‘El traidor’, de Marco Bellocchio. Infierno de cobardes

Comienza la última película de Bellocchio acelerada, como con ganas de sacarse de encima los prolegómenos de sobras conocidos por la mayoría de sus compatriotras: el desencadenante de la madre de todas las vendettas, de ese drama entre asesinos que siempre presumen de honestos y que caracteriza -con su victimismo de Robin Hoods puestos de coca hasta las cejas- la historia reciente de la Cosa Nostra.
Salvatore Riina, el Capo dei Capi, parecía dispuesto a quedarse con el pastel entero, sin importarle el coste en vidas humanas de su ambición. ¿El premio? Controlar el mercado de refinamiento y exportación de heroína a nivel mundial. Casi nada.
Los Corleonesi a los que capitaneaba -con sus aires de pueblerino casto, de tipo aferrado a la tradición con aversión incluida a palabras malsonantes, como si él no le hubiese dado matarile a casi medio centenar de personas con sus propias manos- eliminaron cualquier atisbo de competencia entre los clanes rivales, echándole de paso un pulso al mismísimo estado italiano. Un pulso en el que, durante largas temporadas, llevaron las de ganar.

De entre los agraviados de esta época (principios de los 80) despunta Tommaso Buscetta, cabeza visible en una de las tres o cuatro familias purgadas con saña por Riina. Tommaso, con una parentela numerosa, dispersa y difícil de proteger, llega a una conclusión evidente: el único modo de salvarse (a sí mismo y a los suyos) y de vengarse a un tiempo de sus enemigos consiste en cantar de plano ante el juez Giovanni Falcone, imbuido de plenos poderes en un intento desesperado por socavar los cimientos de la Mafia tirando de la figura -siempre controvertida, siempre difícil de legitimizar– del arrepentido.
No son pocas las películas italianas de los últimos 20 años que han radiografiado a su caudillo fascista, a sus políticos, a sus mafiosos (muchas veces ambos colectivos se presentan indistingibles en cometido y atribuciones, hasta tal punto llegó la endogamia y el compadreo), a sus figuras célebres encumbradas a base de mezquindades, dádivas y populismo a gogó. Desde el secuestro de Aldo Moro en los años de plomo (Buenos días, noche (Marco Bellocchio, 2003)) al caso Calvi (Los banqueros de Dios (Giuseppe Ferrara, 2002)), sin olvidar las crónicas hiperrealistas de la red clientelar que sustentaba el invento (Gomorra (Matteo Garrone, 2008)). En los biopics, tampoco ha habido piedad: desde la génesis anti-épica de Benito Mussolini (Vincere (Marco Bellocchio, 2010)) a la cochambre decadentista de Berlusconi (Silvio (y los otros) (Paolo Sorrentino, 2018)), consecuencia casi lógica del laissez faire, laissez passer moral del omnipresente y ladino Giulio Andreotti (Il Divo (Paolo Sorrentino, 2008)).
El cine político itálico siempre ha sido prolífico, descarnado y comprometido (ahí quedan Gillo Pontecorvo y Francesco Rosi), con un desparpajo a la hora de destapar las propias miserias muy de envidiar en nuestro propio país. Es pródigo en catarsis, en entonar el mea culpa, en reírse abiertamente de quienes han mandado, confabulado, prevaricado e hipotecado futuros colectivos. Y qué duda cabe de que la Mafia (“un invento de la prensa” para el protagonista de esta historia) ha sido la principal fuente de vergüenza y dolor para el país transalpino.
Pero Bellocchio no es ningún ingenuo. Y aquí, permitidme la comparativa, es donde una película como esta -eminentemente europea- se desmarca de la reciente -y muy americana, en todos los sentidos- El irlandés (Martin Scorsese, 2019). La diferencia entre una y otra es la que dista entre una oda a los matones profesionales (por mucho que lo hayamos disfrutado, eso ha sido siempre el cine mafioso de Scorsese) y una elegía triste por un país que decide valerse de miserables para deshacerse de indeseables.
Bellocchio no se lleva a engaño: su Buscetta también es un canalla de primer orden. Calla sobre sus propios crímenes, clama al cielo por códigos olvidados, se rasga las vestiduras por una violencia indiscriminada que está en el mismísimo ADN de la organización a la que idolatra. Se define como un soldado aplicado y sin ambiciones de poder, pero se exonera a sí mismo contando, en lo que le afecta, de la misa la media.

Por todo ello el director dedica el último tramo del filme a negarle al personaje cualquier atisbo de gloria. En un mundo de felones, su supuesta “traición” no tiene ninguna categoría ética: ni es un héroe ni logrará substraerse jamás a su condición de ex-villano confeso. Su otoño estará marcado por el miedo, por el recuerdo de sus tropelías, por lo insatisfactorio de una venganza judicial que siempre parece ejecutarse a cámara lenta, tan lejos de sus leyes “a la siciliana”.
Para su desgracia y estupefacción acabará muriendo en la cama, en amarga contraposición al único gran hombre de este drama -Falcone- que, anticipando su suerte, declara la infalibidad de ese destino común.
Porque “se muere y ya”.