estado de bienestar. Sus futuros votantes –como los futuros votantes de Trump- confían en el aislacionismo, la lagrimita al escuchar el himno patrio y la belicosidad de matón de instituto para recobrar el “orgullo” y… volver a ser grandes.
La segunda temporada de Fargo nos demuestra que la única grandeza de América –la del hombre medio con ilusiones, la del carnicero que sólo aspira a la misma vida aburrida que su jefe- termina con demasiada frecuencia en una cámara frigorífica, exhausto, frustrado, rodeado de esa materia prima sangrante y lista para el despiece. Como él mismo.