El cine quinqui de José Antonio de la Loma

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El Torete, el Vaquilla, el Corneta, el Pijo, el Esquinao, el Fittipaldi. Hubo un tiempo en este país en el que los héroes fueron niños-hombres salidos de un barrio marginal de Sant Adrià del Besós. Más allá, incluso: delincuentes juveniles acabaron protagonizando películas tendenciosas y truculentas, donde se mezclaba el sensacionalismo, las persecuciones por carreteras sin asfaltar, la crítica social, la picaresca y el destape. Como si Ken Loach hubiese cultivado el spaghetti western, vamos.

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Los máximos representantes de este género fueron Eloy de la Iglesia (El pico (1982), La estanquera de Vallecas (1987)), Ignacio F. Iquino (Las que empiezan a los 15 años y Los violadores del amanecer, ambas de 1978) y, cómo no, el padre del cine quinqui, Jose Antonio de la Loma.

José Antonio nació en Barcelona allá por 1924 y conocía bien la problemática asociada a los vecindarios más deprimidos (no en vano fue profesor en una escuela del populoso barrio Chino). Fuese o no amplio su dominio en la materia, lo cierto es que sus cintas más recordadas (las realizadas entre el año de las primeras elecciones democráticas desde la Guerra Civil (1977) y 1985) parecían poco preocupadas por “la verdad”. Del resto de sus casi 40 incursiones cinematográficas pocas se salvan, a pesar de haber llegado a trabajar con el mismísimo Max von Sydow (Jugando con la muerte (1982)). Practicó, en suma, un cine descaradamente comercial en el que acabaron inmolados los juguetes rotos elegidos como actores. Pero sí, hubo alguna que otra joyita entre tanto engendro… y a eso vamos.

El arranque de Perros callejeros (1977) –con careta a lo “crónica de sucesos”- vendría a ser la torpe justificación de lo que estaba por venir –en lo cinematográfico- en la siguiente década de democracia en pañales. Paternalista y nostálgico, el cine quinqui carga las tintas en el lumpen, los porros, la heroína y los críos aprendices de gángsters que tienen que sacar adelante a familias interminables. La inseguridad ciudadana se convierte en la lacra convenientemente magnificada, ideal para sacarle beneficio a ese hálito de fatalidad y leyenda que ha rodeado desde siempre a los fuera de la ley. Barcelona se iba a convertir en el plató donde ver a coches bajar la Rambla a todo gas, Seats 131 contra Fiats Ritmo, ‘puentes’ en barrios altos y chabolas donde pernoctar cerca de la central térmica.

Entre los dos canes callejeros, de la Loma se marcó una inclasificable muestra de cine cañí y al mismo tiempo contemporáneo (si por contemporáneo entendemos que fue capaz de plasmar aquél estado de transición mental y estupefacción general de la España recién despertada del franquismo): la vilipendiada Nunca en horas de clase (1978). ¿Es cine quinqui o no lo es? Pues aunque las protas sean niñas de papá, lo cierto es que sus andanzas –convenientemente amorales, que es lo que traía la “excesiva” libertad, oiga usted- no llegan a ser nunca criminales; empiezan y terminan en la entrepierna, una de las obsesiones de los directores de aquél cine patrio.

En definitiva, lo más parecido que dio este país a Fiebre del sábado noche (1977), con actuaciones de Cristal Oskuro y Serafín (“el rey del huevo frito”), Jose Luis López Vázquez haciendo ya de caricatura de sí mismo, un Xavier Cugat sobón y un director de colegio que substituye las suecas de Alfredo Landa por… por sus propias alumnas. Todo un derroche machista que llega a su cénit con la constatación del virgo de la protagonista (y es que los payos acaban copiando las peores costumbres de los calés).

En Perros callejeros II: en busca y captura (1979), el Torete vuelve de entre los muertos. El filón recién inaugurado se presuponía ya suculento y José Antonio se sacó de la chistera un recurso poco sutil: la anterior Perros callejeros, en realidad, era una película. Ahora, en la 2, es cuando veremos al Torete en acción, consciente ya de su propia leyenda (hasta decide irse a Zaragoza a ver en un cine donde no le reconozcan una película titulada… Perros callejeros, por supuesto).

En ella conoceremos al Vaquilla, un as del volante convenientemente descerebrado. Un tirón no le sale muy bien y acaba atropellando a la víctima, lo cuál legitima a la policía a darle una paliza traumatizante. El reformatorio de menores ya no aparece aquí: ahora es la Modelo –la que se acabaría convirtiendo en residencia permanente de casi todos ellos-, con sus portones medievales y sus aceras solitarias.

Los últimos golpes de El Torete (1980) vendría a ser la culminación de las aspiraciones de de la Loma. O todo cuanto su cine podía llegar a dar de si. Empieza como una comedia (el Torete y el Vaquilla coinciden en atracar el mismo banco), continúa como una road movie con triángulo amoroso al límite de la deslealtad y culmina con un escena trágica y pastoral que incluso le hace replantearse a uno si todo el filme no es otra cosa que una bonita historia de amor homosexual.

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Tetas, proclamas machistas, confesiones rutilantes a pie de teleférico, periodistas con preocupaciones sociales, periodistas reaccionarios y hasta algún que otro consejo perfectamente válido hoy en día (“Torete, al banco se va a sacar, no a meter”). Los antihéroes ya no necesitan presentación y cuentan hasta con himno propio a cargo del grupo Bordón 4. Como curiosidad, podéis ver a Fernando Guillén haciendo de policía sin suerte, con su auto emparedado en mitad de una huída por los dos rufianes.

En Los últimos golpes… nos sobra la locutora colegui y sus interesados acercamientos al lado salvaje (en realidad el suyo es un pulso con un compañero por ser líder de audiencia). Ya no hay delitos de sangre, ya no hay delirios de grandeza. El quinqui sólo puede aspirar al paraíso lejos de la gran ciudad, en esas montañas tan cerca de la frontera a la que nunca se acaba llegando.

“Tu eres el Vaquilla, alegre bandolero”, cantaban Los Chichos en la banda sonora de Yo, el Vaquilla (1985). Cambiamos de geografía, aunque nos seguimos moviendo por el litoral: Torre Baró, el campo de la Bota y la Costa Brava, lugar ideal donde darle el palo a guiris despistadas en la cola del autobús. La franja marítima a la que la ciudad vivió de espaldas hasta 1992 y la costa mitificada. Y todo contado por el mismísimo Juan José Moreno Cuenca desde el penal de Ocaña, al más puro estilo cinéma vérité.

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Ni que decir tiene que a pesar de las ambiciones (hacer directamente un biopic con los primeros 14 años de vida de el Vaquilla) los resultados obtenidos por de la Loma padre e hijo (la película está codirigida) son horrísonos. Miserabilismo y apuntes etnográficos de brocha gorda. Nada en Yo, el Vaquilla funciona, ni la entrevista al mito (guionizada hasta extremos ridículos) ni las interpretaciones sonrojantes de su supuesta “banda” y familia. En definitiva, sus comienzos en el mundillo de la delincuencia tutorizados por la tía Penas, un remedo del Fagin de Oliver Twist. Ah, atención al cameo de el Torete haciendo de… abogado.

Del mismo año es la mucho más interesante Perras callejeras (1985). Tres amigas deciden abandonar la mala vida (drogas, prostitución) y reinsertarse en la sociedad a base de atraco imperfecto. Una discoteca, un restaurante de postín… no hay local que se resista a sus encantos. Tras su pista, dos policías rastreros pero simpáticos, destacando un putero cinéfilo que llama de madrugada al programa de Carlos Pumares o se pirra tras lograr en su videoclub de confianza una copia en versión original de Metrópolis. Un engendro simpático y desacomplejado plagado de filosofía (“dos tetas son siempre dos tetas” es uno de sus aforismos más recordados) y, por una vez, con una final que casi podríamos tildar de feliz.

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Tres días de libertad (1995), su último filme, vendría a ser una coda –no excesivamente honrosa- al “universo de la Loma” y al cine quinqui en general. Aunque más bien tendríamos que hablar de justificación… como si el realizador, con cierta mala conciencia, proyectase en unos medios carroñeros algo de su propia experiencia. ‘El Gato’ sale de permiso tras 14 años entre rejas, apenas una cuarta parte de su descomunal condena. No hace falta ser muy perspicaz para entender que se vuelve a hablar de el Vaquilla –el director se autocita en la primera escena-, que asistimos a los estertores del equivalente a El caso en el ámbito cinematográfico.

No vale la nostalgia. Estamos ante una película mala e inverosímil plagada de arquetipos: comisario de policía corrupto que hace de todo algo personal, funcionario de prisiones enrollado, novia mártir, familia gitana Corleone, maleante convertido en mito erótico… no, no hay por donde cogerla: el último vítor de un artesano rematadamente torpe que seguía confiando en sus guiones infames. La única autenticidad –el único encanto- de sus películas lo aportaban unos chavales que hacía tiempo que estaban fuera de circulación.

El Torete había muerto de sida en 1991. Su hermano, Basilio Fernández Franco, moriría aquél mismo 1995. Un año antes lo había hecho Sonia Martínez, la Berta de Perras callejeras. El Vaquilla, el único que llegó a los 40, pasó a mejor vida en 2003. Cirrosis.

No, José Antonio de la Loma no nos dejó ninguna Las Hurdes, tierra sin pan (1933) ni se marcó un retrato de los marginados a la altura de Los olvidados (1950). Es innegable que supo aprovecharse del dichoso morbo para dejarnos, por lo menos, un retrato de la genuina generación perdida: la que sucumbió a las drogas duras en los 80. Antihéroes que vivieron más tiempo entre rejas que en libertad y que ni tan siquiera dejaron un bonito cadáver.

[Fuentes visuales: http://perekoniec.blogspot.com.es/2012/05/buscando-los-lugares-comunes.html, http://perekoniec.blogspot.com.es/2012/03/women-talking-dirty.html. Diseños: Pere Koniec]

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