D’A 2020. En tiempos de guerra

Tres películas sobre los estragos de toda índole que producen los conflictos armados. Alteraciones en las comunidades que los sufren, pero sobre todo en el ámbito personal, en el mental. Aunque en ninguna de las tres la guerra, como tal, esté presente de una manera directa: maniobras subrepticias, consecuencias, aceptación y muerte. El pasado (la segunda guerra sino-japonesa y el toma y daca en Shanghái, convertida en la capital asiática del contraespionaje) y el presente y futuro de la Ucrania que quiso ser europeísta.

Comenzamos con la china Saturday Fiction (Lou Ye, 2019), una ambiciosa propuesta que trata de combinar nada más y nada menos que las películas de espías con… el mundo de la escena. Ambas son bellas artes cuya práctica se fundamenta en la puesta en escena de un engaño: la una intenta enredar al enemigo, la otra engatusar al espectador. En ambas es imprescindible tener dotes para la actuación y no dejar entrever ninguno de tus movimientos futuros. Hacer creer al que mira que sabe exactamente lo que va a ocurrir… y sorprenderle con un giro inesperado. 

Yu Jin (Gong Li), actriz consagrada, vuelve al Shanghái de sus amores, la ciudad en la que se hizo un nombre de la mano de un dramaturgo entregado (y todavía enamorado). Cuatro años después volverá a interpretar uno de sus papeles icónicos, al tiempo que realiza un último favor para la inteligencia de cierto país (¿los aliados?, ¿los nacionalistas chinos?, ¿los japoneses imperialistas?, ¿los chinos colaboracionistas?). Se hace difícil elegir bando en un mercado con tan alta demanda de mataharis.

Saturday Fiction es purita forma, qué duda cabe… quizás demasiada forma. El cine chino de los últimos tiempos nos tiene acostumbrados a una hiperestetización que convierte cualquier tema en un desfile de clasaza a veces demasiado parecido a un comercial de perfumes franceses. Le cuesta levantar el vuelo al nuevo filme de Lou Ye: la primera hora presenta antagonistas en el marco de una trama difusa (¿por qué recuerda tanto a los westerns manchurianos made in Corea?), sin que termine de cuajar esa atmósfera entre sórdida y sensual.

Es en el segundo acto -con un potente clímax en el teatro durante el fatídico sábado del estreno- en el que Saturday Fiction despega y gana enteros. Quizás porque tras tanta contención la cosa se desmadra, en plan romance fatal pero con una Gong Li haciendo de Chow Yun-Fat nihilista (contad, contad las muertes directas).

¿Qué no termina de funcionar? La pretensión inicial: hacer algo fascinante con esa fusión metacinematográfica: lo que ocurre tras las bambalinas como anticipo (¿y precursor?) de la acción real. La ficción no se termina de enhebrar en la aguja de esa realidad demasiado trabajada, demasiado cinematográfica. 

Homeward (Nariman Aliev, 2019), más allá del periplo de sus protagonistas en formato road movie, funciona como apresurada lección sobre la historia reciente de Ucrania. Allí, en la península más disputada de la pasada década habitan los tártaros de Crimea, un grupo étnico al que han vapuleado de lo lindo durante el último medio milenio.

Pero lo peor les llegó con las represalias y deportaciones masivas de Stalin antes incluso de concluir la Segunda Guerra Mundial. La diáspora fue masiva y sólo a partir de 1980 se decidieron a retornar a la que definen en el propio filme como “su Jerusalem”. Así que os podéis imaginar la gracia que les hizo la anexión de facto de la península por parte de Rusia en la primavera de 2014. Nuevamente veían peligrar un idioma propio, un credo (el islam), un remedo de país.

Apenas un cuarto de millón de tártaros se ha intentado adaptar a esta nueva legalidad vigente. Esfumada ya cualquier fantasía de aislacionismo para preservar la tradición: son habituales los matrimonios con población rusófila y el envío de los hijos a la capital para proseguir estudios se acostumbra a traducir en una desafectación forzosa. Nuevos aires, una nueva lengua y el progresivo abandono del ejercicio de la religión paterna. Un drama para los que se quedan, un inusitado horizonte de libertades para los que se van.

Así que cuando nuestro protagonista viaja a Kiev con la intención de dar sepultura a su hijo en Crimea, está convencido -como sólo lo están los que han sobrevivido y odiado durante demasiado tiempo- de poder “rescatar” a su otro vástago de ese mundo de infieles. Juntos emprenderán un viaje hacia esa tierra de nadie, hacia ese recóndito paraje codiciado por demasiados imperios.

Un relato áspero sin grandes epifanías y donde el más joven descubre paulatinamente lo fácil que lo ha tenido gracias al esfuerzo de su machacado progenitor. Tampoco este podrá seguir ajeno a los cambios en su pequeño mundo, dejando de asociar el Mal con todo lo desconocido. ¿Algo naif y conservadora en sus conclusiones? Sí, el director es de Crimea y sabe que tiene la rara oportunidad de hablar de los suyos. Lo hace sin buscar enemigos debajo de las piedras y eso, en la ópera prima de un tipo de 27 años afectado personalmente por el tema que aborda, se me antoja un logro descomunal.

De un presente de derrotados que deben de acatar un nuevo orden establecido unilateralmente, a un futuro de supervivientes en una tierra envenenada y desahuciada. En Atlantis (Valentyn Vasyanovych, 2019), la sombra de Tarkovski es alargada, pero también la de otros muchos cultivadores del plano único. Una puesta en escena sobria y espiritual para presentarnos una Ucrania desolada.

Año 2025. El país trata de volver a una imposible normalidad, tratando de recuperarse de la última guerra con su avasallador vecino. Los excombatientes de aquel conflicto se incorporan a un mercado de trabajo en declive: astilleros que cierran, servicios esenciales que no reabren, infraestructuras irrecuperables.

La principal ocupación consiste en ayudar en las tareas de “reconstrucción”. Una labor que se antoja titánica: allá por donde pasa nuestro protagonista al volante de su camión cisterna le aguarda el mismo paisaje de ciudades en ruinas, carreteras por asfaltar y minas por desmantelar. ¿A qué aferrarse en este panorama depresivo? ¿Existe alguna posibilidad de escape? ¿Se pueden aplacar los propios fantasmas en los brazos de alguien?

Cunetas, fosas comunes y autopsias. Y sin embargo, Vasyanovych -director, guionista, director de fotografía y productor- se las apaña para abrir un resquicio de esperanza. Lo cual es casi una novedad en el cine eslavo reciente, empeñado en una descorazonadora renuncia al humanismo. Como si el caos y la brutalidad hubiesen ganado hace tiempo y a nadie le importase ya aparentar lo contrario.

El resultado acaba calando en los huesos, contagiando el desconsuelo pero sin regodeos sádicos. La salvación no está en el dinero de fuera, en las promesas incumplidas, ni tan siquiera en la recuperación de la memoria histórica. Basta con volver a confiar en alguien para poder empezar a olvidar una guerra.

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