‘El poder del perro’, de Jane Campion. En el nombre de la madre

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Ha llovido mucho desde El piano (1993), la película más conocida de esta veterana realizadora neozelandesa que puso de moda -y nos hizo, por tanto, padecer hasta lo indecible- el minimalismo en las bandas sonoras cinematográficas. Mucho ha evolucionado desde entonces su estilo, desde aquél formalismo algo forzado (y que llegaría a su paroxismo en Retrato de una dama (1996)) a los dramas soterrados y profundos de ahora, pulsos desiguales entre personajes mortalmente heridos y el mismísimo Mundo, ese gañán implacable.

El estado de crisis permanente en el que habitan sus héroes (véase la desnortada pareja protagonista de Holly Smoke (1999) o la investigadora traumatizada -como casi todo el entorno femenino que asiste impertérrito, a manera de coro griego, a unas pesquisas que sólo arrojan más oscuridad- en la televisiva Top of the Lake (2013-2017))- deviene sinfonía fantástica y perturbadora en esta su mejor película hasta la fecha: El poder del perro.

Y no es que la Campion se haya liberado de su estilo pausado y meditabundo; es que ha encontrado la historia ideal en la que encajarlo sin atisbo de afectación: la de este cuarteto abandonado a su suerte en la amplia pero tan estrecha de miras Montana de 1925. Una confrontación silenciosa -pero muy violenta- en la que el espectador pasa del odio a la conmiseración, de la admiración al rechazo. Un dificilísimo ejercicio de prestidigitación por el cuál todos y cada uno de los protagonistas presentan al final una dimensión humana, real, comprensible.

Los hermanos Burbank (Phil y George), un tránsito anual, una hacienda que conoció mejores tiempos y una súbita incorporación a la familia. Aires a Gigante (George Stevens, 1959), a imposible aceptación de la recién llegada por parte de una saga terrateniente con muchos acres en rededor, pero con muy poco espacio para la verdadera realización del individuo. Un tipo talludito y de pocas palabras, pero consciente de estar cogiendo el último tren vital. Una mujer cansada de esperar la puntilla existencial y que por una vez está en el lugar adecuado en el momento correcto. Lo suyo no es ninguna pasión arrebatadora. Quizás se trate únicamente de un matrimonio de compromiso: compensar soledades, proveer a la viuda para quedar así a salvo de la influencia cetrina de Phil, un personaje tóxico, amargado hasta los límites mismos del sadomasoquismo.

El masoquismo se manifiesta en la perpetua remembranza del amigo y tutor muerto. Un cowboy cuyo recuerdo idealiza continuamente ante su cuadrilla, sin poder nunca llegar a verbalizar lo evidente: que fue algo más que un guía espiritual. Sus hazañas -tan masculinas, tan carentes de sentido- logran apenas encubrir una iniciación homosexual que él sabe jamás podrá tener continuidad en el obtuso horizonte de hierros candentes, reses castradas y casas de tolerancia como hito final de cualquier viaje.

Pero también hay sadismo. Un sadismo compensatorio y cruel que se vuelca sobre Rose, la mujer de su hermano, a la que acosa y desestabiliza con su mera presencia. No le perdona tener que volver a dormir solo, no saber tocar el piano, no pertenecer a la aristocracia de las grandes praderas. Tampoco ayuda el que haya traído consigo a su hijo, un adolescente desvalido que pasea su intolerable amaneramiento en este fortín de la testosterona y la sensualidad pervertida.

Phil Burbank, en otro tiempo cultivado, en otro tiempo vivo, despliega el poderío amenazante de los canes rabiosos alrededor de una mujer que nada quiere, que nada pide. Él y su jauría se abaten sobre la víctima propiciatoria, sobre la intrusa en este paraíso del desencanto. Y no hay nada que pueda ponerla a salvo de un despliegue de crueldad mental totalmente inédito para ella.

Y es aquí donde la figura de Peter -el vástago escuálido, sensible, carnaza para estos cromañones sin intención alguna de evolucionar- deviene juez divino, escudo carnal frente al cerco a la salud mental materna. Peter lee la situación con inteligencia y encuentra la única posibilidad de escape: tenderle al lobo una trampa con el cebo de su propia represión, sacarlo de su cárcel interior y domarlo… sin que por ello logre alejarse del perímetro delimitado por sus barrotes.

Volverá pues a haber un maestro y un pupilo. Solo que los papeles están en realidad intercambiados, porque así lo exige la estrategia de la araña. Peter será el primero y el último en entrar en su sancto sanctorum, en el altar donde rinde culto a su único amor, a su homosexualidad inarticulada, a ese cuerpo que guarda para la intimidad el agua y la franqueza de antaño. El juego que le propone es sencillo: permitirle soñar que puede volver a amar. Que el invulnerable macho (constructo social tras el que se esconde la sensibilidad, la literatura, el artista que nunca pudo ser) se enfrente a solas con la reencarnación de aquél Phil liberado.

Jane Campion nunca ha estado tan cerca del cine de Paul Thomas Anderson y, hoy por hoy, este es uno de los mayores cumplidos que se le pueden hacer a un cineasta. Las imágenes mecidas por las cuerdas de eco infinito de Jonny Greenwood, la soberbia interpretación de Benedict Cumberbatch y la engañosa serenidad que emana de de esta tierra en trance nos evocan un pasado casi mitológico (¡pero con el buen gusto de no recurrir en ningún momento a los flashbacks!), una confrontación más propia de un quinto evangelio apócrifo. El duelo no lo es de pistolas, sino un luto mal gestionado por un alma en pena que atenta contra su propia naturaleza reinventándose como macho alfa. Pero el Oeste ya no es tierra de justicieros, de quijotes con lazos, espuelas y banjos. El último hombre murió con el nuevo siglo y está condenado a ser recordado como lo que en realidad nunca fue: un heterosexual triunfante, una máquina de tejer leyendas entonadas por el trovador que fuera su único amante.

Peter, musa revivida, no está dispuesto a agachar la cabeza y asistir impertérrito al ritual del sacrificio, ese que condena de antemano al más débil en toda disputa. Su mentalidad científica le hará afrontar esta nueva etapa de su vida como lo que en realidad es: un problema matemático en el que no se trata tanto de resolver la incógnita como de hacerle creer a la ‘X’ que todavía mantiene a salvo su secreto. La narración está trufada de pistas al respecto aunque como ocurre en el buen cine, es más lo que se intuye que lo que se muestra. A la fuerza bruta y el salvajismo nihilista se le puede contraponer la maquinación sibilina, esa que permite que el matarife baje la guardia mientras se regodea haciendo malabarismos con su cuchillo.

Así es como entendemos que el adorno floral del comienzo, la artesanía que acaba siendo motivo de mofa de Phil, era un primer atisbo de aquél mundo arrebatado, insoportable para este viudo sin papeles. A ambos los separa el tiempo y la ira y los podría llegar a unir precisamente ese escarnio que saben les reserva un país sin matices ni posibilidades intermedias. Aún compartiendo una misma orientación sexual, solo pueden ser antagonistas: quizás porque el uno esté dispuesto a morir por su secreto y el otro, a matar por no tener que ocultárselo a quien más quiere.

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