El nombre de la cosa (un homenaje cinéfilo a Umberto Eco)
I
No pude evitar una sacudida en el estómago cuando Guillermo levantó el cobertor de aluminio, dejando expuesto antes mis ojos aquél cuadro grotesco conformado a base de detritus, casquería, material de construcción y cartones de coleccionables por entregas. Debajo del gato fondón de Botero, en plena Rambla del Raval, el afamado escritor Michel Houllebecq yacía sin vida. Su cuerpo había sido desollado con las manos palmípedas de un ornitorrinco, en lo que era un claro homenaje a El renacido 4, la clásica película masoquista interpretada por David Hasselholff, que vivía una segunda juventud como director, guionista e intérprete aquél verano de 2027. Sus fosas nasales también presentaban aquella aureola alquitranada que tanto nos intrigaba.
Houllebecq había sido invitado a la presentación del ciclo “Anatemas y enfisemas” en la Filmoteca de Catalunya, a escasos doscientos metros del lugar del crimen. Era el octavo asesinato en apenas 20 días y lo cierto es que andábamos bastante desorientados. Nuestras pesquisas habían reducido el número de sospechosos al plantel habitual: un par de pornógrafos que frecuentaban el mercado de Sant Antoni los domingos, un director de cine independiente que llevaba sin rodar desde 1987 y dos críticos de cine de la muy influyente revista online ‘Kill John Ford, Pussycat’.
Imposible disimular ya la alarma social. La noticia llevaba tres semanas salpicando los tabloides y los blogs de sucesos para amantes del gore: una ola de crímenes horrendos en las inmediaciones de la cinemateca barcelonesa amenazan con echar al garete nuestra reputación internacional como ciudad segura donde fumarte un porro, tomar una sangría por 28 euros, hacer cola delante de la Sagrada Familia, ver un partido del equipo local y emborracharte junto a Emy, tu amiga de la infancia que se casaría en Glasgow el fin de semana siguiente. El consistorio le había dado plenos poderes a Guillermo de Alphaville para que se encargase de la investigación, a fin y efecto de cerrar el caso antes de la inauguración del Microwave World Congress, en serio peligro tras la huelga convocada al alimón por camellos, croupiers, fisioterapeutas, logopedas y ascensoristas.
¿Por qué todos los cadáveres aparecían con la nariz oscurecida y una rebuscada cita cinéfila adornando el conjunto? Manel, el rentista emérito del barrio, apareció debajo de uno de los palés reciclados de La Monroe, con el rostro cosido con una grotesca sonrisa a lo Joker. El cadáver de Saleem, el peluquero de la calle Sant Pau, fue descubierto en mitad de una parafernalia flamenca muy elaborada y barroca que recordaba al cine de Peter Greenaway. Jordi, el guardia urbano putero, apareció con un aparato de televisor (¡qué vintage!) por montera, en un claro homenaje a Henry, retrato de un asesino. ¿Y qué decir de Sandra, la escapista bisexual? Sobre un piano, con hormigas saliéndole del estigma que le habían practicado en la palma de la mano y con una foto de Lassie a los pies. No cabía duda: era El perro andaluz de Luis Buñuel.
Tanta pedantería tenía cautivado a Guillermo. No me lo había confesado, pero notaba que iba desarrollándose en él una admiración creciente por aquél asesino en serie metódico y cruel, sí, pero con cierto gusto cinematográfico. “Criterio, Adso, todo acaba siendo una cuestión de criterio. ¿Y en qué sitio vas a encontrar a más gente por metro cuadrado convencida de tenerlo?”. Me señaló con el mentón el final del callejón, coronado por la mole imponente del edificio de la Filmoteca.
II
Guillermo me sujetó la puerta, la misma que acababa de destrozarle la cadera a un octogenario que intentó frenar su cierre interponiendo su propio cuerpo. Mientras era atendido por dos sanitarios de paisano, nos escurrimos entre una multitud que hacía cola disciplinadamente, consultando el resto de la programación a través de sus implantes bulbo-raquídeos.
– Maestro… ¿dónde vamos? Creí que…
– Adso, recuerda: si hay muchos camiones o drones aparcados fuera, se come bien. Y si hay mucha fila, la peli es buena. Primero al cine, luego ya nos ocuparemos de las cuestiones terrenales. “Procrastina et labora”.
Tras tres años a su servicio –era todo un privilegiado: los nuevos contratos de becario a perpetuidad te aseguraban comida y techo sin necesidad de tener que atender las necesidades sexuales del solicitante, en lo que suponía un avance social sin precedentes en materia de legislación laboral-, me había acostumbrado a las enseñanzas en forma de parábola de mi instructor. Era capaz de sorprenderme de madrugada enviándome whatsapps confusos que rezaban cosas como “Ana, todavía te quiero, ¡ayúdame a olvidarte esta noche!”, matizados acto seguido por mensajes del tipo “Adso, eso último no iba para ti. No vuelvas a traerme vino a granel de esa bodega de Poble Sec”. Sus aforismos a veces parecían emanar de una sabiduría popular sin filiación concreta –aunque de contenido ciertamente vulgar-, pero era mucho después, en el silencio de mi celda, cuando no cesaba de reconocerle aciertos e intuiciones geniales.
Bajamos unas escaleras mecánicas. Guillermo se arrepintió y trató de subir nuevamente por las mismas, pero al parecer la radical visión del arquitecto responsable de aquél mausoleo no permitía perniciosas bidireccionalidades. Nos arrastramos a pie por una empinada avenida procesional que desembocaba en… en el hall, nuevamente. Guillermo se bajó la capucha y aguardó en el descansillo, confuso. Una chica nos apremió a volver a entrar.
– Extraño… -mi mentor anotó un par de cosas en su moleskine vaticana y aceptó la invitación de volver a descender-.
Pero en lugar de acceder a los cines –proyectaban en Realidad Virtual 4D el documental Lina Morgan, la chica detrás del nombre-, Guillermo se escurrió hasta una sala de exposiciones situada en la entreplanta y donde se amontonaba, en vitrinas relucientes… la ropa interior de los directores de segunda unidad catalanes más relevantes desde la postguerra hasta la actualidad. Caminamos entre copas C, gayumbos, boxers autografiados y demás vestigios imperecederos del acebo cultural de nuestro país. Podía entrever la emoción en los ojos vidriosos del maestro.
Guillermo se quedó plantado frente a unas enaguas que se desplegaban cuál paracaídas en el centro de la sala. Se había sumido en uno de sus estados de concentración suprema: pose hierática, malabarismos con su rosario, envío indiscriminado de peticiones de amistad desde el móvil… conocía aquellos trances y sabía cómo concluían: con peticiones de órdenes de alejamiento por parte de alguna de sus –ex.
Guillermo sacudió la cabeza varias veces y dio un paso al frente. Se situó debajo de aquella vestimenta excesiva y empezó a apretar cinchas y estirar cordeles, tratando de reproducir una secuencia concreta. No pude dejar de presuponer un cierto componente libidinoso en aquella operación, de aquellos que se acababan pagando con una larga sesión de autoflagelación de madrugada. Pero para mi asombro, un escaparate repleto de tangas de leopardo cedió, dejando entrever una puerta con un lema escrito en esperanto (la última reforma educativa la había convertido en la nueva lengua común del Estado. Sólo faltaba aguardar a que los otros 238 países se retractasen de su error y nos secundasen): “No entre aquí quién no sepa editar”. Nos miramos contrariados y traspasamos el umbral.
III
A lado y lado, un despliegue sin igual de arcones, archivadores y baldas preñadas con latas de celuloide, carteles, enciclopedias del cine y memorabilia tan diversa como magnetófonos antiguos, trípodes, juegos de lentes o los denostados iPhones, tan populares durante la segunda década del siglo XXI, justo antes de que se demostrase que su uso continuado causaba impotencia y dislexia. Cámaras de cuando la gente rodaba cine sin su teléfono móvil, partes de partes de cachivaches, focos y jirafas. Un bazar de las sorpresas por el que nos escurrimos a tientas, escuchando a cada paso el crepitar de los fotogramas descartados que tapizaban el suelo.
Al final del pasillo se intuía una tenue iluminación procedente de una lámpara de noche plantada en el recoveco más solitario de la estancia. Frente a aquella pantalla cuarteada, un tipo que parecía dormitar acunado por las sombras. Guillermo me pidió que me adelantase, que si eso él se quedaba allí cubriendo la retirada, por si nos quedábamos sin cobertura. Avancé con resquemor hasta situarme frente a aquél personaje achaparrado, rodeado de pesados manuales de software anacrónico y plasmas en desuso.
– ¿Hola? ¿Se… se encuentra bien?
Aquél ser informe se levantó de su pesado asiento y me señaló con un dedo cadavérico.
– Nunca he estado mejor, pequeña mierda. ¿Tú quién eres? ¿Vienes de Cahiers, Amputado Por o Memes of Cinema? ¿No os he dicho ya mil veces que no concedo entrevistas?
– Pero si es… es… ¡Lars von Trier! –Guillermo se adelantó hasta ponerse a mi altura, haciéndome a un lado de un empujón-. ¡El afamado realizador nacionalizado gallego!
– Haberlo haylos… quiero decir que intentarlo lo intenté, pero me denegaron el pasaporte tras suspender por quinta vez el examen de idoneidad. Siempre acababa poniendo algo inconveniente al final, en el apartado de observaciones.
Lars von Trier nos miró con impaciencia, instándonos a que nos sentásemos alrededor de la mesa, equipada con una vieja moviola. En su mano derecha tenía una tijera y en la izquierda, una tira de celuloide que iba cortando en trozos cada vez más pequeños, del tamaño del confeti.
– Te perdimos la pista allá por el año 2021 –arrancó Guillermo-. Tu versión de Madame Butterfly interpretada por Batman y Godzilla cantando canciones tradicionales danesas no acabó de funcionar… todos esperábamos más. Aunque debo de reconocer que la escena del apareamiento en Copenhague contada en stop motion por dos koalas autistas tenía su aquél.
– Todos esperabais más –repitió cansinamente Lars-. Siempre esperabais más de mí… ¿y qué había de mis sentimientos, eh? ¿A alguien le importaban por aquél entonces?
– Coño, eras Lars von Trier… ¡no tenías sentimientos! Si hasta te declararon persona non grata en el festival infantil de Benidorm.
– Y todo por aquella parodia de los neonazis jubilados haciendo un viaje con el Imserso a la costa alicantina y quitándoles las toallas de la primera línea de playa a los niños judíos… ¿te lo puedes creer?
– Nunca tuviste sentido de la medida. Pero… ¿qué haces aquí exactamente? ¿Catalogando la obra completa de Leni Riefenstahl?
– Ja, qué gracioso. No, qué va –se volvió y señaló un par de servidores situados a sus espaldas.- Aquí está, mi gran obra… un compendio sin igual, un trabajo de investigación que me ha llevado décadas. Por orden de autor… aquí está el verdadero Finis Africae: el compendio de películas que nunca nadie se ha descargado de internet. Ni una puta vez. Vamos, que ni la madre del director, por curiosidad. Bodrios inencontrables que hacen las delicias de curiosos, pervertidos y concejales. ¿Queréis ver alguna? La filmografía completa de Marc Recha, aquella película de David O. Russell con Jennifer Lawrence haciendo de controladora aérea ciega o la novena parte de Rocky, que personalmente considero que mereció mejor suerte… todos estos engendros están aquí, a vuestra entera disposición. ¿Gustáis? -Lars nos tendió un par de tablets con una mano temblorosa-.
Cogí una de las pantallas y me paseé por el menú, ante la mirada recriminadora de mi maestro. Allí estaban, todas las perversiones descritas por San Juan en su Apocalipsis: películas tailandesas con menciones honoríficas en festivales polinesios, franquicias olvidadas, óperas primas de los primos de nominados al Goya… la cabeza comenzaba a darme vueltas, pero opté por un filme de Isabel Coixet titulado Palabras que sin ti nunca te dije cuando empieza todo. Un auténtico incunable.
– To… todo esto es muy enfermizo –acerté a decir-. ¿Me puedo llevar una copia?
Pulsé el icono de ‘play’ y la pantalla quedó colonizada por el inevitable anuncio emergente. Fue entonces cuando Guillermo, raudo, mi asió de la mano, a escasos centímetros de contactar con mi apéndice nasal.
– ¡Ajá! ¡Con que eras tú, artero padre del Dogma! –Guillermo sacó su crucifijo con wifi y localizor gps incorporados, una maravilla que lo mismo te avisaba de enfermos de ébola en 500 metros a la redonda que de la capilla más cercana con rave dominical-. Adso, límpiate bien con esto –me tendió un paquete de kleenex grafiado con la primera edición de ¿Qué es el cine? de André Bazin, una pieza de coleccionista que luego descubrimos tenía un valor incalculable-.
Lars, visiblemente contrariado, se había acurrucado contra un aparador que guardaba las castañuelas incorruptas de Imperio Argentina y el mantón de Manila que llevó Björk en Palpar en la oscuridad 2: mañana seré libre. Se derrumbó en el suelo y quedó hecho un ovillo, mientras escuchaba las explicaciones del afamado investigador.
– Elemental, querido Adso. Desde que prohibieron los programas de bloqueo de anuncios por anticapitalistas resulta casi imposible navegar por la pantalla táctil sin que la sesión se convierta en un carrusel de propaganda, invitaciones a ser bautizado de nuevo y felicitaciones por haber ganado premios ficticios. Cualquier actividad que intentemos llevar a cabo… se eterniza. ¿Y qué hacemos mientras tanto? Pues lo mismo que lleva haciendo el hombre desde el origen de los tiempos: tocarse las narices. Un gesto instintivo, el de hurgarse la trompa, que repetimos en el coche cuando el semáforo tarda en cambiar o cuando en los telediarios hablan de política más de veinte segundos. Lars era conocedor del verdadero talón de Aquiles de la Humanidad. E impregnó el marco de los tablets de una sustancia altamente tóxica, que acababa siendo inhalada por el desgraciado al cultivar con ahínco el pasatiempo burillero. Un plan criminal a la altura del director de Los idiotas, ¿no crees?
Lars trató de zafarse de los miembros de la brigada de la moral que lo auparon del suelo. No paraba de gritar que se lo merecían, que todos habían acudido a él en pos de perversiones y que no había hecho más que darles un poco de su propia medicina. Empezó a recitar latinajos mientras Guillermo escanciaba sobre él media petaca de Bénédictine.
– Es un caso perdido, Adso. Tanta peliculita, tanta peliculita…
Guillermo recibió la Cruz de Sant Jordi y las llaves de la ciudad de manos de su alcalde, un emocionado Lionel Messi. Acto seguido abandonó la orden mendicante y se dedicó a rodar anuncios para fomentar el celibato entre los mayores de noventa. La campaña tuvo por slogan: “Por una muerte todavía más indigna: senectud y castidad”.
Corrían tiempos oscuros. Lars salió en libertad condicional tan solo cinco años más tarde, beneficiándose del indulto concedido por el nuevo Papa, un noruego que se hizo llamar Hallvard I (¡menuda tribu, los escandinavos!) Antes de morir rodó una última película titulada Mi lucha: de persona non grata a sociópata con estilo. Estuvo en el top ten de aquél año tanto de Scorsese como de Tarantino.
Por mi parte, perseveré como novicio en prácticas, aunque a las órdenes de un nuevo amo. Guillermo me subarrendó a un guionista del Comedy Central y ahora podéis verme haciendo de monologuista (todo humor blanco: políticamente correcto y muy, muy piadoso) los viernes por la noche –excepto los de Cuaresma- en la antigua sala Bagdad (de antro consagrado al vicio a templo de la Nueva Fe Global).
Algunas noches, con todo, me despierto bañado en sudor y no puedo por menos que pensar en Guillermo de Alphaville y aquella ola de crímenes que asoló Barcelona en aquellos años de evidente relajación del decoro. Y también, en a qué se referiría exactamente el maestro cuando me preguntaba si me gustaban las películas de gladiadores…