‘Empire’: el rey Lear rapea bien lejos del gueto

No, no es una gran serie. Ni especialmente adictiva ni especialmente virtuosa en lo que se refiere a su factura. ¿Por qué ver, entonces, Empire?

Por su consciencia de nadería ampulosa. Por su desparpajo, incluso por su poca vergüenza. Aquí no hay ni imperio de la droga (Breaking Bad, Narcos), ni transnacional del alcohol (Boardwalk Empire). Aquí el dinero se hace a costa de la música, de ese hip pop de letras agresivas, ritmos machacones, aforismos machistas, videoclips subidos de tono y bravuconadas de la calle convertidas en tablas de la ley. Y el rey de todo esto tiene un nombre: Lucious Lyon. Ambicioso, insaciable, mujeriego, violento.

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Empire desvela su única referencia elevada en el mismísimo piloto: si Hijos de la anarquía era Hamlet, esto quiero ser El rey Lear. Al magnate de la música le diagnostican una enfermedad terrible y supuestamente terminal, poniéndole en la tesitura de tener que elegir sucesor, de ceder las riendas de su emporio a la opción consanguínea menos mala. Tres hijos serán los llamados, sólo uno el elegido. Hakeem, joven y descerebrado como el padre. Jamal, dulce y homosexual, todo un tabú en este mundillo de macarras heteros, mucho oro al cuello y pistola en la riñonera. Y Andre, encargado de las finanzas: el mayor, el único que completó su educación superior. La única pega: que es bipolar y de vez en cuando tiene delirios de grandeza que la salen muy caros a la empresa.

El pistoletazo de salida de esta loca carrera por el poder absoluto lo marca el reconocimiento de la enfermedad, sí, pero también la salida de la cárcel de su ex –mujer. Cookie Lyon se tiró 17 años en el trullo para cubrirle las espaldas a su rey negro del fraseo dulzón, el apologeta de la reyerta que durante su internamiento aprovechará para consolidar -¡y de qué manera!- el negocio. Cookie (Taraji P. ‘series’ Henson, vista en Urgencias, Felicity, Doctoras en Philadelphia, House o Person of interest) se comió el marrón, sí, pero quiere su parte del pastel. El 50%, para ser exactos.

El hip hop es fiel a su liturgia cañí: rubias cañón, diosas de ébano (la propia Naomi Campbell hace de gacela-Rasputín), pandilleros que riman en esquinas peligrosas, estudios de grabación en territorio comanche y jovenzuelos aupados al estrellato por una mezcla incomprensible de desparpajo, solvencia artística, fenómeno de red social y campaña publicitaria a remolque del escándalo.

El rapero y productor Timbaland (él es la cabeza pensante detrás de algunos singles de Madonna, Rihanna, Shakira o Miley Cyrus) es uno de los responsables musicales de la serie, encargado de componer tanto las canciones del adolescente chungo como las del hermano romanticón. Y la verdad es que la temporada cuenta con verdaderos hits. Así que tanto si os van las versiones imaginativas (Glee) como los intérpretes míticos (Treme), en Empire iréis bien servidos. Porque el sello de los Lyon aspira a tenerlos a todos en nómina: a las Rihannas de turno, a las politoxicómanas con recaídas (una muy autobiográfica Courtney Love) a los convictos que no se han olvidado de rapear, a los niños que van de hombres…

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Empire escenifica los dos conflictos fundamentales de cualquier tiempo (el paterno-filial y el conyugal), aunque posiblemente acabe siendo acusada de perpetuar algunos de los tópicos habituales de la comunidad afroamericana. Si La hora de Bill Cosby normalizó a la familia negra (o para ser más exactos: la pasó por el tamiz de la pretendida “normalidad” blanca), Empire abunda en la universalidad de ciertas pasiones… de esas bajas pasiones que no distinguen raza, género, ni condición social.

Y ahí radica su chic. En mezclar lo de siempre (música ligera, rivalidades familiares, voluntad de poder) con el combate del siglo entre dos ególatras peligrosos: Cookie y Lucious, ángel caído y arcángel sin ganas de volver a la tierra. De esos amores que matan, doblemente perniciosos cuando ambos implicados están tan familiarizados, precisamente, con la muerte.

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