De cómo el audiovisual predijo el ‘big one’: notas al Apocalipsis según Trump
“Everybody knows the war is over
Everybody knows the good guys lost
Everybody knows the fight was fixed
The poor stay poor, the rich get rich
That’s how it goes
Everybody knows”Leonard Cohen
En Los odiosos ocho Quentin Tarantino encerraba juntos a un puñado de asesinos, estafadores, racistas, cazarrecompensas y secundarios sacrificables. Lo hacía por el mero placer de “ver lo que pasaba”, de mantener al espectador con el corazón en un puño, pendiente de sus impredecibles reacciones. Por el gusto de regodearse ante el hipnótico encanto que ejerce tanto el caos como el inminente estallido del drama. ¿Fue quizás este el preludio?
Porque luego vino la tocata y fuga. Apenas un año después, los votantes de los EEUU (o quizás las grandes corporaciones, o quizás Rusia o quizás unos medios de comunicación sedientos de sangre o quizás el segundo principio de la termodinámica) decidieron darle una oportunidad a lo ilógico, a lo grotesco, a lo impensable. En apenas dos semanas estaremos en condiciones de ver en acción a este supremacista blanco con mucho dinero y poco pudor, hasta el punto de ser el primer presidente en mucho tiempo que no necesita ni siquiera de una agenda oculta: puede publicitar vía Twitter cada uno de sus siguientes movimientos. A cara descubierta, sin sigilos.
La verdad es que Hollywood y alrededores algo se olía. Ellos, acostumbrados a parir un cine “bigger than life”, se encontraban con un presidente que quería unos USA “bigger than ever”. Vamos, si hasta deberían de llevarse bien… ¿prepararon, sin pretenderlo, el terreno para lo inevitable? ¿Fueron visionarios a la hora de plasmar ese desencanto que siempre opta por bomberos populistas? Repasemos la cartelera de 2016.
En La gran apuesta, Adam McKay empleaba un tono de amarga ironía –un poquito hiriente, a mi entender- para explicar lo que sabíamos desde hace décadas: que Wall Street seguirá siempre a lo suyo (esto es: especular, ganar, trampear, arruinar a incautos, pedir, recibir, ganar otra vez). No le salió ninguna obra maestra, pero el mero hecho de tirar de sarcasmo (con el cadáver de la recesión todavía caliente) indicaba una peligrosa constante de nuestro tiempo: lo fácil que resulta trivializar… la desgracia ajena.
En la inminente y supuestamente más independiente Comanchería (ese horrible título que al final ha acabado teniendo Hell or High Water) un Jeff Bridges lenguaraz con las minorías étnicas se encargaba de imponer un sucedáneo de justicia en uno de los estados más afectados por la crisis (vivero natural de votos para Donald y sus escuderos de la cruzada aislacionista).
Quizás lo más significativo –de cara a la radiografía de urgencia de este nuevo orden en ciernes-, fuese una escena en particular. Nuestros desperados (dos hermanos asaltabancos sin vocación) salen de una de sus postreras fechorías y se encuentran con un ejército de “honrados” ciudadanos dispuestos a ajusticiarlos al más puro estilo Dos hombres y un destino. Pistola o escopeta en mano, vacían sus cargadores sobre esos desconocidos que atentan contra una de esas sagradas instituciones que les arruinó a base de hipotecas y demás préstamos impagables… y es que no hay Robin Hoods que valgan en la tierra del dólar.
No acaba ahí la cosa. Pensemos en La llegada (Denis Villeneuve), la película de ciencia ficción con extraterrestres aprendiendo idiomas en programa de intercambio interplanetario. Los alienígenas eligen una docena de lugares del mundo donde posarse (EEUU entre ellos, ni que decir tiene), pero todo está a punto de irse al carajo por culpa de… ¿de quién diríais? ¿De un general americano belicista? ¿Algún presidente mal aconsejado? No, no. ¡Los chinos! El enemigo que viene, el rival económico natural e incapaz de respetar las leyes monetarias imperantes. Diablos.
¿Pero he dicho E.T.s? Cómo olvidarme entonces de Calle Cloverfield 10 (Don Trachtenberg), otro hito en eso del cine del miedo al vecino. Ya lo habíamos visto un mes antes con La habitación (Lenny Abrahamson): la posibilidad de ser raptado por algún tarado que te encierre en su zulo y te obligue a alimentarte a base de latas de conserva por los restos parece anidar en lo más recóndito de la psique de este país demasiado extenso. Un impagable John Goodman hace de superviviente al estilo tejano, con búnker, demasiada lectura especializada y mucho, mucho tiempo libre. Porque algo malo nos va a pasar. Pronto.
El mal (matizo: la estupidez, en nuestro caso) no siempre se muestra de una manera tan evidente, tan a pecho descubierto. A veces prefiere disfrazarse de inocencia y candor, como es el caso de la protagonista de La bruja de Roberg Eggers. ¿No tendrá la América venidera un problema parecido al de estos colonos cristianos de Nueva Inglaterra? ¿No será Trump la penitencia impuesta, la respuesta a tanto rezo que reclamaba más libre comercio sin cortapisas (sinónimo de desigualdad, alentado curiosamente por esa mayoría que disfruta ignorando que es y seguirá siendo pobre)?
O quizás, y puestos a agotar posibilidades, la nueva América sea como los dos protagonistas principales de Animales nocturnos (Tom Ford): ingenua y todavía romántica, interesada y siempre pragmática. Embarcada en la escritura de esa gran novela que le asegure la inmortalidad. U obsesionada en hacer dinero, en tener ambición, en “marcar la diferencia”. El débil, en este filme, se ve empujado a la venganza; a empuñar la pistola, ese patético sinónimo de “hombría” en una sociedad que confunde la constitución que se dieron a sí mismos unos colonos con el tocino.
Ante este escenario futuro (el de la falta de inteligencia como orgulloso argumento para hacer política), quizás a los cineastas estadounidenses no les quede otra que empezar a practicar la huída, como hizo este mismo año Richard Linklater en su inhabitualmente desmadrada Todos queremos algo. Refugiarse en otro tiempo, recurrir a la memoria sentimental, a ese preciso instante en que nos creíamos inmortales, puros, capaces de lo mejor. Tirar de poesía, como Jim Jarmusch en Paterson. O de canibalismo –una opción muy capitalista-, como las beldades oligofrénicas de The Neon Demon (Nicolas Winding Refn).
Pero ha sido en la ficción televisiva donde más pistas hemos podido encontrar de estos ‘nuevos-viejos’ tiempos que se avecinaban. En la primera tanda de episodios de la séptima temporada de The Walking Dead, el único protagonista ha sido… el malo. Cuando una idea está agotada, exprimida hasta la saciedad, el único placer que le queda al espectador es ver trocado su masoquismo en sadismo. Ver morir a aquellos personajes con los que lleva quedándose frito delante del televisor los últimos tres o cuatro años. A todos.
En ese escenario de sinsentido argumental, de deriva autoasumida, la súbita irrupción de un psicópata con planta y dado al monólogo exterior ha sido una auténtica bendición para una audiencia, repito, exhausta. El capítulo estará bien sólo si sale él, paseándose con su bate de béisbol y reclamando… sus tributos. Sí, porque el glorioso malo de The Walking Dead es básicamente un monopolista que se dedica a pasearse por pueblos-estado reclamándoles una parte de sus bienes, de sus cosechas…
Sintomático. La consecuencia inmediata de un mundo sin ley –o “desregularizado”, como les gustaría decir a alguno de sus halcones- es un retorno al medievo. Diezmos, sanciones impuestas a garrote y regocijo de seguir vivo (si permaneces dentro del sistema, claro). Da que pensar, sí.
La temporada 20 de South Park corrió prácticamente paralela al desarrollo de la campaña electoral. Esos dibujitos con personajes malhablados hace muchos años que apuestan por otra cosa mucho más subversiva: reírse de la cochina realidad. Y ellos lo tuvieron claro: la culpa de que todo esté a punto de irse al garete la tienen J.J. Abrams (al que la Casablanca le pide una “actualización” del himno nacional), los daneses (que desarrollan una aplicación fatídica para cazar a trolls internautas) y el profesor Garrison, sosias de Trump. Tras el lavado de cara, los rayos UVA, el peluquín y el lifting ideológico, llega a la presidencia con sus mismos argumentos: presumiendo de incorrección política y diciendo lo primero que se le viene a la cabeza, para deleite de sus seguidores.
La segunda temporada de Fargo también fue, en ese sentido… clarividente. Quizás porque estaba ambientada inmediatamente antes de la llegada a la Casablanca de Ronald Reagan, otro charlatán –con bastante más clase, puestos a hacer comparaciones con lo que se nos avecina- dispuesto a decirle a la gente que el problema no era la avaricia ni la desigualdad. Que bastaba con recobrar… el coraje y la fe. Dos palabras mágicas que parecen provocar pucheros entre los mayores de 40.
Y acabamos este recorrido por la Norteamérica que nos viene hablando de Westworld. Lo cuál tiene su lógica, porque si algún aporte han hecho los estadounidenses a la humanidad (además del chicle y de la definitiva perversión de la Navidad) ha sido precisamente ese: el western. Ese Edén idealizado donde había espacio para la ingenuidad, la aventura, la escupidera en el rincón… y el tiro a bocajarro alegando defensa propia. ¡Ah, las glorias pasadas!
Pues bien, en esta revisitación de Almas de metal (Michael Crichton, 1973) la clase más pudiente se dedica a matar humanoides con circuitos integrados, irse de putas con la excusa de “encontrarse a uno mismo” y, en definitiva, a quemar adrenalina a costa de unas máquinas maltratadas hasta el trauma. El futuro de la inteligencia artificial quizás sea ese: saciar las ansias de autenticidad de unos CEOs que ya no tendrán suficiente con sus empresas ni con llevar las riendas del país más poderoso del mundo.