Americana 2019. Valientes sin hogar, libres sin tierra

Un año más el indie se enseñoreó de las salas más selectas de Barcelona (las que aportan los cines Girona, la Zumzeig y el Phenomena) para, de alguna retorcida manera, resarcirnos del mal sabor de boca que en los últimos años deja la concesión de premios por parte de la Academia de las Artes y las Ciencias Cinematográficas. Y es que el Americana Film Fest va camino de convertirse en eso: el recordatorio de que más allá de mis prejuicios cinéfilos, el cine estadounidense sigue siendo importante… a pesar del propio cine estadounidense.

El menú venía presentado en tres carruseles de platos variados, todos al punto y recién salidos del horno: las secciones Tops, Docs y Next. Fuera de carta, The Lost Sessions o la oportunidad a partir de este año de rescatar esa peli del indie primigenio que siempre quisiste ver y nunca te pudiste descargar.

Sin más dilación -y como siempre, buscando ejes temáticos que responden a la voluntad de los programadores, para qué engañarnos-, vamos con la docena de filmes vistos (de los 32 proyectados, cortos al margen) en estos seis días de festival. Al cine de los hermanos Zellner trataremos de rescatarlo en próximas jornadas en la Filmoteca de Catalunya. Palabra.

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Vaya por delante: ha sido una edición netamente superior a la del año pasado. Mis preferidas fueron ese ejercicio de crueldad mental y mutua destrucción con hijo como único testigo que es Wildlife, la luminosa experiencia pararreligiosa alrededor del tipo más querido del mundo (The Bill Murray Stories: Life Lessons Learned From a Mithical Man), un poema ermitaño con aires a la mejor Kelly Reichardt (Leave No Trace) y el desborde visual de Friday’s Child.

Y para hablar de todas ellas, qué mejor manera que echar mano de cuatro excusas argumentales.

La familia me mata

Y este año, casi literalmente. Nos centraremos en una dupla realidad-ficción que aborda los malos tratos, la violencia doméstica y el ansia irrefrenable de huir de quienes dicen querernos y que sin embargo se dedican a machacarnos sistemáticamente (con o sin vínculo consanguíneo de por medio). Y terminaremos con un desolador ejercicio de naturalismo alrededor de la parentela a la altura del Todd Haynes más inmisericorde.

Minding the Gap (Bing Liu, 2018) es una de esas películas-terapia que uno lleva dentro durante años. Y que un buen día decide parir con mucho esfuerzo, dolor y, quizás, a costa de alguna que otra amistad.

Las calles de Rockford, la maldecible e inevitable ciudad de provincias norteamericana, son el escenario de este retorno a la adolescencia desde una madurez impuesta. Propiedades abandonadas, cada vez menos tráfico y mucho, mucho asfalto: el paraíso skater y el infierno de la mano de obra poco cualificada. Entre loops, barandillas y demás mobiliario urbano, nuestro trío protagonista crea su propia realidad alternativa. Porque ahí fuera, encaramos a su tabla, todavía son invencibles.

Bing Liu contaba con casi ocho años de material rodado de manera discontinua. Y también se lo tomó con calma a la hora de montarlo, como si quisiese estar seguro de no herir más sensibilidades de las necesarias entre sus condiscípulos y colegas. Lo que empezaron siendo los habituales videos de cabriolas imposibles y dolorosos planchazos sobre el cemento terminaron derivando en una catarsis colectiva alrededor de un tiempo y un lugar miserables.

Denver, el núcleo urbano más cercano, como única vía de escape. Porque lo que a estos chavales les hicieron en la infancia (hombres a los que apenas conocieron, mujeres que tampoco preguntaron mucho) termina traducido en trauma, introversión crónica o alcoholismo. Nadie les avisó de ese abismo (el eufemístico ‘gap’ del título) existente entre sus pasiones y sueños y sus posibilidades reales de sobrevivir a familias en las que nada ni nadie importa.

Desde esta misma perspectiva (la de la inocencia pervertida), We the Animals (Jeremiah Zagar, 2018) se erige como una de las películas importantes de la Americana 2019. Tres hermanos, un entorno hostil y una casita en las afueras. ¿Un refugio idílico?

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Pues no. Un machirulo inestable acaba haciéndoles la vida imposible tanto a ellos como a la parienta, a merced todos de sus vaivenes emocionales. El reflejo de esa violencia en los ojos de los niños se verá irremisiblemente contaminado: la madre no termina nunca de ser la evidente víctima (más bien al contrario) y parecen desarrollar hacia la figura del padre camorrista una cierta ambivalencia, casi un sentimiento de camaradería testosterónica (al menos dos de ellos).

Son muchas las cosas que trata de contar Zagar en su primera película. Infancia, malos tratos, homosexualidad. Una excesiva ambición de la que sale muy bien parado: We The Animals es profunda y evocadora a un tiempo, sin atreverse a aportar respuestas concluyentes… pero sembrándonos de dudas y genuina tristeza.

Wildlife (Paul Dano, 2018), la mejor película vista en esta edición por quién esto escribe, es todo un tour de force alrededor de la descomposición de un núcleo familiar. Casi todo ocurre al arrancar el otoño de 1960, con un breve epílogo primaveral. Tiempo más que suficiente para que Joe, nuestro protagonista de 14 años, asista a un estallido de locura transitoria que a buen segura acabará con el matrimonio de sus padres.

De hecho, Joe vendría a ser una prolongación de muchos de los papeles de Paul Dano para el cine y la televisión. Un personaje a merced de las circunstancias, algo alelado, mero observador de unas fuerzas (aquí, emocionales y de la naturaleza) que le superan. El despido escasamente justificado del padre desencadenará una tormenta perfecta donde confluirán una depresión incipiente y una recién descubierta insatisfacción (el resumen a la larga de cualquier unión habida o por haber entre seres humanos). El problema es que aquí, claramente, los dos supuestos adultos no saben gestionar sus frustraciones.

Joe será forzado a presenciar en tiempo real la infidelidad por reducción al absurdo de su madre, al tiempo que su padre, atascado en su bucle melancólico, decide quemar sus naves alejándose de un conflicto que se ve incapaz de afrontar. La estupefacción del adolescente correrá paralela a su proceso de maduración forzosa. En última instancia le bastará con un postrero recuerdo de los tres; una fotografía que tiene algo de necrofilia emocional, pero que a buen seguro le servirá para preservar lo único rescatable del pasado: la frágil memoria asociada a una felicidad más bien hiperbólica.

Espacios abiertos, tremendas soledades

El monográfico Parques Nacionales (esos inmensos espacios donde todavía persisten vestigios de bosques primigenios y espejismos de naturaleza incólume) estaría integrado por una ficción con visos de quimera del siglo XIX (Leave no Trace) y un documental alrededor de un deporte que algunos llamarían “de riesgo” y que yo calificaría, directamente y sin rodeos, de suicida (Free Solo (Jimmy Chin y Elizabeth Chai Vasarhelyi, 2018)).

Primero vamos con Alex Honnold, practicante de la modalidad de escalada que da título al filme y que se caracteriza por subir riscos a pelo, sin cuerdas, piolets ni segundas oportunidades que valgan. Una ruleta rusa épica que te garantiza -si lo practicas el tiempo suficiente- una muerte casi segura.

Free-Solo

Este monumento a la conquista de lo inútil podría haber sido fascinante de ahondar -aunque fuese tirando de psicología pedestre- en las motivaciones que llevan a este hombre a abrazar esta solitaria profesión (su fama es tal que hace tiempo que trascendió el pasatiempo, logrando patrocinio para sus evidentes locuras). Hay algo de trauma primigenio, de infancia robada, de educación antiempática. El resultado ha acabado siendo este ermitaño que estudia montañas desde su caravana, mientras devora la cena directamente de la cazuela.

Pero no, Free Solo apuesta por dedicar un tercio del metraje a un remedo de reality a costa de la novia actual del aventurero -que sospechamos tiene más que ver con la necesidad de “inflar” su duración, reservándose para el final el inevitable plato fuerte: la conquista (o no) de la emblemática El Capitán del Yosemite-. Un conflicto un tanto impostado entre la estabilidad que le ofrece ella y la llamada de la montaña: el propio Honnold, demasiado consciente de su halo legendario, acaba por terciar la discusión alegando que nada “importante” ha conseguido el hombre desde la seguridad y el confort.

El que esto escribe sospecha que sus hazañas terminarán trágicamente si no da antes con alguien que le importe lo más mínimo, confundiendo como confunde la intrepidez con la inconsciencia.

En Leave no Trace (Debra Granik, 2018) la llamada de la Naturaleza tiene un significado muy distinto. Para ambos protagonistas (el héroe alienado de Free Solo y el de esta ficción que hubiese hecho las delicias de Henry David Thoreau), el granito, los cedros y los abetos forman parte de una terapia imposible, establecidos en una aversión más o menos evidente hacia la sociedad o, simplemente, el grupo.

Un padre que ha vuelto traumatizado de la guerra, una hija a la que no le importa acompañarle en su deambular lo más lejos posible de la civilización. La obsesión por no ser descubiertos (por no dejar rastro de su supervivencia clandestina en suelo público) tiene una recompensa cercana a la de la literatura generada alrededor de la figura de “el buen salvaje”: contemplación, cercanía a lo que se nos barrunta como esencial y educación fuera del adocenamiento.

¿Que Leave No Trace hubiese podido ser más incisiva? Sí, se podría haber sido mucho más despiadado en ese intervalo de convivencia con sus conciudadanos tras ser descubiertos por los guardias forestales. Pero de verdad creéis que hace falta ridiculizar todavía más esta sociedad en la que vivimos? ¿Acaso no es ya lo suficientemente grotesca?

Con cada edad y con cada golpe uno decide acercarse más o alienarse definitivamente de sus semejantes. A la postre el padre deberá de comprender que sus miedos sólo le pertenecen a él y que su desesperada búsqueda del anonimato y el ascetismo no tiene por qué coincidir con las aspiraciones de su progenie.

Experiencia, experimentos y excesos del método

Del director de Friday’s Child (2018), A. J. Edwards, sólo sabíamos de su condición de montador en el cine más reciente de Terrence Malick. Lo que uno desconocía era su pericia pirotécnica con la steadicam, que hacen de este filme el más virtuoso de los disfrutados en lo que a realización se refiere.

La historia comienza con el descubrimiento, por parte de un huérfano que acaba de alcanzar la mayoría de edad, de que ahí fuera no se lo van a poner fácil. O dicho de otro modo: que no tiene ninguna posibilidad. Un pasado complicado, una casera aprovechada, un trabajo alimenticio… y un merodeador demoníaco.

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Lo que podría haber sido un paulatino descenso a los infiernos repunta de manera algo artificial con un romance inverosímil y una huida hacia el Oeste. Y no cuento mucho más, porque este Crimen y castigo -repito: estéticamente deslumbrante- en barriada de las afueras se guarda para el final un par de giros perversos.

De entre los experimentos, mentar aquí los dos más fallidos. La algo afectada Blaze (2018) (dirigida por el actor Ethan Hawke) y la pretendidamente radical Madeline’s Madeline (Josephine Decker, 2018).

Blaze, un desesperanzador biopic alrededor del músico de country Blaze Foley, parece ir constantemente a rebufo de A propósito de Llewyn Davis (Joel y Ethan Coen, 2013), tanto en el planteamiento argumental como en algunas soluciones de puesta en escena. A todo ello se suma una simpatía por los tonos sepia que termina por darle un aire fronterizo, a película de Sam Peckinpah. Y es que los guiños proliferan: desde el baño de la protagonista en barreño campestre (La balada de Cable Hogue (1970)) al modo como el protagonista dejará este mundo (Pat Garret & Billy the Kid (1973), aunque, al menos, sin utilizar el dylaniano Knocking On Heavens Door).

En definitiva: que la biografía de un genuino outsider como Blaze pedía de un acercamiento más fresco y salvaje. El filme resulta excesivamente medido: no respira.

En el caso de Madeline’s Madeline se juntan el (evidente) bajo presupuesto y la continuada especulación alrededor de la salud mental de la protagonista. Lo que acaba traduciéndose en un “aquí vale todo”: desde la metarrepresentación a la explotación de su debilidad por parte de una directora teatral sin muchos escrúpulos. ¿El resultado? Confuso, atropellado e histérico.

De entre las nominadas al Oscar de este año -uno de los únicos apartados en los que las producciones realmente indies tienen alguna posibilidad, aunque el premio gordo se lo acabase llevando la patrocinada por la todopoderosa National Geographic– destaca un rasgo común y prácticamente obligatorio: la tendencia hacia la fuga poética. La conmiseración -y a veces cierta pornografía emocional- desvelan la fórmula favorita de los señores académicos: sentirse afortunados por no ser ellos mismos unos marginados.

Ya sea la epopeya de una montañero, el retorno al pasado traumático de los jóvenes de Minding the Gap o los bocados de realidad del entrenador de baloncesto de Hale County, This Morning, This Evening, la película tiene que ser pródiga en atardeceres impresionistas, confesiones a cámara y momentos -menos sutiles de lo que se pretende- de purita Verdad.

En la última de las mencionadas, RaMell Ross nos invita a sumergirnos en una comunidad -la más Americana de las utopías- y conocer sus anhelos, temores y carencias. Lo hace tirando de arrebatos, corazonadas y momentos luminosos. La cosa funciona a ratos, pero el caótico conjunto -algo indudablemente buscado por el director- da más sensación de scratch fotogénico que de caleidoscopio trascendente.

Dada esa necesidad de posicionarse estéticamente como poeta para “oler” premio, no es de extrañar que la última película del prolífico Frederick Wiseman (Monrovia, Indiana, 2018) no estuviese este año nominada (la Academia de Hollywood se “ventiló” el estilo Wiseman con un oscar honorífico en 2017, un extraño reconocimiento a 55 años de rigor. ¿Pero acaso tiene, de hecho, alguna posibilidad entre las grandes audiencias un enfoque meramente observacional?)

Pero vayamos por partes. A pesar de su dos joyas relativamente recientes (La danza (2009) y National Gallery (2014)), la fama de Wiseman se asienta en películas fundamentales del género rodadas en las décadas de los 60 y 70. Desde entonces, y cuál obsesivo Ozu, ha permanecido fiel a su método: llegar, filmar mes y medio y editar sin juzgar.

Ya en su anterior película, vista en la edición pasada de este mismo festival, empezamos a encontrarle evidentes limitaciones a su propuesta. Ex Libris: The New York Public Library (2017) era un maratoniano encadenado de juntas, seminarios, talleres y discusiones inanes sobre el sexo de los ángeles. La cámara de Wiseman “pasa por ahí” y se queda cono lo que se queda, pero… ¿tiene alguna obligación de compartir con nosotros algún momento “significativo”?

Monrovia-Indiana

Sabemos que para él la respuesta es un rotundo ‘no’. Pero en este caso que nos ocupa… ¿por qué elegir precisamente Monrovia? ¿Le diferencia algo de cualquier otro pueblucho del Medio Oeste del país? ¿Es necesario que sepamos hasta lo que cagan sus habitantes para elaborar su discurso neutro?

No, no esperábamos ningún alegato furibundo a lo Michael Moore. Pero uno tiene la sensación de ser un forastero, un invitado de piedra en el cine más reciente del director de Massachusetts. Paseamos por tiendas (barberías, peluquerías, supermercados, licorerías, armerías…), instituciones (iglesias, logias masónicas, institutos, iglesias, ayuntamientos), ferias, granjas y campos. Y terminamos por tener un mapa intrascendente, como si el director se hubiese ido de pesca y retornarse con el capazo vacío.

I want to believe

El festival se inauguró con la más bien amable (y en última instancia, inofensiva) The Miseducation of Cameron Post (Desiree Akhavan, 2018). Y no digo esto porque el mundo ande falto de fábulas morales (sí, son más necesarias que nunca), sino porque quizás ya no nos creamos los acercamientos optimistas.

Hace 25 años a la buena de Cameron Post deciden internarla en un campamento ultracristiano para ver si así le “curan” su lesbianismo. Bueno, o la eufemística “atracción por las personas del mismo sexo”. Allí se encontrará con un puñado de infelices que no saben muy bien qué se espera de ellos ni cuando terminará la tortura.

Al cargo del experimento totalitario, un par de hermanos necesitados urgentemente de terapia intensiva. A fuerza de gimnasia religiosa, rock con cruces y sesiones donde se busca la anulación de la voluntad y el libre albedrío, ambos pretenden (pero de verdad) cambiar la tendencia sexual del personal.

25 años después -y viendo los arrebatos de intolerancia que proliferan por medio mundo- sorprende quizás el buenismo de la propuesta. Como si en realidad cualquier víctima de esta aberración tuviese la más mínima posibilidad de salir indemne de la misma. En The Miseducation… la fe conoce una nueva perversión, pero quizás la mayor de todas sea creer que se puede hacer un El club de los poetas muertos con material tan sensible. Y sin embargo -y dejando de banda mi misantropía- la película de Akhavan es tan hermosa…

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Así que puestos a creer en algo, yo me quedo con Bill Murray. O de su santificación definitiva llevada a cabo por Tommy Avallone en la hilarante y vitalista The Bill Murray Stories: Life Lessons Learned From a Mithical Man (2018).

Lo mismo que Chuck Norris hace hombradas convertidas en aforismos -es bien sabido, ¡informaos de una vez!- las redes sociales son prolijas en leyendas urbanas alrededor del muso de Wes Anderson: que si se cuela en fiestas en las que se pone a pinchar música, que si lava los platos en casas de desconocidos, que si se pone a jugar al balón con quien lo acepte en su equipo…

Así que Avallone trata de averiguar qué hay de verdad en todo ello y por el camino nos convierte en fieles devotos del murraynismo: el arte de estar bien con uno mismo y tratar de contagiárselo al mundo entero.

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