‘Atlanta’: el rap como tabla de salvación
A Donald Glover lo conocimos en Community (2009-2015), aquella brillantísima comedia (quizás murió de eso: de exceso de brillantez, de autoconsciencia de genialidad sin cortapisas, a destajo) en la que hacía de Troy, el colega freak del megafreak Abed, una especie de Sheldon de letras. Por si no quedaban claras sus dotes para la improvisación y el metahumor, el uno y el otro nos solían regalar alguna propina al final de cada episodio. Extrañas, surrealistas, casi idas. Pequeñas odas a los universos paralelos y a la continua construcción de realidades alternativas.
Pues bien, Donald Glover ha crecido. Tampoco tanto, vamos (tiene 33 añicos el zagal), pero ya han pasado 12 desde que fuese contratado como guionista de la serie 30 Rock. Por el camino ha decidido dejar Community (ocurrió en su quinta temporada) y convertirse en el protagonista de una serie que retrata la negritud en América y la cultura de gueto desde una perspectiva relajada, normalizada, alejada del mito violento –aunque asumiéndolo sin aspavientos-. Casi diría que desde la perspectiva de un hipster… de un hipster negro, eso sí.
Porque los diez episodios de la primera temporada de Atlanta (que se llevó los premios a la mejor serie y al mejor actor en la categoría de musical o comedia en los recientes Globos de Oro) han resultado ser un ejercicio inteligentísimo de comedia agridulce, robándonos la sonrisa al final de cada entrega con un plano triste, revelador, indignado.
En esta ciudad de blancos que quieren ir de negros (pero no vivir en sus barrios, por supuesto), Glover asume su condición de negro que parece querer ir de blanco. La culpa no la tiene esa universidad a la que asistió durante varios cursos -¿por qué tuvo que dejarla?-, sino los prejuicios de unos y de otros. Mientras tratan de clasificarlo, él tiene suficiente con buscar su lugar en el mundo –reconoce sin rubor alguno que “no hace nada”-, en la compañía de una mujer que ha aprendido –muy a su pesar- a no respetarlo, una hija de la que apenas se ocupa y unos sempiternos problemas de solvencia económica. Earn está harto de tanta precariedad y ve la oportunidad de su vida en el inesperado éxito de su primo, rapero prototípico (faltón y fullero) que se hace llamar Paper Boi. ¿Por qué no tratar de ser su representante y subirse a la ola, rompa esta donde rompa?
El caso es que Paper Boi y su escudero politoxicómano no se lo van a poner fácil. Han llegado hasta ahí sin tener un plan, aunque tienen claro que deben ir a saraos, estar muy presentes en las redes sociales simulando despilfarrar el dinero que no tienen, cultivar un perfil macarra y pendenciero y seguir más o menos autofinanciándose a través de… de esa actividad ilícita que los blancos dan por supuesta en un habitante del gueto. ¿Para qué decepcionarles?
Entre tanta torpeza, entre tanta idiotez, Earn tratará de poner algo de cordura. Ya aviso: con desigual suerte, porque a veces no le quedará otra que dejarse arrastrar por la marea. Y eso se paga al día siguiente, amaneciendo en la habitación de una desconocida o abriendo los ojos en una casa arrasada por una fiesta que se desmadró. “¿Y dónde estará mi condenada chaqueta?”
Nuestro buscavidas, prácticamente un sin techo, trata de labrarse un porvenir en un país de prejuicios sibilinos, de sobreentendidos peligrosos, de “hermanos” vendidos y blancos de eterna cacería. ¿De verdad sigo pensando que Atlanta es una comedia? Pues sí, y divertidísima. Aquí van varios ejemplos de cómo convertir la miseria cotidiana en gags recurrentes y risibles. Al menos, al principio.
La sufrida mujer de nuestro aprendiz de tiburón del showbusiness debe de superar un test de drogas en el colegio donde trabaja. Eso el día siguiente de haber tirado de opiáceos para sobrellevar el reencuentro con una amiga “triunfadora” (para ello sólo ha tenido que vender sus principios y su cuerpo, pero la cosa le va francamente bien). ¿Cómo lograr superar la prueba en el país de la “tolerancia cero” hacia cualquier hobby más o menos autodestructivo cultivado por sus clases más desfavorecidas? Sólo os puedo decir que el sistema es tan ingenioso como bizarro y, el resultado de todos sus esfuerzos, absolutamente desalentador.
De hecho, el día a día de Earn nos recuerda al del Hank Moody de Californication: rebotar de fiesta en fiesta tratando de vender un producto en el que ni tan siquiera cree (el supuesto “arte” de su primo en este caso, la supuesta veta comercial de la literatura propia en el caso del golfo de Venice). En el castigo lleva la penitencia: deberá de lidiar con bloggers que dominan a la perfección el arte de la mofa y la calumnia, acompañar a sus representados en sus interminables desmadres y hacerle creer a su pareja que todo eso lo está haciendo por una razón práctica. (Por cierto, que algo sabe Donald Glover sobre la escena rap de su país: él mismo cultiva el género bajo el seudónimo de Childish Gambino).
Entre los momentos más hilarantes –dentro de este intento de “integración” y “aceptación” por parte de la clase alta de su propia raza-, una fiesta para celebrar el día de la emancipación en una lujosa casona. Parece como si los afroamericanos más pudientes hubiesen heredado todos los vicios de sus homólogos blancos: un marido con mala conciencia de serie, un servicio poco entregado –e integrado por negros, por supuesto- y un despliegue de snobismo algo hortera. El despliegue de falsa sofisticación por parte de la próspera anfitriona lo resumirá Earn con esta frase lapidaria: “es como estar dentro de Eyes Wide Shut pero rodada por Spike Lee”.
Pero si hay un episodio que sirve para hacerse una idea global de por donde van los tiros, ese es el séptimo. Paper Boi es invitado a un canal especializado para la gente de color, B.A.N. (Black American Network). El acierto de este capítulo es tremendo: se reproduce el programa de televisión, sí, pero también los anuncios, las cortinillas… el resultado: un canal cool y políticamente correcto donde los negros –como los blancos con los canales que coleccionan en su televisión por cable- escuchan aquello que quieren oír, incluyendo la perpetuación de los viejos tópicos de siempre. Memorable resulta el testimonio de un negro que se siente blanco (dilema trans versión melanina) y que, por mucho que se vista y se comporte como un blanco, descubre que lo tiene francamente jodido (por ser negro, tío, por ser negro).
En esta “nueva era” que se abre en la política norteamericana (y que vendrá marcada por la negación sistemática de los derechos de las minorías, por mayoritarias que sean dentro del propio país), Atlanta tendrá la obligación de ahondar en este relato fumeta, vitriólico y, con todo, muy lúcido de una realidad que bascula entre el cuento de Navidad y la pesadilla grotesca. Esas calles de fuego donde puedes empezar esperando a un conductor de Uber y terminar sobre el verdín de una casa unifamiliar, con media docena de balazos en la espalda.