‘Castle Rock’, Temporada 1. El purgatorio de J. J. Abrams

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Han pasado ya ocho años desde que echase el cierre Lost (2004-2010), uno de los hitos indudables en el renacer de la televisión seriada (¿o se trató de su estudiada dignificación como producto, sabiendo adelantarse al cambio de hábitos de consumo de dos generaciones?). Sea como fuere, lo cierto es que cualquier fan del audiovisual tiene marcada la emisión de aquél episodio final (y el circo que lo precedió) a sangre y fuego en su memoria.

Porque el final de Lost también fue el final del sueño. El súbito despertar (traumático, en mi caso). La sospecha confirmada de que, para J.J. Abrams y allegados, el viaje valía la pena en sí mismo. Que el puerto era lo de menos, que se podía embarullar cualquier historia hasta el infinito a base de superponer tramas, sin necesitar de ninguna explicación ulterior que dejase constancia de plan maestro alguno. Que la genialidad de la propuesta radicaba únicamente en suscitar preguntas, como ese crío curioso que te ametralla con dudas mil, exigiendo que le expliques el cosmos… pero empujándote de inmediato a otra cosa, a otro escaparate, a otro foco de atención.

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Hubo mucha gente a la que esto le bastó. No tengo ningún problema en reconocer que las tres primeras temporadas de la ficción fueron magistrales, con un capacidad inédita hasta entonces de provocar fascinación en el espectador, sumiéndole en un océano de elucubraciones post-capítulo (de hecho, creo que acabé disfrutando más de los tiempos muertos que me concedía entre uno y otro dedicados a compilar, teorizar y errar que de su decepcionante trascurrir, empeñada como estaba en atentar contra su propia leyenda).

Si este hubiese sido el único precedente, solitaria y valiente intentona, el acusado podría quedar exonerado. Pero es que la reincidencia es el principal cargo en su contra: después vinieron Fringe (2008-2013) (mucho más perfecta en su imbricación de multiversos, pero igualmente insatisfactoria en su recta final), Person of interest (2011-2016) -otra muestra de conspiparanoia en la linea de su primeriza Alias (2001-2006)-, el sinsentido de Alcatraz (2012) -psicópatas del pasado vienen a amenizarnos el presente-, el apocalipsis eco-friedly de Revolution (2012-2014) (alguien muy malo apagó la luz y ahora toca sobrevivir sin wi-fi) o 22/11/63 (2016) (otra de idas y venidas en el tiempo a costa del magnicidio de Kennedy).

¿Y qué nos propone este año este doctor Frankestein de franquicias finiquitadas? Pues Castle Rock, una serie de… ¿lo adivináis? ¡Sí! Realidades alternativas, saltos dimensionales y el Mal, así, con mayúsculas, como mcGuffin definitivo. La excusa es el universo de Stephen King (que da para algún que otro guiño cinéfilo) y, quizás, el haber visto la tercera temporada de Twin Peaks. Y haber flipado, como todos.

Un pueblo aislado donde algo extraño ocurre. En serio, la premisa más socorrida del último medio siglo… ¿cabe la proximidad de ser superada alguna vez por el imaginario norteamericano? Eso y la presencia del maligno fruto de una lectura obsesiva de la Biblia, que parece haber dado como resultado muchos más desequilibrados que hombres santos (una tradición que en lo televisivo va desde Carnivale (2003-2005) a Outcast (2016-2017)).

Nuevamente, un episodio piloto modélico en su planteamiento y desarrollo. Y un elenco que combina caras conocidas con viejas glorias muy agradables de recuperar (Sissy Spacek, por supuesto, pero también un avejentado Scott Glenn y un añorado Terry ‘Locke’ O’Quinn). Un tablero de juego (Castle Rock, su penitenciaria, los vecinos supervivientes de una crisis económica camino de convertirse en endémica en el medio Oeste y un número de defunciones bizarras a lo largo de su historia suficiente para auparlo a lo alto del libro Guinness como destino idóneo de psicópatas y turistas mórbidos), un personaje dual (que está aquí o allá, pero que allí donde esté la va a liar parda), y, para que todo pueda acabar teniendo cabida, psicotrópicos y una enfermedad neurodegenerativa.

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Y esto último es, paradójicamente, uno de los principales logros de la Castle Rock de J.J. Abrams, tan dado a la fantaciencia: ¿y si los enfermos de Alzheimer no fueran sino seres agraciados/maldecidos con el don de vislumbrar vidas alternativas? En ese bosque inconexo y sin linealidad aparente, se ven obligados a vagar… hasta que algo o alguien les saca de su ensimismamiento.

Como es habitual, otra gran idea desarrollada con prisas, sin darle importancia a su potencial inherente. A este respecto, quizás el episodio que mejor simboliza las ambiciones y limitaciones del método Abrams sea el séptimo. Una hora entera nos tiene embelesados con el oficio de la señora Spacek, saltando de escena en escena (de vida probada a vida probable) merced a unas piezas de ajedrez que le sirven de migas dispuestas para un improbable camino de vuelta. Creerme: el capítulo es un prodigio de montaje, de revisión crítica de todo lo vista hasta el momento y de salto mortal entre narrativas superpuestas.

Pero el episodio concluye con su única razón de ser (un cliffhanger, por supuesto) y con la sensación de tomadura de pelo monumental. ¿Hasta cuándo pretende estar jugando al gato y al ratón con la paciencia del telespectador? Porque si en Lost tenía la gentileza de regalarnos algo de carnaza cada x episodios (un amago de solución o una posibilidad de escape, aunque esta atentase contra toda razón) aquí la atmósfera malsana y la duda cartesiana (¿habrá venido el Diablo a vernos? ¿O será un pagafantas venido a más?) parece darle patente de corso. ¿Explicación? La explicación es el propio misterio. En el nombre del padre, de los guionistas y del espíritu santo.

Porque no es hasta el último episodio que tiene a bien ofrecernos una interpretación, un desenlace en forma de ‘patadón pa’lante’ que no dejará satisfecho a nadie con la cabeza mínimamente amueblada. La ficción cierra filas sobre sí misma, se repliega y vuelve al punto de partida intercambiando a víctima y verdugo. Y apuntando a un nuevo purgatorio (y van…), un sitio de paso entre el cielo y el infierno televisivo atestado de personajes-decorado pretendidamente singulares. Y la sensación generalizada de que no, de que esto tampoco va a ningún sitio.

No, J.J. Abrams no es David Lynch. Su capacidad de fabulación ya no está a la altura de su capacidad de fascinación: sus sinsentidos carecen de esa metafísica de lo incomprensible cultivada por el director de Carretera perdida (1997) o Mulholland Drive (2001). No, J.J. Abrams necesita cada vez más de guiñoles autorreferenciales, de operetas sin libreto donde el actor cree que le basta con entornar los ojos hacia un cielo iluminado, juguetear con un objeto-icono entre sus manos o mirar hacia un extremo del encuadre, eterno fuera de campo tras el que en realidad no amenaza mayor peligro que lo inane de la trama.

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No confundirse: Castle Rock, a nivel visual, atesora logros indudables. Incluso logra algún que otro momento inquietante en las tres primeras entregas. Pero ya os aviso: todo apunta a intervención divina, extraterrestres o entuertos espacio-temporales incomprensibles. Incomprensibles no por su complejidad, sino por haber sido concebidos sin una reflexión seria, como mero mecanismo de detonación.

Porque J.J. es de big bangs… pero no le pidamos una cosmogonía aclaratoria.

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