Camille Pissarro, humilde y colosal

Impresionismo. Sinónimo de éxtasis o fobias algo snobs. Porque son bien curiosas las reacciones que provoca la sola mención del nombre de este movimiento pictórico que, para empezar y como serio hándicap “posero”, a todos gusta. El niño correrá con los brazos abiertos hacia donde el camino hace vuelta, como queriendo introducirse en el cuadro (para horror de la desprevenida madre y del hombre de negro que vigila con gallardía estatuaria en un extremo de la sala). La abuelita se quitará las gafas, se acercará a medio palmo de la vereda sembrada de hojas caídas y le musitará a la amiga un inevitable “qué bonito, qué bonito”. El amateur del caballete y de la paleta que rehúye los colores primarios le comentará al sobrino somnoliento que la temática está muy manida y no le suscita el menor interés, pero que ese efecto que logra en el tercio inferior del óleo sólo es atribuible a “un maestro en la aplicación de los verdes”. Orgía figurativa: ríos, calles de París, un bodegón solitario, hayas que buscan un cielo siempre encapotado y escenas salpicadas de campesinos yendo o viniendo.

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Nace Camille en 1830 y sus primeros trabajos nos recuerdan inevitablemente a los de su amigo Monet, aunque sin la fuerza de sus efectos en superficies líquidas o el cadencioso sucederse de las estaciones en parajes emblemáticos de la geografía francesa (Ruan o la estación de San Lázaro). El primer Pissarro, asentado en la capital francesa desde mediados de la década de los cincuenta del siglo XIX, es el del descubrimiento de la pintura al aire libre –bautismo de fuego de todo impresionista en ciernes-, el de los paseos y las instantáneas algo almibaradas (carromatos, almiares, repechos y rayos de sol). De momento estamos ante un fiel seguidor de los dictados realistas, con espigadoras milletianas y frondosos recodos del camino que no llegan al tupido descoque de los frecuentadores del bosque de Fontainebleau. Este mismo hombre pasaría de admirar a Delacroix a codearse con los padrinos de la abstracción. ¡En apenas cuarenta años!

Pero Pissarro quizás se hubiese quedado en un esmerado artesano de estampitas pastorales de no ser por la guerra franco-prusiana (1870-71), aquél conflicto tan bismarkiano que terminó por impulsar el nacimiento de la actual Alemania. Para él pintor fue una bendición, sí, porque le forzó a exiliarse a Londres una temporada hasta que las aguas se hubieron calmado (en este caso, hasta que Guillermo I se anexionó Alsacia y Lorena). En este ínterin visita los museos y descubre la obra del mismísimo Turner, quedando igual de patidifuso que su compañero de pasillos y tés forzosos, Claude Monet.

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Pissarro ya es cuarentón y su vocación parece atentar contra el sentido pragmático de la existencia. Ni que decir tiene que el cabreo familiar es monumental, máxime cuando proviene de una adinerada saga de origen sefardita que nunca vio con buenos ojos las veleidades artísticas de Camille. Es un hecho: a principios de la década de los setenta sigue sin poder vivir de sus pinceles. Y van llegando los hijos (¡hasta un total de ocho!), tenidos con la sirvienta de la familia. Por el contrario, Monet goza ya del prestigio y de las ventas, imprescindibles para mantener un núcleo familiar que no deja de expandirse.

Todavía tuvo que esperar un par de décadas antes de ganar lo suficiente para mantener a los suyos. Dependió de su madre y de la amabilidad de los extraños, incluyendo un préstamo solicitado por su mujer (sin su conocimiento) a su otrora inseparable Monet, hecho que terminó por distanciarlos definitivamente. Y mientras tanto, la leyenda artística que rodea al impresionismo –a aquél abultado grupo de pintores rechazados sistemáticamente por la Academia- se iba forjando a base de titulares tendenciosos y ciudadanos de pro escandalizados por unos amaneceres demasiado rojos.

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Las exposiciones impresionistas, las de los rechazados del salón oficial, las de los que tenían que soportar chanzas críticas por buscar la verdad ahí fuera renunciando a temas elevados y elaboradas composiciones con la inevitable excusa mitológica, arrancaron allá por 1874. Pissarro, el abuelo del grupo, fue también el único que estuvo en las ocho exponiendo junto a los por aquél entonces advenedizos Edgar Degas, Berthe Morisot, Gustave Caillebotte, Mary Cassatt, Paul Gauguin, Victor Vignon o Léopold Levert.

Son bien conocidas las relaciones de amistad que unieron a los popes de esta revolución tan francesa. Que Manet pintaba con aquél, que si Renoir frecuentaba la casa del otro, que si ambos dos retrataban a las respectivas mujeres… la extracción social de aquellos pintores que lo cambiaron todo fue variopinta: los había muy bien situados económicamente, de los que no conocieron privaciones ni tuvieron tampoco que preocuparse por la desigual acogida de sus trabajos entre el gran público. Otros, como Pissarro, no contaron con el colchón de un buen apellido o un mejor matrimonio y tuvieron que practicar su arte en unas condiciones de precariedad que no hacen sino incrementar el valor de sus logros.

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Pissarro perseveró y acabó convirtiéndose en una especie de “observer” del movimiento, el ideólogo en la sombra que aconsejó y cohesionó a un conjunto demasiado heterogéneo. Diríase que los conoció a todos: empezó pintando junto a Paul Cézanne y acabó escuchando los cantos de sirena del post-impresionismo, quintaesenciado en el tortuoso devenir puntillista de Seurat o Signac. También se codeó con el maltrecho Toulouse Lautrec o el atormentando Vincent van Gogh. Qué demonios, ¡si hasta redactó los estatutos de lo que en principio no fue más que una cooperativa de artistas!

Su pintura evoluciona, muta e imita; no es en modo alguno impermeable a ninguna de estas influencias. Desde sus primeros trabajos de exaltación del agro hasta las vistas elevadas de un París rescatado después del chaparrón, ya con las facultades muy mermadas debido a su progresiva pérdida de visión, pero con unas ansias intactas por seguir experimentando, descubriendo. Desde los caminos brumosos de tradición romántica (y que a buen seguro hubiesen contado con la bendición de la todopoderosa Academia de Bellas Artes francesa), hasta sus arbustos casi descompuestos a la manera de Cézanne o las alamedas pintadas con estrechas pinceladas, siguiendo los postulados pretendidamente científicos del postimpresionismo.

Los 67 óleos del pintor que pueden verse en el CaixaForum de Barcelona hasta el 26 de enero de 2014 nos cuentan este periplo, arrancando en las orillas del Marne en 1864 y terminando con su autorretrato barbado de 1903 en Éragny-sur-Epte. Sus paisajes recuerdan al Sisley de las cunetas nevadas, sus retratos a Renoir y su catálogo de hijos e hijas vestidos a la moda, su París de charcos y carruajes a los encuadres prístinos de Gustave Caillebotte, sus jarros de flores a la contención formal de Fantin-Latour. Aunque la exposición cuenta con una docena de obras maestras, su genio deslumbra especialmente en la sala que alberga sus celebradas vistas urbanas, sin olvidarnos de ese puente de Charing Cross suspendido entre las nieblas matutinas o esas tierras de cultivo interrumpidas por complejos fabriles.

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Porque como buen cronista del cambio, Pissarro también glosó la imparable industrialización que hizo que las chimeneas, en lugar de los troncos pelados o los árboles frutales, empezasen a despuntar en un horizonte salpicado de nuevos nubarrones ideados por el propio hombre.

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