‘Cine de samuráis. Bushido y chambara en la gran pantalla’

En realidad, uno siempre albergó dudas razonables sobre la “originalidad” del cine de samuráis. Nos parecía innegable que Kurosawa había visto mucho Ford, que casi toda la producción desde finales de los sesenta se hallaba bajo la (fatal) estrella del spaghetti western. ¿Estaba Oriente tratando de complacer al ya de por sí muy complaciente Occidente? ¿Dónde estaban los héroes primigenios, los de antaño? ¿En qué sagas propias se basaban (con todos los respetos hacia Shakespeare)?

Pues Juan Manuel Corral trata de arrojar algo de luz con Cine de samuráis. Bushido y chambara en la gran pantalla, la primera propuesta editorial de Líneas paralelas. La obra se haya estructurada en cinco partes: a la introducción histórica de algunos de los guerreros más renombrados de la época feudal le siguen el nacimiento del género (en pleno cine mudo), la conocida como Edad de Oro del mismo (que abarca desde Rashomon hasta finales de los sesenta), la bastardía argumental a través del gore y el sexo y el resurgimiento de los últimos tiempos merced a un público joven que a duras penas conoce a un tal Toshiro Mifune.

SwordOfDoom

Tras ilustrarnos sobre el origen de la casta (pues eso y no otra cosa es lo que eran los samuráis), Corral se centra en el periodo que vio consolidada la “coartada espiritual” para sublimar al guerrero ocioso: aquél larguísimo y pacífico mundo flotante que se prolongo desde después de la batalla de Sekigahara (1600) y hasta el año 1868. El zen acabó revistiendo al conjunto de un lirismo cuestionable (la fiereza irracional, la noción de honor, el no tener miedo a caer en combate). Aconteceres como el de los 47 ronins leales de Ako cimentaron su prestigio entre un pueblo que se acostumbró a asistir a representaciones donde las espadas entrechocaban y los sacrificios supremos se sucedían, dejando el entarimado plagado de cadáveres (honorables, eso sí).

Con el referente del kabuki (debidamente modernizado), el cine mudo de samuráis no tardó en lanzar sus propios ídolos, alguno de ellos provenientes directamente del Teatro Nacional. Tsumasaburo Bando, Masunosuke Onoe o Hayashi Chojiro son los primeros ídolos del chambara, aunque alguno de ellos no sean más que trasposiciones rutilantes del correspondiente modelo norteamericano (Chojiro, por ejemplo, jugaba a Rodolfo Valentino ambiguo).

Poco ha sobrevivido de aquél cine nipón anterior a la Segunda Guerra Mundial (el kinetoscopio de Thomas Alva Edison aterrizó en Kobe allá por febrero de 1896). Recuérdese además una de las particularidades de la representación cinematográfica en las salas japonesas pioneras: la figura del benshi, tipos que puntúan, subrayan y deforman argumentos, auténticos showman que en ocasiones se apropian hasta tal punto de la película… que la gente acude a la sesión para verlos actuar a ellos (histriónicos, malévolos, capaces de imitar voces de uno y otro sexo, amigos de la onomatopeya y el chiste con referencia contemporánea). En otras ocasiones, el incuestionable carisma del intérprete le aseguró una fama que ha llegado hasta nuestros días (la casa y jardín de Denjiro Okochi, por ejemplo, sigue abierta al público 53 años después de su muerte). De otros, como Tsumasabaro Bando, se recuerdan anécdotas menos edificantes (se cuenta que nada más salir de los estudios en Kyoto se encaminaba al barrio de entretenimiento de Gion, donde eran capaz de contratar hasta a 20 geishas a la vez).

HARAKIRI

El samurái resultante de aquella primera época era cualquier cosa menos modélico: “colérico y desenfrenado en un mundo de locura que se completa con asesinatos y violaciones”. En apenas una década veremos transformado el arquetipo hacia “la concepción del samurai como un hombre de negocios”. Sí, el Japón de la postguerra ya no andaba necesitado de héroes batalladores y suicidas, sino de salaryman.

El papel de los principales directores (o, para ser más exactos, de los más conocidos en Occidente) durante la confrontación bélica podría tildase, cuanto menos, de polémico. Desde los que colaboraron –con o sin reservas- al “esfuerzo de guerra” con películas aleccionadoras (Kenji Mizoguchi no dudó en “optar por la supervivencia a costa de su arte”), hasta los que fueron destinados a Manchuria, lo más parecido a la Siberia que tenían por aquél entonces los militares (Ozu y Yamanaka fueron dos de los represaliados).

Los siete años de ocupación norteamericana que siguieron a la capitulación del Japón no fueron precisamente buenos para el género. La producción de ken-gekis se prohibió por completo: cualquier recordatorio de la filosofía samurái le daba muy mal fario a MacArthur y sus muchachos. Antes había tenido lugar el que posiblemente sea el mayor desastre sufrido por un cinematografía a escala mundial: “entre el 23 de abril y el 4 de mayo de 1946, la armada americana quemó a orillas del río Tama gran parte del legado nipón, haciendo desaparecer para siempre miles y miles de negativos”.

Throne of Blood (1957)

…y entonces llegó Kurosawa, y nada volvió a ser igual. Su matrimonio de hecho con Mifune (un vagabundo que pululaba sin rumbo por las calles destruidas de Tokio) impulsó el reconocimiento de la que acabaría aupándose como principal cinematografía de Asia (un refrendo incompleto y parcial, que se producía a medida que dichas películas eran seleccionadas para competir en festivales de cine europeos). Corral dedica un espacio generoso a los principales títulos de El Emperador (Rashomon, Los siete samuráis, Trono de sangre, La fortaleza escondida, Sanjuro, Kagemusha, Ran) y recoge el parecer del propio Akira sobre el “remake” europeo de Mercenario (Por un puñado de dólares): “Kurosawa estaba tan enfadado que remitió una misiva a Leone donde venía a decir:“signore Leone, me gusta mucho su película, pero es mí película”. Leone, extasiado de que un director célebre le hubiese escrito una carta, iba enseñando ésta por ahí con una sonrisa en la boca, sin pararse a pensar que se le estaba acusando de estafador”.

Pero quizás tendrá mucho más interés para el cinéfilo el repaso a las películas de otros grandes menos publicitados en Europa: Masaki Kobayashi (El más allá, Rebelión, Harakiri), Hideo Gosha (Tres samuráis fuera de la ley, Sword of the beast), Kihachi Okamoto (La espada de la muerte) y Masahiro Shinoda (Samurai Spy). No os sentáis abrumados: el libro incluye al final una utilísima filmografía seleccionada, con un centenar de títulos realizados entre 1915 y 2013.

El autor no se empecina en esconder los títulos más infames: la confusión genérica y la decadencia sanguinolenta y sicalíptica de los setenta y de los ochenta es glosada con idéntico rigor que en los capítulos precedentes. Las grandes sagas con Zatoichi y El lobo solitario como protagonistas, la influencia del manga y el pinku eiga (con sus cuerdas, torturas y revolcones) o ese canto de cisne que vivió, ya en la pequeña pantalla, de la mano de Richard Chamberlain y su Shogun.

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Y cuando todo parecía perdido… otro renacimiento. La trilogía de Yoji Yamada (El ocaso del samurai, The Hidden Blade, Love & Honor), el testamento de Nagisa Oshima (Gohatto), Tom Cruise y su mediocre El último samurái, cómo abordan el género nombres fundamentales (Takeshi Kitano o Takashi Miike), el enésimo revival a rebufo de un filme de Quentin Tarantino (Kill Bill),…

En definitiva, una guía imprescindible para el aficionado al cine japonés: os ayudará a hacer memoria, coleccionar descubrimientos y poneros tras la pista de rarezas descacharrantes. Doscientas páginas a veces abrumadoras (demasiados datos, demasiada glosa torrencial de filmes) que ponen en valor un género a menudo minusvalorado y que asienta sus bases en algo tan complejo e inasible como la idiosincrasia de un país que adora/odia a unos héroes/villanos que marcaron su historia durante siete siglos.

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