‘Déjame salir’, de Jordan Peele. Adivina quién no vendrá ninguna otra noche

En 1967, el concienciadísimo Stanley Kramer hizo que Katharine Houghton (sobrina de Katharine Hepburn) presentase a Sidney Poitier a sus modernísimos progenitores. La cosa era interracial, sí, pero tenía trampa: Poitier era un compendio de virtudes, un afroamericano totalmente asimilado al standard bien pensante de los blancos. Visto con perspectiva, podría incluso haber sido uno de los lobotomizados “negros de compañía” de Déjame salir.
El héroe de la otredad de esta última es un joven fotógrafo, un proto-hipster cuyo arte, mal que le pese, está llamado a ser reconocido y exhibido –en sus espectaculares y aisladas mansiones- por esos blancos que se tildan de progresistas y aseguran sin pestañear que hubiesen votado a Obama si hubiese optado a un tercer mandato. Seguro.
Solo que eso no ocurrió. Solo que ganó Trump, aupado por las élites, el voto vergonzante y los eternos desafortunados seducidos por su estupidez universalista. Una realidad que, aunque no se mencione, sobrevuela este retrato de la nueva-viejísima América, esa que en realidad sueña con los tiempos gloriosos del tío Tom en el porche de su cabaña y el látigo en el recibidor; la docilidad infinita y los cuerpos superlativos doblegándose a sus designios. Una América blanca, que hace tiempo que practica una segregación sibilina y “políticamente correcta”: la del dinero, la mansión-fortaleza y la urbanización exclusiva. Libre de indeseables. Libre de los que no son como nosotros.
Los símbolos de esta supremacía abundan: desde el Porsche inmaculadamemente blanco al vaso de leche nocturno, mientras se seleccionan nuevas víctimas al ritmo de la banda sonora de Dirty Dancing. Pasando por los trofeos de caza (la cornamenta del cérvido substituida por el selfie) y un viaje de presentación en sociedad durante el cuál el negro –y utilizo esta palabra en el convencimiento y la esperanza de que jamás llegue a ser ningún insulto en este país- conocerá a sus blanquísimos suegros. Menuda familia, hermano.
Su novia pija lo sumergirá en un inolvidable fin de semana de barreras invisibles, aquelarre racial, trauma infantil y abandono del tabaco, que es un vicio muy feo. Sus anfitriones: un papá descendiente de contrincantes de Jesse Owens en la Olimpiada de Berlín ‘36 (lagarto, lagarto) y una mamá que practica el hipnotismo y otras malas artes. Sin olvidar al hermanito que parece sacado de Funny Games. Sí, al espectador –como al amigo, al otro lado del teléfono- le caben pocas dudas: esto es una encerrona en toda regla.
Y sin embargo… ¿cómo logra el director que esta historia de terror sea compatible con la comedia? ¿O mis risas nerviosas de hombre blanco no son sino otra manifestación del goce sádico que uno experimenta ante las desgracias que les acontecen a los personajes atrapados, casi condenados desde un principio?
Definitivamente, no. El tono ligero que Jordan Peele le imprime a la narración hace que el alegato funcione mucho mejor que en otros filmes-manifiesto, hijos directamente de la indignación pero insufriblemente afectados. Pienso en Doce años de esclavitud (Steve McQueen, 2013), ese via crucis obsesionado con el sentido de la historia. Déjame salir no necesita ni siquiera torturar físicamente a su protagonista para contagiarnos desazón y mal rollo. El racismo –nada sutil, libre de eufemismos- está presente en todo momento: desde el negro que sabe que tendrá un “problema” por el mero hecho de estar paseando por un barrio de ricos a los sirvientes idiotizados y “blanqueados”, pasando por el patrullero que puede acabar siendo sinónimo –y a los hechos me remito- de patada en el bazo, culatazo en la nuca o, en un incontable número de ocasiones, tiro a bocajarro.
La América regresiva, esa América que ha decidido democráticamente –o eso pareció, mientras ningún juez dictamine lo contrario- señalar al distinto, sellar sus fronteras y elevar un poco más si cabe la altura de sus empalizadas, se enseñorea de sus logros en Déjame salir. Mediante la estrategia de la araña, el envidiado Otro (más fuerte, más cool, sin el corsé de normas sociales decimonónicas) será sometido al proceso de “transformación”, ese que culmina con la invasión psíquica y la subasta de la propia conciencia.
Cierto es que la solución final de estos freaks de la eugenesia y el video aleccionador a lo fundación Dharma no es muy imaginativa. El doctor Mengele estaría orgulloso de ellos, aunque la ejecución de su plan tiene el aroma chapucero de los mad doctors del fantástico. Así que no temáis: un clímax ciertamente liberador nos permitirá ver cómo recibe lo suyo esta disfuncional familia de paliduchos.
Todo contado sin prisas, con un Sancho Panza quizás demasiado guasón y con un guión plagado de pistas previsibles, sí, pero con un inhabitual regodeo en los preliminares. Vamos, lo que solíamos llamar sentido del suspense.