‘Dune’, de Denis Villeneuve. El cine de la reminiscencia infinita
Dune, el blockbuster con ínfulas del año, ha llegado. Y lo más terrible del asunto es que ha acabado siendo exactamente lo que se esperaba de ella: el finis terrae al que puede asomarse de tanto en tanto el oxidado engranaje cineto-industrial estadounidense. Un producto solvente, pulido, muy esmerado. Incluso me atrevería a tildarla como una película técnicamente notable. Pero si atiendo al corazón, a esas sensaciones que despierta en mí el cine que considero grande, me encuentro con otra fantasía literaria convertida en atalaya digital desde la que mirar hacia el abismo, elevada ante ese hito (geográfico o mental) donde comienza la tierra ignota de la verdadera autoría, travesía del desierto que cualquier película que cueste más de 120 millones de euros no puede permitirse hacer.
Y así es como esta Dune deviene una enorme reminiscencia para cualquier espectador mínimamente fogueado. Y digo reminiscencia porque aquí tampoco engaña el diccionario: “recuerdo impreciso de un hecho o una imagen del pasado que viene a la memoria”. La evocación a otros filmes, a otras perlas del género, a otras superproducciones. El déjà vu que provoca otra adaptación literaria fría como el acero.
El filme de Villeneuve despierta en nosotros mecanismos de asociación y correlación; porque sí, porque es difícil hablarnos de una tribu del desierto y no evocar Lawrence de Arabia. Lo mismo ocurre con las coreografías de naves espaciales, con los imperios del futuro con iconografía prestada de fascios europeos, con el camino de iniciación que ineluctablemente conduce a la consagración de “el elegido”. Es como si cada vez fuese disminuyendo más y más el repertorio de imágenes disponibles a la hora de representar lo leído o imaginado por otros.
Existía además un handicap de culto (para algunos): la Dune (1984) de David Lynch, posiblemente la peor película del genio junto a Twin Peaks: Fuego camina conmigo (1992). De hecho la comparativa no se establece tanto con el filme fallido propiedad (en todos los sentidos) de Dino de Laurentiis como con la Dune que jamás pudo hacerse, la que se convirtió en quintaesencia de hasta donde quedaban fijadas las atribuciones del “autor”, acabada la barra libre de los años setenta (os recomiendo a este respecto el revelador y desmoralizador documental Jodorowsky’s Dune (Frank Pavich, 2013)).
Muchos eran los obstáculos, los referentes, las expectativas. ¿Naufraga Villeneuve en su intentona? No. Especializado en la ciencia ficción de ritmo trascendental (La llegada (2016), Blade Runner 2049 (2017)), el director canadiense era una apuesta segura para darle un acabado entre ceremonioso y operístico a esta intriga meta-lisérgica. Villeneuve -ah, ¡qué lejos queda ya su magistral Incendies (2010)!- se ha convertido por mandato imperial en un artesano infalible que permite que reverbere algún eco personal en un material sacrosanto, inviolable para los militantes de la sci-fi.
Porque nadie niega que Villeneuve tiene un sello propio, un imaginario visual entre lacónico y mastodóntico que le permite pasar de lo enorme (sistemas planetarios, escenas de masas, procesiones de naves en llamas más acá de Orion) a lo chico (escenas intimistas, planos-detalle de sus protagonistas sufrientes). Sus personajes -en continuo conflicto interno- acaban manifestando su malestar cuando quizás ya es demasiado tarde, superados por unas circunstancias (grandes corporaciones, tramas internacionales, órdenes religiosas, extraterrestres) que apenas alcanzan a comprender.
Para la ocasión se cuenta también con un plantel de secundarios de relumbrón, aunque ninguna de estas poderosas presencias logre insuflarle vida a una novela que, reconozcámoslo, tampoco era Ana de las tejas verdes precisamente. La empatía no es una obligación -y menos a la hora de trasponer en imágenes un material donde lo “humano” ha sido sobrepasado, situados a ocho milenios de este presente- pero la sensación de “piloto automático”, de argumentario repetido, de ejercicio impoluto y maquinal… permanece durante todo el metraje.
No negaré que hay cierta búsqueda. Un trabajo “serio” -y vuelve a salir esa palabra como antónimo de “emocionante”– en lo relativo al vestuario, la ambientación o el desarrollo de la tecnología en ese Arrakis traicionero. En lo visual, se exploran las posibilidades del encuadre desde las panzas de esas fortalezas volantes que siempre están llegando a algún lugar amenazador, con la cámara mirando hacia fuera con la pompa y la circunstancia de una boda de infanta y la puesta en escena más pendiente de remakear los desfiles de las legiones kubrickianas. La traición es inminente, pero después de tantas catarsis audiovisuales -que consideramos “necesarias” para justificar la trillada venganza-, al espectador ya no le va de una hecatombe más. Habrá matanza, habrá esperanza, habrá segunda parte.
Vuelvo así a la reminiscencia. Lo que aflora a nuestra memoria no es el peso de todo el cine anterior, sino lo inteligente de aquél cine faraónico que buscaba, sin complejos, algo tan apremiante y reivindicable en estos tiempos como… como que los personajes importen. ¿Qué tienen en común cintas como El puente sobre el río Kwai (David Lean, 1957) Horizontes de grandeza (William Wyler, 958), Espartaco (Stanley Kubrick, 1960) o, si me apuráis y por salirme de la excelencia pura y dura, hasta El coloso en llamas (John Guillermin, 1974)? Que recordamos a héroes y villanos, a valientes y cobardes, a secundarios y superestrellas. Y por eso las podemos volver a ver las veces que queramos: porque siempre habrá dolor y gloria.
Dune no entusiasma a menos que a uno le guste ver algo tan aséptico como una operación de cornea filmada. Se sigue, como mucho, con moderado interés. Y la culpa quizás no sea de su aplicado director, ni de su casting, ni de ese Hans Zimmer que sería capaz de convertir en épica hasta la defecación nocturna de un ñu en medio de la sabana. La “culpa”, el pecado original -como bien decía un espectador enmascarado a la puerta del cine- radica en que importe un carajo quien vive y quien muere, porque todos los ectoplasmas sobreimpresionados en la pantalla son arquetipos intercambiables, clones apenas animados de eso que en otro tiempo fueron… genuinos héroes cinematográficos.