‘El mundo de ayer. Memorias de un europeo’, de Stefan Zweig. Del estupor ante la barbarie (repetida)

«Creo que es mejor finalizar en un buen momento y de pie una vida en la cual la labor intelectual significó el gozo más puro y la libertad personal el bien más preciado sobre la Tierra». Stefan Zweig

Stefan Zweig, más que como austriaco, posiblemente se hubiese presentado a sí mismo como orgulloso ciudadano del extinto imperio austrohúngaro (sin la retranca berlanguiana). Esa presunción justificada por haber pertenecido a un país de países con un pasado digno de ópera wagneriana y generoso protector de la cultura, la compartía, sin ir más lejos, con el también escritor de origen judío Joseph Roth, compañero de intercambios epistolares. Mucho más joven que Zweig, moriría tres años antes que él y de una manera similar: suicidio… alcohol mediante.

Toda esta generación nacida en las dos últimas décadas del siglo XIX tuvo la suerte de vivir un momento excepcional de la historia. Excepcional por lo inédito del prolongado periodo de paz, excepcional por la gran cantidad de genios que, en diversos ámbitos artísticos, profesaron una nueva fe que no abandonarían hasta el estallido de la Gran Guerra en 1914. La fe en la civilización.

Imagen de un film sobre Stefan Zweig

A Stefan Zweig, para desgracia de nuestro tiempo, lo conocemos más a través de las adaptaciones al cine de sus cuentos y novelas. Tiene uno la sensación de que la generación de nuestros padres lo leyó con verdadero ahínco -fue un hacedor de bestsellers de esos que se pueden seguir mentando sin rubor-, quizás porque sus historias tenían algo de inédito y escandaloso en aquella sociedad controlada, protagonizadas como estaban por mujeres y hombres retratados mediante un psicologismo vívido, casi inmisericorde.  

Los directores Robert Siodmark, Max Ophuls, Roberto Rossellini o Patrice Leconte hicieron hincapié precisamente en eso: en la procelosa fauna de seductores nihilistas, en la nómina de amores prohibidos, de miedos hasta entonces callados, estallidos de libertad personal que casi siempre concluían con el protagonista bajo las ruedas.

Zweig conoció a Freud, sí, incluso lo frecuentó en su exilio londinense. También asistió a la esgrima intelectual entre H.G. Wells y George Bernard Shaw, escribió libretos para Richard Strauss (tan contemporizador en los primeros tiempos del nazismo), coleccionó compulsivamente manuscritos de personajes señeros, idolatró a Rilke y Hofmannsthal, sufrió a James Joyce, se midió con Thomas Mann, hizo de las principales capitales europeas sus segundas residencias… se codeó con la flor y nata de la intelectualidad y, como él mismo confiesa en su autobiografía, pocas de todas aquellas figuras insignes “lo vieron venir”. El final, justamente, del que acabaría bautizando como “el mundo de ayer”.

Pero empecemos con las presentaciones. Para quien no lo conozca, Zweig escribió de todo: poemas, teatro, artículos, ensayos, biografías de personajes ilustres (María Antonieta, Erasmo de Rotterdam, Paul Verlaine, Balzac… hasta le dio por compendiar los hits de la civilización en su Momentos estelares de la Humanidad (1927)) y… y ficción, por supuesto, hermosa y perversa ficción.

En El mundo de ayer -su biografía póstuma de la que me dispongo a hablaros- comienza reconociéndose un absoluto privilegiado. Hijo de empresario, estudiante modelo con un círculo destacado de amistades y, para los momentos de ocio y sed de trascendencia, ¡toda la ciudad de Viena rendida a sus pies! Fue publicado por primera vez recién alcanzada la mayoría de edad y a partir de entonces la profesión de escritor fue la que le eligió a él. Pudo vivir -y muy bien- de su trabajo, el cuál ejercía con disciplina de artesano eremita.

Respecto a su estilo, reconoce una extraña pasión viniendo de un escritor: la de recortar, extractar, sacrificar párrafos enteros en favor de la legibilidad y el afán de síntesis. Su sosegado trabajo de relectura cercenaba en varias decenas de páginas su obra antes de entregarla a imprenta, siendo incapaz de entender la obcecación de algunos contemporáneos por arrejuntar prosa.

Portada del libro El mundo de ayer. Memorias de un europeo, de Stefan Zweig.

Desde muy joven tuvo también la oportunidad de viajar. Sus lazos naturales con Francia e Inglaterra, su desconfianza hacia el vecino prusiano. Por supuesto que Zweig fue un escritor burgués: rehuyó cualquier pronunciamiento político explícito y su actitud reflexiva a algunos les debió de parecer dubitativa e incluso timorata. Romántico y fatalista (a sus novelas me remito), su vagar por el mundo (de museo en museo, coleccionando encuentros con los hombres más eminentes de su tiempo) tenía también algo de diletante. Ese desentendimiento de la realidad le lleva, por ejemplo, a combatir el aburrimiento de su estancia en los EEUU dedicándose a buscar trabajo (sin necesitarlo) en Nueva York. Como mero pasatiempo, por ver qué tiene que ofrecer el Nuevo Mundo. Y muy ufano afirma que aquello es una maravilla; que allí hay trabajo para todo el que quiera trabajar, sin tecnicismos, sin papeleo (le falta reconocer que sin muchos derechos laborales). En fin, como podéis comprobar un intelectual en el sentido estricto del término, nacido mucho antes de que nadie les exigiese… ¿compromiso con el que compensar un genio escaso?

Stefan estaba convencido de que era la obra la que tenía que hablar por uno (madre mía, ¡qué mal lo hubiese pasado de haber nacido en la era del yoísmo en streaming!) y nunca fue muy amigo de conferencias, encuentros o aquelarres de literatos más versados en pelar la pava con sus lectores que en… seguir escribiendo. Su absoluto convencimiento en el emporio de la razón vive su primer revés con el estallido de la Primera Guerra Mundial; aquella multitud vociferante y entusiasmada, aquella generación que había llegado a olvidar los obscenos intereses que han patrocinado esta y todas las guerras que vendrán. El frecuentador de bibliotecas no entiende nada… ni quiere hacerlo.

Zweig reconoce que debería de haberse declarado objetor de conciencia. Pero le faltó coraje. Tirando de influencias logra un puesto en retaguardia, en funciones meramente administrativas antes de refugiarse en la siempre (convenientemente) neutral Suiza. Nunca fue ningún héroe (¿acaso no lo son todos por obligación o enajenación mental transitoria?) y se impuso como labor luchar contra el odio, dejar puentes tendidos con los supuestos “enemigos” para el día en que estallase la Paz.

Zweig creía en Europa como ese inagotable faro de conocimiento, de abstracción idealizada y, sí, también como en el continente generador de destrucción y muerte. Vuelve a su casa de Salzsburgo y pasa las mismas dificultades de posguerra que sus convecinos. Austria es un país existente por mero imperativo de la comunidad internacional, sin mucho convencimiento en su propia autonomía. Pero milagrosamente, sobrevive a conatos revolucionarios y repartos territoriales interesados.

En el mundo del pasado, nos cuenta Zweig, se podía recorrer el mundo sin pasaportes. Cruzar las fronteras sin ser interrogado o incluso vilipendiando por funcionarios con exceso de celo. Sin necesitar sellos, salvoconductos, recomendaciones. Todo eso ha cambiado: las naciones se miden y se observan con mutua desconfianza. En ese clima inestable -con la República de Weimar recién nacida en el país vecino, golpeada por sucesivas oleadas superinflacionistas-, nuestro vienés avant la lettre se esfuerza por recuperar la normalidad. Y para él eso significa volver a ver a su gente, volver a pasear por las avenidas protegido por el anonimato. ¿El cosmopolitismo sin fronteras como antídoto a los totalitarismos emergentes? 

Zweig se volvió a equivocar. O sencillamente recobró demasiado pronto la fe en la Humanidad. Asiste al auge del fascismo, al triunfo de la mediocridad hitleriana. Y él, orgullo de la cultura alemana -la lengua en la que escribe, la lengua en la que razona, pero ni mucho menos la única lengua que habla-, pasa a ser un proscrito, un ‘no ario’, un ex-ciudadano sin derechos.

Imagen de un film sobre Stefan Zweig, Stefan Zweig: Adiós a Europa

Comienza su ir y venir de aquí para allá, cada vez más ligero de equipaje. París, Londres, EEUU, Argentina, Uruguay… y Brasil, el último puerto. Hace unos años María Schrader nos habló de este peregrinar postrero del autor austriaco en la cinta Stefan Zweig: Adiós a Europa (2016). Retrataba muy bien los últimos meses de un hombre derrotado, de un escritor desposeído de sus lectores (sus libros fueron prohibidos en la creciente órbita de países de ideología fascista) y al que se le pide constantemente posicionarse sin entender muy bien qué más pruebas necesita el mundo para avalar su condición de víctima apátrida.

Su decisión final aquél 22 de febrero de 1942 fue desesperada, quizás precipitada… pero también el lógico resultado de una convicción personal: la de que su mundo había quedado atrás. Murió junto a su Europa, una tierra que él imaginó de hombres libres y que hoy, 80 años después… sigue siendo poco más que una comunidad meramente económica de hombres endeudados. 

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