De la Humanidad (incluso del humanismo) y de su pálido reflejo cinematográfico. Payne, Wenders y Kaurismäki
Primero sería oportuno acotar un poco el ámbito de eso que damos en llamar “cine humanista”. Más que nada porque tiende a confundirse con un cine vitalista o de “buenos sentimientos” bien alejado de su intención -si la hubo- original. Entrando directamente en el terreno de la subjetividad, encuentro humanismo -y crueldad y hermosura y plasmación no necesariamente verista de unas condiciones de vida dadas en un lugar determinado- en Luces de la ciudad (Charles Chaplin, 1931), El ladrón de bicicletas (Vittorio De Sica, 1948), La canción del camino (Satyajit Ray, 1959) o Una historia verdadera (David Lynch, 1999). Ese sería el terreno de juego.
Ganas, digamos, de entender al otro. Radiografías de una etapa vital (infancia, edad adulta) o plasmación cuasi-documental del devenir de un ser humano del que, en su manera de enfocar los problemas o vivir su día a día, se puede llegar a extraer cierta enseñanza filosófica (sin tener porqué ser esta de naturaleza trascendental).
En las últimas semanas han arribado a nuestras carteleras tres muestras seminales de lo que da de sí el humanismo hoy en día; recién horneadas en Finlandia, Japón y una postrera flambeada en los azucarados EEUU. Veamos qué técnicas -más o menos groseras- utilizan sus respectivos directores para lograr la identificación, esa empatía imprescindible que antes se le presuponía al espectador y que ahora… parece que haya que mendigarla, como si estuviese vetado enamorarse de personajes que ni vuelan, ni salvan planetas, ni viven grandes historias de amor con maratones de machihembrado al calor de la chimenea (¿a alguna fábrica de sueños le sigue interesando lo más mínimo la gente corriente?).
Empezamos con la muestra más funcional (más pragmática) de humanismo mainstream. Sí, viene de Norteamérica (el fast food emocional también tiene allí su nicho de mercado) y la firma Alexander Payne: Los que se quedan. Las navidades en las que arrancó la década de los 70 contadas desde los desabridos ojos de un profesor desencantado y un alumno enfadado con el mundo (pero sobre todo con la familia que le ha tocado en suerte). Como testigo forzoso, una cocinera que acaba de perder a su hijo en la guerra de Vietnam.
Si hay una profesión que asociamos de inmediato con el humanismo es la de pedagogo. Aunque este se pierde en sus elucubraciones intelectuales, sin importarle mucho el grado de asimilación de sus clases por parte de un alumnado al que desprecia abiertamente. ¿Es un tipo justo? Quizás sí… o quizás solo sea un resentido embarcado en una cruzada personal (rebajarles la nota media de entrada a la universidad a unos niños de papá que le recuerdan constantemente su condición de lacayo).
Lo habéis adivinado: el tipo huraño resultará entrañable y el pupilo aparcado en el colegio mayor, un traumado rebosante de razones. Lo hemos visto muchas veces en películas sedientas “de premio”: los dos opuestos aprenderán a ponerse en los zapatos del otro y saldrán de la experiencia-límite siendo… ¿mejores personas? (por el camino Payne se olvida de subrayar que la mejor educación es y será en su país feudo elitista y que con dinero parece relativamente sencillo diseñarse un curriculum vitae a la carta… o incluso ser presidente del país, sin ir más lejos).
Los que se quedan resulta cristalina en sus intenciones: gustar. El melo de siempre, pero bajo en calorías: no incomoda, no malmete, no propone soluciones. Sería el equivalente a un remedio homeopático: no te va a curar nada, pero tampoco empeorará tu juicio del mundo después de verla.
Si lo que buscamos son principios activos -con o sin receta de por medio-, Perfect Days (Wim Wenders, 2024) quizás sea ya una medicina mucho más eficaz. La dirige un alemán de pro enamorado de la cultura nipona, que aprovechó la inauguración de unos nuevos baños públicos (muy de diseño) diseminados por la capital para rodar en un tiempo récord una historia con voluntad de miniatura, casi de proverbio zen.
Un limpiador de lavabos emperrado en hacer bien su trabajo (como todo japonés, ya sea astronauta, empujador en el metro en hora punta o reponedor en el supermercado de la esquina), capaz de sacarle a la vida esos momentos de magia… que a todos nos gustaría encontrarle. A mí me da por ser algo malvado (¿cómo se puede costear una casa de dos alturas al lado del Sky Tree tokiota?), pero es que Perfect Days está hecha a prueba de cínicos. Como el mejor cine humanista, te pide que seas capaz de embarcarte en la búsqueda de la belleza (en este caso la que se esconde detrás de los pequeños gestos y cambios en la flora circundante, una recherche de lo efímero que los occidentales hemos convertido en sinónimo de Japón).
El humanismo de Wenders (¿acaso no es Paris, Texas (1984) una obra cumbre de este tipo de cine?) siempre había estado presente a lo largo de su carrera, aunque de un modo… cómo decirlo… menos explícito. Camino de los ochenta años de edad el alemán se deja de sutilezas y le da por retratar a fotógrafos existencialistas (La sal de la tierra (2014)) o directamente a hombres devenidos representantes de Dios en la Tierra (El Papa Francisco: un hombre de palabra (2018)). Y es que el humanismo muda de piel según las edades del Hombre.
Su Hirayama (espléndido Koji Yakusho, como es habitual) es un tipo de rutinas establecidas (ir al sento a acicalarse junto a los habituales, hacerse con otro libro de segunda mano, dejarse caer por su izakaya favorita a pie de metro, echarle otra foto a las copas de los árboles, tener sueños en un blanco y negro muy chic). Por supuesto que nos resulta un tipo fenomenal y acabamos envidiando -de eso se trataba desde el principio- la manera como ha logrado simplificar su armoniosa existencia.
Pasamos a continuación del héroe solitario al perdedor desamparado. Hablo por supuesto del cine de Aki Kaurismäki (director de cine entre ingesta e ingesta) y de la última estación de su via crucis escandinavo: Fallen Leaves (2023). Cine humanista -este sí- con mayúsculas… y sin trampa ni cartón. Destilado y esencial, capaz de señalar, de diagnosticar y hasta de proponer la cura universal. Joder, sí: el amor al prójimo.
Fallen Leaves cala en poco más de 80 minutos… y cala hasta los huesos. Es otra leyenda de un santo bebedor, de sus amoríos torpes y de sus amistades de karaoke. Frente al mundo implacable (trabajos de mierda, noticias intermitentes de la última guerra, discográficas que no reconocen el “talento” amateur), una pequeña comunidad de hombres y mujeres libres. Libres para ser apaleados y encadenar decepciones, de acuerdo, pero capaces de levantarse una y otra vez y continuar sin acusar apenas los golpes.
En el cine de Kaurismäki te puede pasar un tranvía por encima y aun así salir del hospital ahíto de alegría contenida. No en vano la odisea de nuestros obreros casi fassbinderianos concluye con un guiño a Charles Chaplin, el padre putativo de ese cine moral que ahora nos parece tan naif, tan inverosímil.
Pero el cine humanista perseverará -quizás, como le pasaba a Wall-E (Andrew Stanton, 2008), hasta cuando ya no haya siquiera seres humanos-, porque todo arte necesita seguir alimentando el Milagro laico. Los que se quedan tira de emotividad made in Hollywood (aunque parezcan haber olvidado la fórmula desde hace dos décadas), Perfect Days del aura que emana de todo sujeto capaz de llevarse bien consigo mismo y Fallen Leaves de solidaridad entre miembros de base de la famélica legión.
Que cada cual elija, que cada cual empatice a su manera.