Corea del Sur y su techo de cristal

La lectura de una novela escrita por Cho Nam-joo y el visionado de un par de filmes alejados del siempre amable mainstream del país (gentileza del Indie & Doc, la cuarta edición del Festival de Cine Coreano) me anima a hablaros de otra potencia económica que deslumbra en lo macro, pero que se muestra falsamente tradicionalista y abiertamente cicatera con, más o menos, la mitad exacta de sus habitantes.

No es ninguna novedad en el Extremo Oriente: al igual que en el Japón, las políticas de igualdad andan muy por detrás de la realidad exigible en cualquier país que diga ser del primer mundo, a remolque de un capitalismo salvaje –e incontestado- que encuentra ideal un estado de las cosas que pasa por potenciar las carreras de los varones y desincentivar cualquier intento por compaginar vida laboral y proyecto vital en el caso de ellas.

Portada del libro Kim Ji-Young, nacida en 1982 literatura de Corea del Sur

Hace cinco años el libro-testimonio Kim Ji-young, nacida en 1982 levantó ampollas y hasta alguna conciencia debió de despertar en ese aparentemente privilegiado rincón del continente asiático. Cho describía, en un amplio flash-back, la debacle emocional de una mujer nacida a principios de los 80. El panorama no era muy distinto al de cualquier española que arrancara su carrera profesional en el primer lustro del siglo XX: brecha salarial, inercia patriarcal (el lugar que una debe ocupar, lo que se espera de ellas aunque no se verbalice, la realización forzosa a través de la maternidad) y la dificultad extrema a la hora de acceder a los puestos mejor remunerados.

Pero en lo que a concienciación feminista se refiere, resulta evidente que Corea del Sur apenas ha empezado a dar sus primeros pasos: el reconocimiento de las desigualdades no se ha traducido más que en tímidos avances en materia de protección social, que chocan una y otra vez con el imperativo empresarial, verdadero sottogoverno de esa parte supuestamente privilegiada de la península coreana.

Kim, la desencantada protagonista, hace exactamente lo que se espera de ella a pesar de que la generación de su madre quiera ser ya la última de mártires en vida. Estudia, se echa novio, deja aparcada su carrera, tiene el hijo reglamentario. Y descubre que, a pesar del discurso oficial, las objeciones inadmisibles se efectúan sin rubor y en voz alta: que por qué disfrutar del permiso de maternidad, por qué querer seguir teniendo una fuente de ingresos que asegura la independencia si para eso está el marido… y, sobretodo, por qué has tenido una niña en lugar de un niño (¡!).

Una barrera nada invisible –pero claramente infranqueable- que tiene su mejor refrendo en la propia sociedad, dispuesta a seguir juzgando conforme a su canon milenario; siendo muchas veces las propias mujeres las más temibles defensoras de un supuesto “orden moral” que solo garantiza una cosa: la eternización de su rol gregario y dependiente.

El resultado acaba siendo una depresión profunda que se manifiesta de forma inquietante: convirtiéndose en voz de todas las otras mujeres acalladas que todavía permanecen en su recuerdo. La amiga muerta, la madre que salvó a la familia pero le cedió la gloria al patriarca convencido de sus dotes emprendedoras. Ecos de proyectos frustrados, de vidas anónimas a la sombra de quienes -no por ley, pero si por tradición- continúan poniéndole el apellido a sus hijos.

Moving on, la espléndida ópera prima de la coreana Yoon Dan-bi, también aborda de una manera sutil y poética –y muy Koreeda, si se me permite el (evidente) paralelismo- el papel que se reserva a cualquier manifestación de lo femenino entre los súbditos descendientes de la dinastía Joseon.

Imagen del film Moving on de Corea del Sur

Un giro de la vida lleva a Ok-ju a tener que ir a vivir a la casa de su abuelo, junto a su padre divorciado y su consentido hermano pequeño. En plena etapa adolescente empezará a percibir que el mundo de los adultos puede ser un lugar bastante hostil para cualquiera que manifieste debilidad o, sencillamente, opte por hacer las cosas de otro modo.

A esta crisis familiar se une la tía, dispuesta también a separarse de su marido. Ok-ju entra en contacto con esa mujer pertinaz y por primera vez en su adocenada existencia, libre. Su cercanía y sinceridad (con o sin soju de por medio) le llevará a plantearse si quizás no juzgó muy duramente a su propia madre, alineándose de inmediato con la versión paterna del porqué de las diferencias maritales.

El resto son intuiciones de la vida que le espera; una vida en la que todos le ríen las gracias al hermano pequeño (futuro cabeza de familia, por supuesto) y donde la enfermedad del abuelo pone de manifiesto las pulsiones pragmáticas de unos y otros.

Una caída del caballo sin epifanías ni escandaleras, un trocito de vida que se mueve entre la incertidumbre y las primeras muestras de escepticismo. ¿Y si no quiero esto que se supone que debo ansiar? ¿Existe alguna alternativa real que no sea considerada de inmediato un atentado contra las raíces del propio sistema?

Por último, una película de deportes donde la epopeya femenina es más que una simple coartada comercial. Se titula Baseball Girl y es también una primera película, firmada en este caso por Choi Yun-tae. Superación y esfuerzo, la base de todo filme-alegato que intenta hacer creer lo increíble: que a todo se puede llegar a base de tesón.

Pero obviemos el toque naif o quizás esa formación del espíritu capitalista que nos lleva a creer firmemente en que perseverar en algo puede, por arte de birlibirloque, derribar el mismísimo muro de Jericó. Nuestra protagonista es ciertamente atípica en el espectro de los filmes modélicos coreanos: no hay un romance, no respeta las opiniones maternas y tampoco calla ante los ninguneos de entrenadores, ojeadores o enteradillos varios. Soo-in está dispuesta a entrar en un mundo monopolizado por hombres esgrimiendo un único argumento: puede llegar a ser fundamental en cualquier equipo sin necesidad de ser la lanzadora más rápida.

Imagen del film Baseball Girl de Corea del Sur

Quizás el momento más revelador y genuinamente emocionante de esta Rocky que no conoce el k.o. (aunque le lluevan, en forma de tunda emocional, por todas partes) sea cuando el presidente de un club profesional, tratando de sacarle rédito a su condición femenina, le ofrece un contrato que le apartaría del juego y la condenaría a los despachos, las sonrisas y el uso de un lenguaje tan inclusivo como falsamente igualitario. No, Soo-in no se ha esforzado tanto para enardecer a ninguna otra alma desamparada. Quiere ser reconocida y remunerada justamente como jugadora de beisbol y no parará hasta medirse de tú a tú con los que llevan media vida diciéndole que entrene más, que se machaque el deltoides, que se haga tan fuerte como ellos.

Un filme esperanzador en tanto y cuanto no quiere ser anécdota ni oda condescendiente: las heroínas sólo quieren serlo por méritos propios, sin pleitesías, sin hipotecas… apelando a juicios imparciales y decisiones a la altura de su talento.

Sí, lo sé. Pura ciencia ficción en las nueve décimas partes de países del mundo.

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