‘El pájaro pintado’, de Jerzy Kosinski. El olvido y la culpa

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“Me he ido a dormir por un rato mayor de lo habitual. Llamad Eternidad a ese rato”. Nota de suicidio de Jerzy Kosinski.

Jerzy Kosinski se granjeó la enemistad de casi todos sus compatriotas con un solo libro. Lo cuál ya es de por sí todo un logro, máxime cuando en ningún momento del mismo se mentaba siquiera el país exacto en el que acontecía la acción. Pero a buen entendedor…

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Sí, Kosinski había nacido en Polonia en 1933 y habría tenido unos doce años al finalizar la Segunda Guerra Mundial, como el protagonista de El pájaro pintado. Aunque negase reiteradamente cualquier intención autobiográfica, lo cierto es que la polémica alrededor de su mejor obra –controversias que incluyeron incluso especulaciones sobre su autoría real- le acompañó hasta el momento de su suicidio en 1991. ¿Qué pretendía? ¿Perpetrar un fresco histórico-hepatante o hacernos sentir como un condenado más del infierno musical de El Bosco?

Corría el año 1965 cuando vio la luz, en lengua inglesa, una de las ficciones más desoladoras sobre la persecución al diferente y la connivencia de gran parte de la población local con el ocupante germano. Odios compartidos, xenofobia latente, superstición e incultura se aliaban para hacerle la labor más fácil al conquistador de la cruz gamada y los trenes rigurosamente vigilados. Y es que muchos de los que llegaron a los campos de concentración y exterminio lo hicieron a consecuencia de delaciones y denuncias de vecinos –temerosos o resentidos-, practicantes todos del odio de proximidad.

Como la Grace de Dogville (Lars von Trier, 2003), este superviviente descastado y desamparado –confundido unas veces con un gitano, otras con un judío- va rebotando de villorrio en villorrio, sufriendo mil y un abusos por parte de una población bastante cómoda en su papel de “colaborador necesario”. El agro ocupado por los nazis en esta región del este de Europa es cualquier cosa menos un idílico reducto donde refugiarse del mal. Muy al contrario: es un espacio reservado al terror, la violación, el incesto, el animalismo y la Crueldad con mayúsculas, manifestada de maneras cada vez más salvajes.

Quintaesencia de todo ello puede ser el suceso que da título al libro. Ese pájaro al que un lugareño frustrado pinta las alas y devuelve a los cielos, a la espera de verlo picoteado y derribado por los integrantes de su propia bandada, incapaces de reconocerlo e incorporarlo al grupo tras el cambio en el colorido de su plumaje. Por más que nuestra ave extraviada intente encontrar muestras de genuina caridad cristiana… la realidad se abalanzará sobre él, arrojándolo de vuelta a la tierra de los hombres, esa tierra habitada de puritanos y pervertidos, con filias y fobias prácticamente intercambiables.

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Kosinski no nos ahorra ni una escena desagradable en este via crucis no apto para estómagos sensibles. El héroe será explotado, humillado, golpeado, torturado, lanzado a un pozo negro… La Pasión de Cristo de Mel Gibson es un fin de semana de SPA al lado de las mortificaciones padecidas por un menor que sin tutela paterna ni amabilidad de los extraños acabará perdiendo la voz –quizás también la razón- y abrazando esa comunión entre los hombres que parece promulgar el recién llegado y victorioso Ejército Rojo. Un intento más de conversión de un chaval que ha conocido el chamanismo, el catolicismo, el síndrome de Estocolmo hacia los dioses arios que lucen uniformes negros y, ahora, el culto al líder bigotudo que vela por su pueblo –deportación mediante- desde su despacho moscovita.

En plena guerra fría, un libro que no se casaba con nada ni con nadie. A los americanos su crudeza les parecía casi pornográfica. Al bloque de países integrantes del pacto de Varsovia, un panfleto patrocinado por la CIA. Lo cierto es que El pájaro pintado se centraba en el padecimiento de un solo individuo, ese caminante que arrastra su hornillo de quita y pon por un invierno del que se refugia en hogares habitados por eslabones perdidos, brujas en prácticas, familias endogámicas y brutos consumados. Señalado como distinto sin ni tan siquiera serlo. Último peldaño de una cadena trófica capitaneada por fuertes, ladinos e indecentes.

El resultado es un libro sobrecogedor, que bien podría ser el testimonio de otro de los entrevistados por Claude Lanzmann en su Shoah (1985). Un minucioso repaso a los compinches del verdugo y a sus impersonales razones, con una delectación –algunos considerarán que enfermiza- por los detalles más escabrosos. Si Primo Levi fundamentó su discurso filosófico y anímico en una pregunta fundamental que a día de hoy sigue sin respuesta (¿qué sentido tiene seguir cultivando la literatura después de Auschwitz?), Kosinski, con mucho menor rigor intelectual, se lanza a contarlo, haciéndonos partícipes –como Michael Haneke- de unos Funny Games que cuestionan la responsabilidad moral del mero observador (sí, tú, impresionable lector).

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De Kosinski se habló bastante en su tiempo… y no siempre bien. La explicación quizás fuese sencilla: era bien parecido, vendió libros como churros y obtuvo reconocimiento en vida. Además nos dejó uno de los mejores guiones del cine de los setenta: el de la ácida e inacabable –gana matices con cada visionado- Bienvenido Mr. Chance (Hal Ashby, 1979), adaptación de su bestseller Desde el jardín. Otro personaje al borde de la idiocia forzado a relacionarse en público, aunque esta vez con una inusitada fortuna.

Para los que os enfrentéis a su lectura, sólo un consejo: coged aire de vez en cuando. Compaginadlo con cualquier otra novela, lo más frívola posible. Porque después de El pájaro pintado… quizás necesitéis recobrar la fe en el prójimo (¿os queda una poca, verdad?).

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